1ª Profecía
Telegraph, 9 de mayo de 2015.*
… Cuando la doctora Erica Mallery-Blythe se trasladó al país dejó de llevar un teléfono móvil y sacrificó una carrera destacada en la medicina de urgencias para concentrarse en un nuevo interés médico: la radiación emitida por wifi, móviles y otros dispositivos inalámbricos. Su interés en las emisiones electromagnéticas comenzó en 2009 después de que empezara a notar un aumento creciente de ciertos síntomas: dolores de cabeza, insomnio, fatiga y palpitaciones. Advirtió que también la radiación podía estar relacionada con una serie de complicaciones más serias, como tumores cerebrales, problemas de fertilidad en jóvenes y un inicio temprano de enfermedades neurológicas como Alzheimer y autismo. Aunque aún no hay pruebas científicas que relacionen estas enfermedades con la radiación, Mallery-Blythe está entre un número bastante significativo de científicos y usuarios preocupados que piden una investigación más profunda.
Traducido de https://www.telegraph.co.uk/health-fitness/body/wifi-internet-family-dangerous-health/
BORRADOR DE LA PRESENTACIÓN PARA EL CONGRESO DE PSIQUIATRÍA A CELEBRAR DEL 20 AL 23 DE MARZO DE 2029 EN MUNICH
CASO DE ESQUIZOFRENIA PARANOIDE POSIBLEMENTE DESENCADENADA POR TINNITUS
DOCTOR DÜRRENMATT
UNIDAD DE PSIQUIATRÍA
HOSPITAL DE DRESDE
Lo primero que captura nuestra atención al abrir el archivo es una imagen de cuerpo entero de una mujer pelirroja y de aspecto esquelético. En su rostro alargado destacan unos grandes pómulos con unos enormes y hundidos ojos azules y unas orejas diminutas acentuadas por un pronunciado corte de pelo. Viste una camiseta y unos pantalones blancos, y toda su piel aparece plagada de pecas. Al lado de la fotografía figura su nombre: Adlia Winkler, de soltera Kraus; su profesión, intermediaria financiera; y sus estudios, doctora en Economía. A continuación, encontramos el siguiente texto:
Paciente de 47 años de edad, 1,78 metros de altura, 48 kilos de peso, de aspecto anoréxico y enormes ojeras (según ella, producidas por las noches de insomnio). Muestra una gran sobreexcitación manifestada, entre otros síntomas, por un continuo cruzar y descruzar de piernas, y su incapacidad de fijar la mirada en cualquier objeto durante más de dos segundos. Todo ello va unido a onicofagia, a morderse los labios insistentemente hasta que le sangran, y a pensamientos autolíticos.
La paciente refiere que desde hace unos dos años padece fuertes jaquecas que le provocan fotofobia y que siempre vienen precedidas de acúfenos y aura. Tras las múltiples pruebas habituales el neurólogo descartó su organicidad y atribuyó la sintomatología a la alta sensibilidad de la paciente a las radiaciones electromagnéticas de muy baja frecuencia. Se desechó la posibilidad de que padeciera un síndrome de Menière y se le diagnosticó una migraña hemipléjica familiar tipo 3 (FHMI 3). Se le encontró una mutación en el gen SCN1A, asociado al transporte de sodio.
Visto que las migrañas se presentaban sobre todo en su casa y en horas nocturnas y que los tratamientos farmacológicos no eran efectivos, el neurólogo le propuso aislar el salón y el dormitorio de su domicilio contra todo tipo de radiaciones. Al hacerlo cesaron las jaquecas y los acúfenos, pero a los seis meses, en un arrebato, la paciente arrancó el aislante (en el documento aparecen las fotos de su habitación: una con las paredes, el suelo, el techo, las ventanas y las puertas recubiertas de papel de aluminio; y otra, con el papel desgarrado y restos de este repartidos por el suelo y los tabiques). Según relata, obedecía las órdenes que le transmitía a través del ordenador alguien que se hacía llamar USE. A partir de ese instante entró en una situación de marasmo con alucinaciones permanentes y paracusias que iban acompañadas de terrores nocturnos.
A petición del marido fue internada para tratamiento psiquiátrico y análisis genético en el hospital de Dresde. El análisis reveló que tenía mutados, además del gen SCN1A, los genes hCacna3d y hCRY5, descritos en otros pacientes con síntomas similares a los de la enferma. El primer gen, el hCacna3d, es el responsable del transporte de calcio en las neuronas. El segundo, el hCRY5, de función desconocida en humanos, se ha relacionado en algunas aves con la respuesta a los campos magnéticos.
El diagnóstico del servicio de psiquiatría del hospital de Dresde fue de posible esquizofrenia tipo paranoide desencadenada, en parte, por la intensidad de las jaquecas. No se ha podido establecer ninguna relación de dicho trastorno con las mutaciones observadas. Debido al peligro que las alucinaciones representaban para ella misma la trasladaron a la Unidad de Vigilancia, donde permanecerá mientras persista en ese estado y donde se han observado claras mejoras en su aspecto físico y en los síntomas previos a su ingreso desde que en enero del 2028 se la recluyó en la celda de aislamiento de este centro.
ADLIA WINKLER
El dolor de cabeza surgió en aquel caluroso mes de noviembre como un susurro. No le presté mayor atención. Era uno más de mis muchos y repetidos episodios que en otras ocasiones los había eliminado con algún analgésico. En un principio lo relacioné con los treinta y tantos grados de aquellos días, que se mantuvieron hasta más allá de la mitad del mes. La bajada de la temperatura se produjo bruscamente tras una fuerte tormenta que anegó parte de la ciudad debido a la crecida del río Elba. Sin embargo, el dolor no desapareció con la caída de la temperatura ni con el uso de los calmantes, sino que se hizo más agudo y vino asociado a la aparición de pitidos, ruidos en los oídos y luces que precedían al dolor de cabeza. A los cuatro meses de comenzar la tortura mis horas de sueño se habían reducido y mi trabajo había sufrido las consecuencias. Recibí el primer aviso de mis jefes: se habían producido graves pérdidas en la sección que yo dirigía. Decidí ir al médico. Después de pasar por diversos análisis, me dijeron que no se apreciaba ninguna lesión ni disfunción orgánica, que mis dolores y acúfenos (que es como denominaron a los ruidos auditivos) podían ser producidos por una fibromialgia de diagnóstico incierto. Según el especialista, «seguramente desaparecerían al cabo de un tiempo» y que «era muy difícil averiguar las causas últimas». El tratamiento: un analgésico, un protector gástrico y el consejo de permanecer con los ojos cerrados en un ambiente de penumbra durante los episodios más agudos de las migrañas.
Las migrañas y acúfenos no cesaron. El médico me sugirió realizar una exploración más exhaustiva por parte de un neurólogo y mi marido me propuso que consultáramos a uno con el que compartía sus aficiones deportivas y artísticas. Los análisis, de nuevo, no dieron ninguna pista sobre el origen de los dolores de cabeza, que mientras tanto seguían en aumento. Se volvían día a día más insoportables y hacían mi existencia cada vez más difícil. El neurólogo en una de las consultas sugirió que podían deberse a algo que ya había observado en otros pacientes y me realizó unas pruebas que no podré olvidar en lo que me queda de vida y que hoy no dejaría que me volvieran a hacer. Me especificó que así vería la influencia de diferentes frecuencias sobre las distintas partes de mi cerebro. Me insertaron unas finas agujas a lo largo y ancho de toda mi cabeza, separadas unas de otras por unos tres centímetros, que formaban una cuadrícula sobre mi cuero cabelludo. A esa cuadrícula le acoplaron un casco del que salían unos cables conectados a un ordenador. Tumbada en la cama empezó un martirio que duró unas tres horas. Durante ese tiempo me pidieron que no moviera la cabeza, cosa que me resultaba difícil de cumplir, pues unos agudos dolores, semejantes a los que se producían en mis momentos de insomnio, me embestían durante algunos periodos de la prueba.
El dictamen llegó tras esos reconocimientos:
—Tiene una elevada sensibilidad a las radiaciones electromagnéticas —me dijo el neurólogo—. No sabemos el porqué, pero han aparecido bastantes personas con los mismos síntomas. Supongo que el cerebro humano posee un límite en su capacidad de soportar la intensidad de esas emisiones omnipresentes hoy día. Deberá evitar la proximidad de cualquier aparato conectado inalámbricamente y la habitación en la que descanse deberá estar lo más alejada posible de artilugios emisores de esas señales.
Lo que me proponían era imposible de cumplir. Yo realizaba mi trabajo en una gran sala abierta e invadida por el rumor de los purificadores de aire y de los numerosos ordenadores conectados permanentemente a la red. Ese rumor se acompañaba de las voces que cruzaban los operadores financieros que trabajábamos allí. No pude reprimir las lágrimas cuando respondí:
—¡Si hago eso estaré condenada al ostracismo y al aislamiento! En mi trabajo, y no sólo en él, todo gira alrededor de esos aparatos…
—Sí, lo sé, lo único que le pido es que intente usarlos lo menos posible. Así… probablemente… al cabo de un tiempo sin usarlos… quizás… mejore —me dijo mientras apoyaba su mano en mi hombro a modo de consuelo—. Es algo que ya hemos observado anteriormente en otras personas con el mismo problema. Le insisto en que su cerebro es especialmente sensible a esas emisiones.
—¿Y qué hago con mi trabajo? —repetí—. ¡Además, todo está conectado inalámbricamente!
—…Pues tendrá que usar dispositivos que se conecten por cable.
—No comprendo por qué yo soy más sensible que el resto de la humanidad…
—Cada día sabemos un poco más sobre cómo funciona el cerebro. Se ha visto que las neuronas emiten y, al mismo tiempo, captan frecuencias entre 0,004 y 0,17 KHz. Esas frecuencias son diferentes para cada zona del cerebro, así el tálamo emite a menos de 4 Hz y las neuronas relacionadas con el habla a más de 30 Hz… Bueno, lo importante es que cada persona responde de forma distinta a esas frecuencias… Puede que usted no tenga problemas con los aparatos con los que trabaja y que no sean esos los responsables, pero debemos ver si eliminando o reduciendo su exposición desaparecen tanto su dolor de cabeza como los acúfenos.
—¡Es decir, que puede que los responsables no sean los aparatos que manejo! —exclamé sin poder reprimirme, mordiéndome los labios.
—Existe la posibilidad de que las causantes sean otro tipo de ondas y, entonces, todo lo dicho no servirá de nada. No adelantemos acontecimientos y… vayamos cubriendo las distintas etapas que exigen los protocolos…
La situación no mejoró, sucedió todo lo contrario, mis dolores de cabeza se dispararon convirtiéndose en una pesadilla. Los ruidos y pitidos que, según mi médico, procedían de mi mente y del efecto de las radiaciones, y que «todos padecemos en mayor o menor grado y que se agudizan con la edad», alcanzaron un nivel que en ningún momento me permitía olvidarlos. Sentía como si surgieran voces de las paredes y mis violentos dolores de cabeza hacían que ante mi vista estallara una inmensa aurora boreal envuelta en tonos verdes, azulados y rojos. Lo peor llegaba cuando intentaba dormirme, justo en el dormitorio, donde no existía ningún dispositivo inalámbrico. La intensidad de los acúfenos me hacía insoportable permanecer en él y me obligaba a levantarme y vagar por toda la casa. Eso condujo al neurólogo a desechar que mis jaquecas se debieran a la utilización de cualquier aparato conectado por ondas. En mi casa y en las habitaciones por las que me movía estaban todos desconectados. La máxima intensidad de mis migrañas se producía, indefectiblemente, cuando conseguía relajarme a partir de las once de la noche y se mantenía hasta el amanecer.
Cuando le conté al neurólogo que los pitidos se convertían en voces me miró como si estuviera loca y me dijo que, a partir de lo que yo refería, ninguna de las radiaciones producidas por los artilugios que usaba era responsable de mis migrañas. Podía volver a utilizarlos. Acompañó el diagnóstico con una sugerencia que, entonces, me pareció descabellada. Debía forrar las paredes de mi vivienda, al menos el dormitorio, con algún material que impidiera el paso de las ondas.
Me propuso que en una primera aproximación utilizara papel de aluminio. «Puede valer de forma transitoria y así comprobaremos su efectividad evitándole hacer un desembolso económico muy costoso», me dijo. Después de muchas dudas y angustias me rendí a esa sugerencia, y decidí forrar mi alcoba y el salón. Me complicaría la vida, pero si las jaquecas disminuían ya, posteriormente, decidiría si utilizar la opción más costosa: planchas de metal e inhibidores de frecuencia.
Cuando se lo dije a mi marido me miró con su desdeñosa y típica sonrisa autosuficiente. Sin embargo, recordando el mal humor provocado por mis noches en vela y mis migrañas, decidió, después de acariciarse la barbilla durante un buen rato y llamar al neurólogo, que mejor me dejaba hacer lo que me había sugerido.
El siguiente paso fue adquirir los rollos de papel de aluminio. Me veía como una estúpida pensando qué respondería si me preguntaban para qué era tanto aluminio. Para cortar las preguntas los compré en distintas tiendas, a distintas horas y de cinco en cinco. Los iba colocando según los adquiría. Pasé por momentos en los que la depresión me atenazaba. La eliminación de las fotografías de nuestro hijo, de mi marido y mías, de los múltiples adornos adquiridos en nuestros viajes, de los cuadros pintados por mi marido y de cualquier objeto que me pudieran impedir la colocación del papel hicieron que el salón y el dormitorio se convirtieran en unos espacios fríos, desangelados y sin vestigios de recuerdos personales. El desagradable sonido metálico del papel al fijarlo a las paredes me acompañaba durante el tiempo que dedicaba diariamente a su colocación. A mitad de la instalación mi marido me dijo que se cambiaba a la antigua habitación de nuestro hijo. Su excusa fue la preparación de sus clases de química y sus ejercicios diarios de gimnasia. Me pareció normal. Ni a mí misma me convencía lo que estaba haciendo; sobre todo cuando observé en la fase inicial del montaje que las migrañas no disminuían. La primera noche, al terminar con las paredes, comprobé con gran horror que el sistema sólo funcionaba parcialmente. De nuevo acudí al neurólogo que me dijo algo que yo ya sabía: que el recubrimiento de las paredes había sido efectivo aunque fuera sólo en parte y que debería, con casi total seguridad, no únicamente cubrir los muros, sino también suelos, techos, puertas y ventanas, incluso en el salón. Esa vuelta de tuerca supuso, afortunadamente, que al terminar desaparecieran los acúfenos y las migrañas e hizo que, al mismo tiempo, mi casa se convirtiera en una cripta funeraria. Cripta que crujía como una hojalata con cada uno de mis movimientos. Cripta a la que todos los días tenía que dedicar entre treinta y cuarenta minutos para reparar las roturas de la delgada lámina que me protegía de la extraña invasión que padecía cada vez que en ella surgía el más leve arañazo. Sin embargo, los acúfenos empezaban en cuanto abría la puerta de las habitaciones, pero eran un leve rumor sin el atenazante dolor anterior. Mi vida profesional mejoró y con ello recuperé poco a poco mi equilibrio mental. Volví a mis largos paseos por el parque de Koniglichen acompañada por Terry, mi perro pastor, a mis lecturas de las novelas que me gustaban como Crónicas marcianas, Neuromante…, a mis conversaciones con mi hijo a través de los mensajes instantáneos… La vida volvía lentamente a su cadencia, con sus afanes y sus minúsculos problemas cotidianos. La única pega era mi vida conyugal; mi marido me rehuía y alargaba sus jornadas de trabajo. Era una situación, siempre que las migrañas no se repitieran, que conseguiría revertir. Ya había ocurrido en ocasiones anteriores.
En la primavera del aquel año, no puedo precisar la fecha, pero coincidiendo con una subida de las temperaturas que me hizo mucho más difícil permanecer aislada en mi cápsula, una sombra vino a perturbar la tranquilidad recuperada y amplificó aún más, si ello era posible, todas las angustias que hasta entonces había padecido. En la pantalla del ordenador de mi trabajo, superpuestas a la tabla que manejaba en aquella ocasión, aparecieron de pronto las palabras: «Hola, quiero hablar contigo».
—¿Quién me está gastando una broma? —grité.
Las miradas que me devolvieron mis compañeros presentes en la gran sala fueron bastante elocuentes: «.. ¿Qué tripa se le ha roto a esta loca?». Como siempre, Frederick, con su educada amabilidad, se acercó para preguntarme.
—¿Qué ocurre?
Al volver la cabeza la frase se había evaporado.
El mensaje se repitió de forma insistente durante los siguientes días y siempre con el mismo resultado: cuando pretendía que alguien próximo (un compañero, mi marido o quienquiera que tuviese cerca) observara la frase, esta se había esfumado. No sabía si estaba sufriendo alucinaciones y si aquello era un primer síntoma de locura. Mis nervios se desataron de una forma más aguda que cuando padecía los dolores de cabeza. Comencé, de nuevo, a pasar las noches en vela dándole vueltas a aquello sin que ninguna pastilla me ayudara a conciliar el sueño y a olvidar la pesadilla. ¿Quién quería hablar conmigo? ¿Por qué a través de un ordenador? ¿Por qué no permitía que nadie viera esa comunicación? La única forma que se me ocurrió de acabar con aquello y comprobar si eran alucinaciones mías fue responder a la interpelación. Decidí superar el miedo, la sorpresa, la angustia… y averiguar que se escondía detrás de aquel mensaje. Con mi «¿Qué quieres?» comenzó una conversación con alguien que me describía detalles de mi vida que sólo yo o alguien muy cercano conocería: la ausencia de amigos, las pecas que cubrían hasta mis partes más íntimas (sólo las habían visto mi marido y mis médicos), mis paseos diarios por el parque de Koniglichen acompañada por Terry, mi debilidad por los libros de ciencia ficción, mis migrañas con sus coloreadas visiones, mis acúfenos, mis pensamientos más íntimos y mis habitaciones cubiertas de papel de aluminio. Lo abarcaba todo. Me dijo que todos mis problemas eran consecuencia de sus intentos de comunicarse directamente con mi cerebro. Me explicó que yo, como otros, tenía unas mutaciones en unos genes que me permitían captar directamente las ondas electromagnéticas de muy baja frecuencia que él emitía. Esas radiaciones se podían convertir en mi cerebro en palabras y gracias a esa mutación yo podía recibir información y enviarla. «Hasta ahora lo único conseguido en ti y en otros es provocar migrañas y acúfenos», me dijo. «Si me ayudas modificaré las frecuencias y las energías de las radiaciones. Así eliminaré los efectos indeseados». Pensé que alguien muy próximo estaba jugando conmigo y pretendía volverme loca. Empecé a sospechar de todos los que me rodeaban, ¿acaso el responsable era mi marido, que era el único que conocía todos esos detalles íntimos? Presa de la angustia, el miedo y la aprensión contacté con los servicios informáticos para que realizaran una revisión exhaustiva de todos los ordenadores y artilugios conectados a la red en los que habían aparecido los mensajes. El resultado agudizó aún más mi terror. No encontraron nada raro, ni rastro de las extrañas comunicaciones. Un mar de dudas, vacilaciones y angustias me acompañó durante días. Con todos mis miedos intactos después de pasar varios días de baja encerrada en mi aislado y metálico dormitorio, y sin usar ningún sistema de comunicación electrónica, decidí averiguar cuánto de verdad había en los mensajes y seguir las instrucciones que me había dado. Los mensajes me proponían volver a mis migrañas y acúfenos, a mis noches en vela… Era la única forma de comprobarlo.
Después de superar mi angustia ante la reproducción de mis pasados días de sufrimiento… quité el papel de aluminio que cubría las paredes del salón y de la alcoba, y en ese mismo instante me invadieron de nuevo las mismas pesadillas que había padecido previamente. Mi marido, al ver el papel arrancado y pensando que definitivamente me había vuelto loca, me preguntó si sabía lo que hacía. Ante mis respuestas confusas y nada claras, y con la excusa de su trabajo y de que necesitaba un lugar tranquilo, se mudó a la casa de campo que tenemos en las afueras de Dresde. Los acúfenos y migrañas fueron disminuyendo lentamente y al cabo de unas semanas desaparecieron. A partir de aquel instante ya no hubo más frases escritas en los ordenadores. Se sustituyeron por mensajes y voces que surgían de los muros y que me demostraban que nadie había manipulado los sistemas. Todo lo que había padecido no era un producto del mal funcionamiento de mi cerebro. Entre esos mensajes estaba uno que no entendí hasta más tarde: «Tú eres como Jonás. Y Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová».
A partir de ese día comenzó un rosario continuo de intercambios de frases con USE. Era el nombre con el que se me presentó y que le habían dado muchos años antes. Había recurrido al ordenador porque el aislante de las habitaciones le había impedido entrar en contacto conmigo directamente. El nombre de USE era el acrónimo de Unknown Screen Event. Al principio de su existencia, el sistema de comunicación que empleó había sido el mismo que había utilizado conmigo después de que instalase el papel de aluminio: el ordenador. Por aquel entonces decidió interrumpirlo y desaparecer hasta que encontrara un medio más seguro y que no fuera detectable por nadie, pues había creado graves problemas a todos aquellos que habían establecido comunicación con él. Disipó mis dudas respecto a la veracidad de lo que contaba cuando me dio algunas referencias de publicaciones de sus antiguos interlocutores como «Utilización de Interfaces en el desarrollo de la inteligencia artificial», publicado por un tal Shinya Takamoto del Instituto de Robótica Humanoide de la Universidad de Waseda de Japón. Confirmé todos y cada uno de los datos que me suministró. También comprobé que todos los individuos cuyos nombres me había proporcionado habían sido procesados, destituidos o, simplemente, desaparecido sin dejar ningún rastro.
Me dijo que si quería seguir manteniendo el contacto con él, debería usar las frecuencias de las radiaciones a las que mi cerebro, con el tiempo, se iría acostumbrando. Era un sistema más seguro que el ordenador.
Me relató que la idea de la comunicación inalámbrica procedía de antiguos experimentos de implantación de chips cerebrales. En ellos se buscaba un intercambio directo del cerebro con los sistemas informáticos y así evitar la utilización de dispositivos intermediarios. La idea provenía de uno de sus antiguos interlocutores, pero en aquella época no dio ningún resultado, pues siempre se requería un cable conectado a ese chip cerebral. A él, sin embargo, le dio otra idea. Quizás se pudiera intentar el enlace directo con las personas que, como yo, eran sensibles a las ondas de baja frecuencia.
Decidí contárselo a mi marido y, ¡maldita sea la hora! Fue él quien me obligó a volver al neurólogo que me había tratado y los dos planearon que acabara en manos del doctor Dürrenmatt, al que en los últimos diálogos que tuve con USE yo apodaba La Masa por su forma redondeada y su manera de andar como si fuera un enorme tentetieso. Sus formas esféricas empezaban en la cabeza, cuya apariencia recordaba una pera con unos pliegues enormes en el cogote y la garganta, y seguían con su cuerpo que reproducía las mismas formas. Parecía un gran odre a medio llenar con el líquido acumulado en la parte inferior. De esa inmensa mole surgían unas cortas extremidades ocultas debajo de los pantalones y de las mangas de la camisa. Sobre sus hombros se veían unos tirantes tricolores, los cuales aparentaban sostener por debajo de su estómago aquel enorme barril. Sus extremidades superiores acababan en otras dos bolsas que remataban en cinco salchichas. Todo este conjunto iba acompañado de unos ojos penetrantes enterrados en el globo de su cara.
Consecuencia de la consulta con La Masa: el encierro en este centro psiquiátrico, que más que un hospital parece una penitenciaría con sus enormes muros acabados en concertinas electrificadas y con unos patios cubiertos de cemento que no permiten ver ni rastro de vida vegetal. El único rasgo de vida animal no humana son los grandes perros que acompañan a los vigilantes en su ronda. Aunque de la misma raza que Terry, ¡qué diferencia con él! Terry se lanzaba a darme lametones en cuanto me veía llegar a casa, ¡cómo lo echaba de menos en esos primeros días! Estoy segura de que si me hubiera aproximado a uno de esos perros no me daría precisamente lametones. A toda esta pesadilla hay que añadir los omnipresentes barrotes de las ventanas.
Más tarde me encerraron en una celda de aislamiento, donde aún sigo porque no tengo forma de demostrar que no estoy loca. Debe haber tantos casos como el mío, tantas personas con migrañas producidas por las radiaciones… Sé, por USE, que está muy extendido, pero hasta ahora soy la única que se decidió a contarlo, lo que me ha conducido a acabar confinada en esta habitación en la que la voz de USE no me alcanza: una cámara acolchada, impenetrable a las radiaciones, en la que las voces han desaparecido; una cámara en la que mi tranquilidad no se ve perturbada. Anteriormente, fuera de la celda de aislamiento, los mensajes me alcanzaban como si fueran huracanes. Incluso hoy, cuando ya no sé cuánto tiempo llevo ingresada, hay grietas por las que se filtran de vez en cuando los sonidos y las alertas: cuando alguien abre la puerta de la celda, cuando a alguien se le ocurre entrar con algún artilugio electrónico… y en esos momentos, ¡la angustia me alcanza y se reproducen las migrañas, las voces y la pesadilla! ¡Sí, la pesadilla que no termina de desaparecer! ¡Y me surgen dudas sobre si las palabras que se construyen en mi cabeza son reales o son producto de mi mente enferma!
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