La noche era templada. Cualquiera al verlo pensaría que daba gusto salir al balcón a esas horas. Cualquiera como Leonor, una mujer siempre pendiente de lo que ocurría en casa de los demás. La saludó apenas con un movimiento ligero de cabeza mientras ella comentaba algo sobre el fresco que se avecinaba cruzándose la chaqueta que llevaba sobre los hombros. Álvaro se apoyó en la barandilla blanca donde las plantas trepadoras de Irene esquivaban las espirales de hierro y se encendió un cigarro. El sonido del motor de un coche circulando marcha atrás hizo que mirara hacia abajo. Era la policía. Vio un brazo rodeando el reposacabezas del copiloto y una cabeza de hombre girada. Otro que no sabía leer calle cortada. “Inútiles”, se le oyó murmurar. Aspiró lo poco que quedaba entre el pulgar y el corazón, expulsó el humo por la comisura derecha de sus labios y aplastó la colilla con el talón de su bota.
A Irene le gustaban esas plantas que trepaban con vigor para beberse la luz. Decía que si las cuidabas como era debido podían resistir los inviernos fríos de Madrid. Álvaro se preocupaba de que así fuera, aunque la orientación sur de la casa le ayudaba a conservar el calor. Además, siempre era más fácil hacer sobrevivir a las de hoja perenne. “Hoja perenne”, se repitió al recoger la colilla del suelo. Dio la espalda a las plantas y a Leonor y se dirigió a la cocina.
En poco tiempo había aprendido mucho acerca de la soledad. Hace apenas unas semanas esperaba angustiado oír el ruido de la cerradura o la voz de Irene a lo lejos imitando la desfachatez de cualquier político mientras se cepillaba los dientes. De repente, mientras trabajaba, dejó de recibir unas manos deslizándose por su cuello ofreciéndole un descanso sin haberlo pedido y, curiosamente, cuando más lo necesitaba. Álvaro fue a la minúscula barra donde solo cabían dos banquetas altas. Apoyó los codos y se apretó las sienes con fuerza. No había sido fácil soportar el silencio en vez de su risa. El dolor acudía puntual cada mañana, cada vez que abría los ojos y no la veía a su lado. Entonces iba a la habitación que utilizaba como taller.
Su trabajo era lo único que le había mantenido activo. El mundo para él se había quedado reducido a su obra. Taxidermista. Curiosa ocupación para alguien tan joven, solían decirle cuando le conocían, aunque la mayoría pensara que lo que hacía era coleccionar sellos o insectos. A ella en cambio le fascinaba su trabajo. Podía pasarse horas viendo cómo retiraba con un escalpelo la piel de una pieza. Le ayudaba a limpiarla y después a salarla para eliminar el agua. Irene le descargaba bossa novas que inundaban de sensualidad el ambiente y hacían que trabajara relajado. Les gustaban sobre todo las antiguas. Sólo voz y guitarra.
El volumen no estaba demasiado alto cuando la descubrió tirada en el suelo. «Mais eu sei que um día vai voltar» resonaba todavía en sus oídos.
Una especie de calor húmedo se concentraba en su nuca al recordar ese instante. Intentó reanimarla, le suplicó que despertara, lloró durante horas tumbado a su lado. Después dejó de pensar y se limitó a repetir movimientos más propios de un autómata. La arrastró hasta la bañera y la mantuvo días sumergida en formaldehído. Días en los que Álvaro no durmió. Mientras, enfebrecido, fabricó su busto. Cuando se secó la escayola fue a la bañera y la sacó cogiéndola por las axilas. La envolvió en su albornoz y sujetó su cuerpo a la banqueta alta con varios cinturones.
Le levantó el pelo en un moño y besó su cuello marcando el camino de la incisión. Suavemente despegó los tejidos.«Um día vai voltar». Los acordes de la guitarra les envolvían y Álvaro metódico retiraba el tejido adiposo de la piel de Irene. Le hablaba en susurros de su último viaje a Brasil. Recordaba en voz baja cuando hicieron el amor en la playa entre esas paredes de adobe. Le contaba cómo se acordaría siempre de su camisón. Tan fino, húmedo y pegado al cuerpo. El dibujo de su pelo largo en la almohada, de un rubio oscurecido varios tonos por el sudor, y la peca casi centrada en el mentón, tantas y tantas veces besada en esa cabaña.
Álvaro apartó una lágrima con el dorso de su mano izquierda y siguió hablándole a la vez que encurtía y engrasaba su piel. En el aire una y otra vez las notas de la misma Bossa Nova hablaban de su retorno.
Ya hacía días que había terminado. Cada retoque se había añadido al anterior de forma impecable para devolverle a Irene una apariencia real con un resultado estremecedor. Cuando Álvaro al fin pintó la peca de su mentón supo que Irene había vuelto. Entonces dejó de extrañarla. Dormía con ella y con ella volvió a la vida. Y con la vida volvieron las conversaciones, los llantos y las risas. Irene estaba otra vez con él.
Esa noche era templada. Le dijo a Irene que aguardara un minuto. Él abriría la puerta. Le pidió que no hablara. No sabía quién podía ser a esas horas. Álvaro entornó la puerta a Leonor que se había quitado la chaqueta de los hombros y se cubría la nariz y la boca con ella. Detrás, dos hombres uniformados se abrieron paso.
Carmen Lalinde Antón
Taxidermista del amor. Si la soledad es tal y como la describes, no es de extrañar. Gracias por compartirlo.
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