Encontré el condón sobre el tapete con el que jugábamos a las cartas; los pliegues del látex parecían haberse quedado pegados por restos de sustancias pringosas fáciles de reconocer. Me fijé en los bordes resecos, aún quedaban manchas blancas y motitas rojas que supuse virginales. Me sorprendió el hecho de que no lo hubieran ocultado entre la tela verde, solo estaba puesto de manera descuidada sobre ella, dentro de la caja donde también guardábamos las fichas y la vieja baraja francesa.
Quien hubiera dejado el condón allí, ni se había molestado en esconderlo con más esmero, ni en tirarlo. O quizá tenía prisa y cosas más importantes a las que prestar atención. Por eso supe que tenía pinta de ser de mi hermano mayor, el desorden con que había dejado aquel trozo de látex lo delataban, era su estilo. Así que lo guardé dentro del cajón de mi mesilla, sobre todo porque intuía, pese a su descuido, que era algo que no querría que fuera descubierto. Al fin y al cabo, en aquella época había una guerra, una especie de cruzada de dominación familiar entre ambos, por ello decidí conservar aquellos restos-de-quien-fueran, y supuse que sin buscarlo, ni pretenderlo, tenía un as en la manga contra él.
Días más tarde oí la conversación entre unos colegas del barrio: El Tirilla —como llamaban a mi hermano por aquel entonces—, se había tirado a Manuela en su casa, se la folló en su habitación —contaban—, y luego el muy inútil no encontraba el condón. Así que de vuelta a casa, volví a coger el condón, estiré una de las puntas y pensé con tristeza qué proporción de los fluidos de Manuela se habían quedado prendados en aquel objeto misérrimo y desgalichado. Y es que Manuela adornaba muchas de mis noches. Manuela, Manuela y sus tetas—porciones soñadas de materia lunar, de simetría perfecta—, Manuela y su boca pluriforme, generosa. Manuela y el vello suave y oscuro de sus axilas, que asomaba por la manga corta de su camiseta cuando jugábamos al baloncesto, y lanzaba la pelota que mis manos torpes y sudorosas no eran capaces de atrapar.
Y es que Manuela se me escurría entre los dedos.
Volví a guardar el condón en el cajón y sus contornos se me quedaron prendados en los dedos como una resaca angustiosa y voraz, sobre todo porque Manuela no estaba en la lista de mi hermano, pero sí en la mía, donde no había más nombres que el suyo. Así que pensé que era el momento de sacar el as, de montarla como la ocasión merecía.
Fue el domingo siguiente, en la paella que solían organizar mis abuelos todos los principios de cada mes. Ese día, mi hermano estaba contento y hablaba sin parar sobre los últimos goles que había marcado con el equipo del barrio, mientras mis abuelos y mis padres lo miraban embobado. Cuando todos estábamos sentados en la mesa, oímos decir a mi madre desde la cocina que la paella estaba lista. Me ofrecí a ayudarla. Fui a la cocina y llevé al comedor los dos primeros platos. Después, dos más. De regreso a la cocina, mientras mi madre iba al comedor con varias rodajas de limón y botellas de agua fresca, aproveché para sacar el condón del bolsillo, y pensando en Manuela y en sus tetas lunares, lo escondí entre los granos de arroz, trozos de verdura, anillos de calamares y gambas que llevarían el plato de mi hermano. Lo hice sonriendo, con esa frialdad y superioridad moral que solo la venganza otorga.
Silvia Sánchez Muñoz
Una venganza “caliente”.
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¡y tanto!
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La descripción de Manuela, que se le escurre entre los dedos, no nos previene de esa venganza que nos pilla tan de sorpresa como suponemos, al hermano. Gracias por compartirlo.
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