Desequilibrados hay muchos en la literatura, pero pocos tan bien retratados como el Desequilibrado del relato Un hombre bueno es difícil de encontrar. ¿Por qué es un asesino?, reflexiona el propio personaje frente a los inocentes. Porque sí y punto, porque no tiene más opciones, y si las hubo, no se paró a reflexionar. Pasará lo que tenga que pasar. «No hay verdadero placer en la vida», dice en cierta ocasión tras matar una persona inocente.
El mismo título del relato es una burla —o un guiño— de la gran Flannery O’Connor al lector. Sabe que será una puñalada a esos ciudadanos de moral judeo-cristiana que abren un libro para pasar una tarde de domingo, relajados en el jardín, hasta la hora del crepúsculo. Por eso, en sus historias los buenos a menudo muerden el polvo. No hay redención, ni ha habido rendición, ni mucho menos perdón, ni siquiera un atisbo modesto de venganza. En los tiempos de esta gran dama del relato norteamericano, no existía, ni por asomo, un resquicio de Tarantino, ni una película llamada Funny Games, ni el Tom Ford de Animales Nocturnos. Por ello, en ocasiones, su escritura nos parece más cruel, árida, carente de compasión, y al mismo tiempo, de una sencillez que desconcierta, sobre todo, en la verdad que traslucen los diálogos. A través de ellos, Flannery O’Connor descarna una sociedad que, en el fondo, no busca ni pretende esconder sus propios complejos, pese a querer guardar las formas. No hay juicio alguno. El narrador, escondido tras una cámara, filma un único plano secuencia en el cual retrata a un país racista y, en ocasiones, ridículo, por su estrecha moralidad y extraña jerarquía social. Y el ser humano no es menos cruel por ello. Ese es el poso de la escritura de Flannery O’Connor.
Quizás por eso me pregunto si, en este relato en cuestión, no es más culpable la abuela cotilla que provoca el accidente del coche con toda la familia dentro —y como consecuencia descubre a posteriori la identidad del Desequilibrado, poniendo así en riesgo a la familia por culpa de su falta de miras y su pensamiento condescendiente y moralista—, que los sanguinarios que acompañan al asesino. «Habría sido una buena mujer», dice en cierto momento el Desequilibrado, «si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida».
Un hombre bueno no es difícil de encontrar es al mismo tiempo un relato perfectamente ensamblado, con un nudo y desenlace de manual de escritura. En algunos pasajes la historia cogen una gran fuerza simbólica a través de ciertos objetos, como cuando Bobby Lee, uno de los esbirros del Desequilibrado, arrastra la camisa amarilla con loros azules —no hay nada más desenfadado, frívolo e inocente que una camisa amarilla con loros azules—que perteneció a Baily, el cabeza de familia asesinado. En esa desfragmentación del objeto que ha dejado de ser tal por haber sido desposeído de su dueño, O’Connor nos muestra toda la crueldad de lo ocurrido. Ni un solo adjetivo que acompañe nuestro horror, ni una sola conjunción compasiva que resulte cómplice de tal vileza.
Solo la camisa amarilla de loros azules arrastrada por las manos del verdugo.
Silvia Sánchez Muñoz
(Fotografía de cabecera: Greg Ruth.)