DON ENRIQUE, Autor: Rodolfo Yaz

Desconociendo un destino que forjaba su historia, Don Enrique se despertó aquel día, como todos, a las 5 de la mañana. La rutina afinada a sus músculos por una acción constante que se fue acumulando con años. La cama de madera y un colchón desgastado. Por la ventana el cantar de los primeros pájaros le abrían la senda a una claridad que acariciaba en un lejano Este. Una cortina de tela color beige se dejó correr por la mano algo dormida de Don Enrique. Sus ojos analizaban el día, los árboles, el cielo. En calzoncillos, con camiseta blanca y descalzo, caminó hasta el baño para hallar otra vez esa cara gastada, las arrugas, las manchas y una vista que había absorbido realidad por más de 60 años. Un balde de plástico color rojo debajo del lavatorio recibía las gotas de una cañería que ya agotada, lagrimeaba cada día, a toda hora. Siguieron sus pasos lo ya conocido para hacer vestuario de día a día. Las bombachas tela grafa azul oscuro, la camisa celeste manga corta con el cuello gastado y manchas aquí y allá. Desacostumbrado a una idea de moda y elegancia, solo conocía lo rústico, lo simple, lo salvaje. En la cocina encendió la hornalla para calentar agua. Notó la llama débil, sensible. Sabía que la garrafa estaba próxima a acabarse. En ese instante proyectó la idea de bajar al pueblo para buscar una garrafa nueva, comprar algo de comida y saludar caras conocidas. Reacio al contacto humano, gustaba, de vez en cuando, estrechar saludos, hacer charlas, compartir vasos. El rancho tenía una pequeña galería con techo de caña. El piso de cemento alisado, algunas macetas huérfanas de plantas, clavos en las paredes donde colgaban lazos, tientos, sogas, objetos inútiles. Una mesita armada con maderas rústicas a propia voluntad debajo del techo de caña. Apoyó la pava quemada; el mate, la yerba. El Catriel, el Nahuel y el Lobito, echados en un rincón, lo miraban con serenidad. La franja de claridad a la distancia, los pájaros silbadores, la fresca brisa de madrugada hacía cabecear las hojas. Don Enrique aspiró mirando los cerros a la distancia, pensó en las vacas a buscar y el mate amargo le trajo energía al cuerpo. Como todos los hombres, aquella mañana, no pudo concebir la idea del fin. Algunas gallinas atrevidas se dejaban asomar en la galería y unos metros más allá, en el corral, el zaino oscuro en postura fija, esperaba el inicio de la acción. El día ya asomaba atrevido. Los tres perros de compañía fiel seguían con la vista los movimientos, las acciones, los espacios. Don Enrique dejó pasar tiempo con mate en mano y un pedazo de pan algo duro para acompañar. Bueno, vamos a ver si empezamos, se dijo. Se levantó de la silla y con la mano derecha se puso su boina desteñida por un sol constante de años. El Catriel, el Nahuel y el Lobito en reacción refleja abandonaron su descanso mañanero sabiendo, en su tozudez, que ahora se iniciaba. Movieron las colas, se estiraron, se molestaron entre sí, ladraron. Don Enrique llevó el mate, la yerba y la pava a la cocina. Acomodó alguna que otra cosa y buscó las polainas para hacer cabalgata. Los perros lo seguían, iban de acá para allá. En el corral el zaino se dejó ensillar. Apretó la cincha en acción final y tomó el rebenque que colgaba de un poste en el corral. Tirando de las riendas movió al zaino, lo hizo girar. Pie izquierdo en el estribo y en un movimiento hecho por años su cuerpo prolijo y sereno quedó montado en el zaino que ahora anticipaba la rutina. El Lobito ladraba y Don Enrique en un grito sordo, lo mandó a callar. Los pájaros seguían cantando, el sol ya se dejaba ver y el zaino a trote tibio, avanzaba por la huella buscando la tarea del día seguido por los tres perros que no se despegaban uno del otro. Las vacas, algo dispersas, descansaban en un bajo donde un arroyo las atraía en busca de agua. Había que juntar las vacas, sacarlas del bajo y llevarlas a una quebrada montaña más arriba. Cuando las vio a la distancia silbó y los tres perros salieron en carrera frenética para cumplir una tarea bien aprendida en aquellas montañas del oeste argentino. Don Enrique tomó por la cabecera de la quebrada y entre jarilla y pastos bajos, comenzó a silbar, ¡vamo la vaca! se dejaba oír. Con mirada torpe, las vacas avanzaban estirando la cabeza para morder pasto; los perros ladraban por acá y allá, iban y venían. Las fue juntando y las hizo caminar por una huella que tomaba un filo para subir unos metros y avanzar. Los perros seguían ladrando mientras se hacían camino entre las plantas. Don Enrique les silbó y vio, unos metros más atrás, que el Nahuel intentaba, mostrando los dientes, sacarse una espina de la pata delantera derecha. Achicó vista al sentir la luz solar que le pegaba de lleno en los ojos y supo que el día le daría altas temperaturas y posibles tormentas por la tarde. Volvió a silbar y fijo la vista en los cuartos traseros de las vacas que avanzaban una detrás de la otra a un destino de comida, gordura y muerte. Pasadas las once de la mañana llegó a la quebrada donde las vacas se fueron dispersando para buscar los buenos pastos del lugar. Don Enrique bajó del caballo para estirar las piernas, caminó unos metros y sacó, de una alforja que colgaba en la montura, una botella de agua. Tomó varios sorbos. Se sacó la boina y secó la transpiración con un pañuelo y se echó un poco de agua en el cuello y cabeza. Esperó unos segundos y volvió a ponerse la boina. Los perros en una veguita a la distancia, tomaban agua y buscaban sumergirse para calmar un calor que a esa hora, ya era compañero. Don Enrique encendió un cigarrillo, le dio un par de pitadas y miró a las vacas que pastaban serenas. Miró al zaino y le dijo unas torpes palabras de cariño. Buscó con la vista alguna nube que pudiera hacer sombra. No encontró ninguna. En la quebrada casi no corría viento. Miró las cimas de las montañas a la distancia y recorrió filos y laderas buscando nada. Pensó en la garrafa que tenía que cambiar y al oír el ladrido de los perros tuvo un instante en el que pareció presentir algo, una extraña casualidad, un paso mal dado, una idea de destino, de fin; y sintió pena por sus perros. Los imaginó abandonados, sin nadie que les diera de comer, sin una mano de afecto. Le dio las últimas pitadas al cigarrillo y lo tiró. Con la alpargata lo piso para asegurarlo apagado. Pasó las riendas por el cuello del zaino y puso el pie izquierdo en el estribo; volvió la acción, el giro, la elegancia. Tomó las dos riendas con la mano izquierda, las aflojó, taloneó y chistó. Los cascos del zaino sonaban entre las piedras. Don Enrique llamó a sus perros que en segundos daban vuelta junto al zaino haciendo ladridos de cariño con la cola baja. Dio un último vistazo a las vacas y comenzó la acción de volver. Avanzó a paso lento por la huella que llevaba al filo; el Nahuel, el Catriel y el Lobito lo seguían uno detrás del otro con la vista fija en el piso. El filo angosto se proyectaba en una línea irregular y el calor se dejaba caer por el cuerpo pesado. Algunas nubes dispersas se asomaban por el Oeste. Don Enrique pensó en acortar camino; bajar por la ladera a su izquierda, tomar por otro filo y ganarle a la distancia, a la lejanía, al calor. Con la mano izquierda tiró de las riendas y el zaino, sereno, paró. Miró a los perros con la lengua afuera e hizo decisión. Giró la mano y las patas del zaino comenzaron a bajar por la ladera entre piedras y plantas bajas. Bajó a una quebrada angosta y buscó un punto para subir al filo; subió. Los perros lo seguían buscando ahora cada uno su propio rumbo. El filo se fue haciendo cada vez más angosto. El sol marcaba casi el mediodía, las dispersas nubes parecían ahora aglutinarse y los tres perros con la lengua afuera seguían a paso firme. El zaino avanzaba lento, cauteloso. Don Enrique buscaba un punto para bajar en una ladera que se hacía enemiga y unos metros por delante, creyó hallarla junto a unas piedras. El zaino se frenó y Don Enrique miró la bajada imaginada, proyectando una huella que lo llevaría hasta el arroyo varios metros más abajo y de allí siguiendo su curso hasta la próxima quebrada. Una vez allí, tomaría de nuevo la huella bien marcada y el rancho a poca distancia. Volvió a mirar a sus perros, hizo ojos en el cielo, sintió el olor de la jarilla, y bajó. El zaino se apoyaba en sus cuartos traseros para no ceder, Don Enrique, echando su peso hacia atrás, intentaba acompañar el cuerpo del zaino. Los metros comenzaron a hacerse eternos, el zaino se hundía entre piedras que amenazaban. La mano izquierda de Don Enrique apretó más las riendas; la transpiración le caía por la frente, la espalda, los brazos y se filtraba entre los dedos y el cuero bien curtido de las riendas. El Nahuel, el Catriel y el Lobito, algo indecisos, lo miraban desde el filo. Apoyó con fuerza los pies en los estribos y sintió que el zaino se le iba, que lo perdía; trastabillaba en un suelo de perdición. Y ocurrió. Alguien pudo haber escuchado el golpe en seco, las piedras caer y los perros ladrar en forma ciega. Las nubes ahora tapaban el sol; hacían sombra. A la distancia, en la quebrada, las vacas pastaban indiferentes. El zaino tenía 13 años.


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