La imagen quizás no es muy buena. Pertenece al archivo de El Universal, uno de los periódicos más vendidos de México que, casualidad o no, tiene sus oficinas a pocos cientos de metros de allí, en la misma calle Bucareli, casi en la esquina con la calle Reforma.
La fotografía se toma en algún momento indeterminado durante los años setenta u ochenta y se utiliza por última vez a cuenta de la noticia del cierre del cine Bucareli, probablemente el más barato de la Ciudad de México. Entre ambos momentos, no es difícil imaginarse la fotografía al fondo de un archivador de oficina, bajo una pila de objetos que no han encontrado un lugar mejor lugar para perderse, sin fecha ni firma visibles y sin más marcas distintivas que los dobleces en las esquinas y un desgarrón en el reverso, en la zona en la que pudo haber estado pegada a un álbum, a un dossier o a una pared de la misma gerencia del cine, como un trofeo que exhibir a los mejores clientes.
La fotografía está tomada desde la acera de enfrente para poder capturar por completo la fachada o, mejor dicho, la llamativa marquesina que cruza la imagen de izquierda a derecha y que anuncia con letras desparejadas una reposición de “La Atlántida, el paraíso perdido”. Aunque no existe ninguna película con ese nombre, por semejanza de título y fechas queremos asumir que se trata de un desganado péplum de ciencia-ficción que se tituló originalmente “Atlantis: The Lost Continent” o, en su versión española, “Atlántida, el continente perdido”. No es posible deducir por la fotografía si, para los rotuladores del Cine Bucareli, atrapados en la misma cintura de América, continente fue, en algún momento, igual a paraíso.
Sobre la marquesina, lo que promete ser una anodina fachada de hormigón continúa más allá de la fotografía. Años más tarde o películas de mayor presupuesto utilizarán esta fachada como soporte a grandes murales promocionales, primero pintados a mano, después impresos en grandes sábanas de papel. Bajo esta, tres grupos de personas coinciden por primera y única vez en sus vidas.
El primer grupo, junto a la pared de la izquierda, lo forman un niño de pantalones largos y camisa corta o camiseta y un conjunto de dos o tres personas desenfocadas que hacen cola en el vestíbulo, apenas distinguibles por sus chaquetas claras y cuya personalidad colectiva queda representada por un significativo codo apoyado en lo que intuimos que es la ventanilla de cobro. El niño de pantalones largos camina hacia alguien que también hace cola, su madre o el familiar que ha pagado su entrada, pero que no aparece en el cuadro. Camina hacia el interior con la cabeza alta y los hombros echados hacia atrás, retando al cine a mostrarle algo que él no sepa.
Un paso afuera, dos personas esperan con los brazos cruzados. Son todo lo jóvenes que pueden ser en una fotografía como esta. Ella mira a la cámara o al fotógrafo, con curiosidad o desconfianza, resignada a permanecer inmóvil, asumiendo que no va a cruzar una calle que, en ese momento, le parece un río de aguas bravas y que no va a decirle al fotógrafo que si piensa publicar la fotografía debería tener un permiso municipal o, por lo menos, preguntarle a ella, que no es que tenga ningún problema, pero podría tener sus reservas a aparecer en ese cine y a esa hora con la persona que le acompaña.
La fotografía es lejana y fugaz y, por tanto, no captura el movimiento de cuello y ojos del hombre, que alternan el fondo de la calle con la acera de enfrente, la del fotógrafo, midiendo espacios, tiempos y densidades de tráfico, ponderando motivación y oportunidad.
El tercer grupo lo conforman cuatro personas: tres hombres y una mujer a simple vista; padre, abuela y nietos, observando con más atención, o adulto, dos chicos y anciana, a secas, si nos ponemos demográficos.
En todos los casos, el grupo se encuentra en la calzada, a un metro escaso de la acera y cuatro o cinco de la taquilla, al otro extremo de la marquesina. La anciana lleva chaqueta clara y falda negra, aunque su andar voluntarioso no denota luto. Uno de los chicos la toma del codo en un gesto de ayuda en el que se desliza un ademán de impaciencia, de retraso vaticinado en algún momento por el adulto que dirige al grupo, que sabe (y ha advertido varias veces a gritos) que la sesión está a punto de empezar sin ellos y que el daño será irreparable. Todos, jóvenes y adultos, caminan tensos, mirando hacia delante, hacia la entrada de las salas, sin prestar atención al tráfico que puede estar a punto de aparecer desde el borde izquierdo de la fotografía.
El fotógrafo dispara aquí una vez y el carrete se acaba. Si la foto sale bien, estupendo, si no, tampoco pasará nada: bastará bajar desde la redacción paseando, no más de trescientos metros, y tomar otra en cualquier momento. Quizás haya otras letras en la marquesina y seguro que habrá otra gente esperando, pero el Cine Bucareli nunca dejará de estar allí.
Juanma Cuerda, noviembre de 2018
Fotografía: Archivo histórico El Universal
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