EL INVERNADERO, Autora: Concha Vallejo

 

 

A través de los jirones de sueño que aún colgaban de sus pestañas, Gabriel pudo leer los signos fluorescentes de su despertador que anunciaban las 6.45  del 19 de diciembre. “Hoy cumplo 26 años”, pensó y se sintió feliz. En la habitación  hacía frío y apenas entraba la claridad de las farolas de la calle por los cristales empañados de la ventana, así que el joven apretó el conmutador de la luz, se restregó los ojos ante el contraste luminoso, se envolvió en un albornoz granate y se dirigió al cuarto de baño para meterse bajo la ducha caliente, el método más rápido para entrar en calor.

Gabriel odiaba la oscuridad y el frío. Llevaba cuatro años en Madrid, adonde se había trasladado desde su Huelva natal en busca de trabajo en opinión de unos, y para alejarse de Carola según los otros. Había sido agricultor, pero como con ese oficio poco iba a encontrar en la capital, convirtió su afición al campo y al cultivo en modo de ganarse la vida y tras cursar un par de módulos de jardinería, entró a trabajar en un  vivero, en donde logró recuperar las ganas de vivir, mientras veía como el recuerdo de Carola se desvanecía entre las hileras de magnolios y de hibiscos. Allí estuvo tres años, despuntó en el oficio y por una serie de carambolas, le ofrecieron unirse al grupo que cuidaba del invernadero de la estación del AVE de Atocha, trabajo que no dudó en aceptar. Su abuelo materno había sido ferroviario y le había enseñado a amar y a respetar las estaciones y los trenes.

Después de la ducha y del arreglo personal, el joven puso al fuego una cafetera italiana y una buena rebanada de pan en el tostador, luego sacó de la mesilla de noche la cartilla de una caja de ahorros, la abrió para consultar su saldo, la colocó encima de la mesa y una gran sonrisa iluminó su cara. La cafetera reclamaba su atención, así que dejó la libreta verde abierta al alcance de la vista, se sirvió un gran tazón de café que cortó con un poco de leche, frotó el pan con ajo, lo roció de aceite y comenzó a desayunar. De vez en cuando, echaba una mirada a la cartilla y sus ojos brillaban de ilusión. Iba a ser un cumpleaños memorable, por fin podría comprarse una moto, corrientita, nada de una de gran cilindrada, ya había dado la señal y esta tarde iría a pagar el resto y a recogerla. “Aún me sobrarán unos euros para invitar a tomar algo a los amigos”, pensó y se frotó las manos.

––Mañana te llamo para felicitarte, hijo ––le había dicho ayer su madre––. El jueves por la tarde fui a la estafeta de correos para enviarte unos embutidos y una caja de bizcotelas y pestiños, que no te pueden faltar en tu cumpleaños. ¿Te han llegado ya? Pues te llegarán a la hora del almuerzo, a más tardar. Así comerás algo de provecho. A saber los comistrajos que harás tú por ahí.

––Pero, madre, no te molestes… Claro que me alegra el paquete, ya sabes lo que me gustan los dulces del pueblo, y más hechos por ti, pero no quiero darte trabajo ni que gastes dinero en el envió. Que sí, madre, que estoy muy bien, cuando vaya al pueblo en unos días verás que no he adelgazado, al revés, estoy un pelín más grueso. Madre, no seas pesada, aquí hay de todo y el dueño de la tasca en donde como a diario guisa estupendamente. Madre, escucha, ahora tengo que colgar que al jefe no le gusta que hable durante el horario de trabajo. Muchos besos a padre y al hermano.

––Vale, hijo, ya cuelgo, pero mañana te vuelvo a llamar para felicitarte.

Antes de salir de casa para ir a trabajar, Gabriel consultó el reloj. Eran las ocho y en su casa ya estarían todos levantados, así que conociendo a su madre, fue él quien llamó para que lo felicitasen. Descolgó su padre, luego habló con sus hermanos y finalmente le pasaron a su madre, que protestaba porque es la familia quien debe llamar y no el cumpleañero. Gabriel asentía de palabra, mientras pensaba lo contrario, que llamar él era  la única manera de evitar que ella lo interrumpiera en el trabajo.

––No, madre, aún no me ha llegado el paquete, no te preocupes, seguro que esta tarde. Adiós, madre, cuelgo, que me tengo que ir. En cuatro días estoy en el pueblo y os cuento muchas cosas. Besos para todos. ¡Ah!, y os voy a dar una sorpresa ––añadió, imaginándose la cara que pondría la familia al verlo llegar a lomos de su moto.

––¡Una sorpresa!, escucha marido, Gabriel dice que nos va a dar una sorpresa cuando venga al pueblo. Mira que si nos dice que se ha echado novia. Con las ganas que tengo de que lo cuide una buena chica y no malviva él solo en ese Madrid tan grande ––aún oyó Gabriel antes de que sonara el clic del aparato.

Le gustaba su trabajo, cuidar esas plantas tropicales, tan elegantes, tan esbeltas: el árbol del pan, las palmeras, los cocoteros, las plataneras, todas ellas formando una cúpula verde para albergar a otras especies de menor altura: yucas, aves del paraíso, costillas de Adán,  helechos, plantas del café, y otras tantas. Cada día aprendía algo nuevo; escuchaba atentamente los consejos de los jardineros más expertos y soñaba con regentar un día su propio vivero. El lugar era mágico. La antigua estación terminal de Atocha había sido habilitada en un vestíbulo jardín, en donde uno podía aislarse del ruido y de la contaminación de la gran urbe bajo el espacio acristalado que dejaba pasar la luz natural mientras la hubiera para después ser sustituida por otra artificial, casi idéntica.

Por eso había cogido la costumbre de ir a sentarse en uno de los numerosos bancos disponibles y allí permanecía largo rato contemplando el gran estante cubierto de nenúfares y otras plantas acuáticas. Un par de bancos más allá se sentaba una mujer mayor que no parecía europea y que de vez en cuando sacaba un pañuelo blanco de entre los pliegues de su túnica de colores para enjugar las lágrimas que asomaban a sus ojos. De tanto verla, Gabriel se encariñó con ella. Al llegar al estanque lo primero que hacía era buscarla con los ojos. Ella siempre estaba. Una tarde, a la señora se le cayó la gruesa chaqueta de lana que llevaba sobre la tela ligera del vestido y Gabriel se acercó a recogerla. A partir de ese día,  el jardinero y la dama mayor se hicieron amigos. Ella le contó en un español muy pobre que había venido de Senegal, siguiendo a su marido que murió al poco tiempo; desde entonces llevaba años malviviendo para ahorrar el  importe de un billete a su tierra en donde vivían sus tres hijas y sus hermanas; que todos los días venía al invernadero de la estación,  porque el calorcito, la atmósfera casi pegajosa, la vegetación, le recordaban a su pueblo y así se sentía menos sola.

El día 19 Gabriel acabó pronto el trabajo y fue a sentarse al lado de su amiga senegalesa, que aquel día parecía más vieja y más hundida. Al verlo, la anciana rompió a llorar.

––Mi hija pequeña mucho, mucho, enferma, sin medicinas morir pronto, yo no ver nunca, nunca, mira, mira no bastante dinero ––decía entre sollozos, mientras sacaba de la faldriquera un fajo de billetes arrugados que mostraba a Gabriel.         .

Gabriel sintió una emoción tan imperiosa que apenas pudo contener las lágrimas. Tomó las manos de la mujer con su mano derecha, reflexionó un momento y con la izquierda palpó la libreta que llevaba en el bolsillo de la sudadera.

Al día siguiente, el banco en donde se sentaba su amiga senegalesa estaba vacío.

Concha Vallejo

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