OXÍGENO, Autora: Carmen Lalinde Antón

 

 

Son las cuatro de la tarde.  Una buena hora para que piquen. El agua aún está tibia y el pez predispuesto a comer. Mario ajusta el arrastre y tira la caña. El mar se mueve espeso, como un monstruo adormilado. Una cuña de sol de invierno le apunta directamente, como si fuera un abrazo, calentando su piel morena. En esos momentos se considera un ser privilegiado. Pocas cosas le gustan más que la sensación de aguantar la tensión del sedal. Es algo fascinante notar los tirones en el otro extremo con la incertidumbre de no saber el tamaño real de la pieza que se revuelve bajo el agua.

La dorada también marisquea y devora las ostras del fondo. Ahí a su alcance lo tiene todo para ser feliz pero no… no se conforma. Es caprichosa. Se la imagina siguiendo el rastro del cebo hasta quedar atrapada. Hasta morir por él.

Mario vive en la torre del antiguo faro. Son apenas unos metros, pero suficientes para él solo. Apenas pasa nadie por allí. Se considera a sí mismo un viejo lobo de mar. Lleva una existencia austera y solitaria que no le disgusta. Sobre todo en días como ese.

Va recuperando el hilo centímetro a centímetro entre embestidas y gotas saladas que le cubren el rostro y le hacen pestañear. Es una lucha entre los dos que a uno le da vida y a la otra se la quita. “No parece demasiado justo, pero así es, amiga. Tengo las de ganar. ”

La dorada salta entre espuma que parece nieve en polvo y se retuerce, primero en el aire, y después a los pies de Mario. Le quedan unos minutos de oxígeno. Luego morirá y pasará de pez a pescado. Mario la coge con la mano y presiona suavemente entre el estómago y el pecho parando el batir de su aleta dorsal. Nota sus escamas húmedas y escurridizas. Quita la aguja hueca de esa boca de labios gruesos que se abren, parece que para pedir clemencia y observa con atención la línea de color dorado que discurre a la altura de sus ojos. De pronto Mario siente una especie de ahogo. No es capaz de respirar con normalidad. Los latidos de su corazón se disparan atronando en sus oídos y el sudor le cubre por completo. El pez permanece inmóvil en su mano. Mario aprieta un poco más y el pez vuelve a agitarse. Las branquias no aguantan. Los pulmones tampoco. Ambos se miran en medio de una asfixia lenta e implacable. A uno le falta oxígeno. Al otro, su exceso, le está matando.

Mario cae de rodillas en el espigón. Extiende su brazo y el pez cae al agua. Su cuerpo flota y el mar lo acuna.  Entre una especie de bruma alcanza a ver la figura inerte de la dorada sujeta al vaivén de las olas. Cierra los ojos y apoya la cabeza en su brazo estirado. Nota entonces una brisa que le despeina y que le alivia a la vez. Como si consiguiera elevar su sufrimiento y llevárselo lejos.

Mario comienza a moverse muy despacio. Despierta de un sopor que le mantiene confundido unos instantes a tiempo de ver cómo se sumerge el pez. Una estela aparece y desaparece ante él y Mario exhausto abandona el muelle. Al entrar en el faro todavía no acierta a comprender qué tipo de sueño acaba de vivir. Cierra la puerta y siente el frío de la piedra de su atalaya. Empieza a tiritar. No puede controlar los escalofríos que sacuden su cuerpo. Va al armario a coger una prenda de abrigo cuando retrocede bruscamente para volver a acercar su cara al espejo de encima del pequeño lavabo. Una línea dorada se perfila ahora en su frente llegando justo a la altura de sus ojos.

Carmen Lalinde Antón

 

 

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