ANA LUISA, Autor: Carlos Fernández-Barrutia

 

Había llegado sola, una mañana de domingo tan limpia como ella. La vi cruzar el puente de piedra con un bolso de lona muy envejecido en su mano derecha y una mochila de piel marrón a la espalda. Llevaba un sombrero beige con el ala corta en el que había ensartado unas margaritas silvestres. Andaba despacio, como si tuviera dudas sobre su camino. Su mirada ensimismada resbalaba sobre los bloques pulidos de granito de los pretiles del puente; desde la lejanía adiviné la tristeza en sus intensos ojos azules. De pronto se paró quedándose fija en el cartel que anunciaba el pueblo, vi como sus labios se movían, “Cabezuelos”, lo leyó por segunda vez  con detenimiento, “Cabezuelos”,  como si fuera algo conocido que estuviera recordando.

Cuando llegó a la calle Mayor nadie la estaba esperando. La iglesia todavía estaba cerrada esperando la misa de doce. Todo el pueblo parecía clausurado. Tan solo algunos viejos sentados en los bancos, mirándose los pies o charlando con las palomas. Se paró a su altura, los hombres, asombrados, levantaron la cabeza. Vieron una mujer joven, con una larga melena pelirroja y con el rostro y los brazos llenos de pecas, una extranjera del norte con la mirada del color del cielo. Las palomas echaron a volar hasta el tejado del granero, giraron y se volvieron para hablar con los viejos.

–Buenos días, ¿saben de una pensión? –dijo con una voz melosa de acento del sur.

¿Es usted canaria? –contestó el tío Matías, el más despierto del grupo.

–No, soy chilena, de Valparaíso. Mi padre es irlandés y mi madre hija de española.

–¿Y qué viene a hacer aquí?– dijo con un tono severo.

–No lo sé. Quizá a buscar recuerdos de familia. Mi abuela era de aquí, Felipa Suárez.

–¿La Felipa era su abuela?– exclamó el tío Matías. Como un resorte se levantó y atrevido, le dio un par de besos. Se dio un descanso y continuó– mi padre me contó que la cortejaba, que era la más guapa del pueblo, que se casó con el Serafín y que se fueron a hacer las Américas. Mi madre estuvo toda la vida celosa de la Felipa, no se podía hablar de ella en casa. ¿Cómo se llama usted?

–Ana Luisa, como mi madre –contestó. Fue entonces cuando las palomas le hicieron un vuelo de bienvenida y se alejaron en el horizonte.

Ana Luisa se vio rodeada por el resto de los hombres, todos le dieron un par de besos y uno a uno se fueron enamorando de ella. Del albaricoquero se fueron escapando sombras, eran  mirlos que salieron en busca de las palomas.

Al mes todos los hombres del pueblo estaban enloquecidos con ella, el calor de la primavera ayudó a levantar los sentimientos. Andrés y Rodrigo, dos hombres solteros metidos en los cuarenta, empezaron a disputar por la extranjera. Ella mantenía las distancias y repartía los galanteos. Andrés era un terrateniente, una de las fortunas del pueblo, con la nariz chata de un boxeador y el cabello rubio. Rodrigo era un trabajador del campo, con el pelo negro ensortijado y la mirada seductora.

En los corrillos de mujeres las malas lenguas se desataban, el veneno llenaba las conversaciones: “que si iba a crear problemas, que era una mujer de vida fácil, que no pisaba la iglesia, que vaya forma de ir vestida”. La advirtieron de que debería dejar el pueblo, pero ella, obstinada se negó. Contestó que tenía intención de abrir un bar, un lugar tranquilo donde la gente pudiera disfrutar de un rato apacible.

Las viejas pusieron el grito en el cielo y la taberna de Ana Luisa se llenó de hombres.

Ana Luisa y yo nos hicimos amigas. Una tarde, cuando hacía más de seis meses de su llegada al pueblo, al salir de mi trabajo en el ayuntamiento, me dirigí al bar. El viento era fuerte, las acacias y las palmeras se doblaban. Entré y ella estaba sola. Me invitó a sentarme y sin esperarlo se le rompieron las lágrimas. Me habló de la muerte de Félix. Este fue su relato:

Era una tarde ventosa, como la que tenemos hoy en Cabezuelos. Una de esas tardes en las que se anuncia un mal presagio. Chile estaba convulso con la muerte de Allende y la llegada de los militares al poder. De pronto golpearon la puerta del piso, el miedo no quiso que abriera y tres hombres armados vestidos de negro la derribaron y aparecieron en el reducido vestíbulo.

–Con usted no queremos nada, buscamos a Félix, su marido, apártese– dijo el más bajo, el que llevaba una perilla negra y parecía el jefe.

Yo me quedé quieta tapando la puerta de la sala. Les pedí la documentación, quería saber si eran policías. El más fuerte, que tenía un ojo marrón y otro verde me agarró del brazo y me tiró al suelo. “Señora, esta es nuestra documentación”. Fue a darme una patada, pero el bajito le frenó.

–Ramírez, no seas animal, con ella no tenemos nada.

Yo empecé a gritar y el tal Ramírez selló mi boca con un enorme pañuelo, luego me ató las manos y los pies. El jefe, al que llamaban comandante, dijo:

–Vamos, buscar a ese comunista y darle un escarmiento, pero no os paséis.

Habían transcurrido solo unos segundos cuando se escuchó un disparo y salieron corriendo. El tal Ramírez, dijo: “comandante, se me ha escapado la pistola”.

Supe al instante que Félix estaba muerto y que yo debería abandonar Chile, huir de aquel infierno. Nadie me había contado  que la felicidad y el dolor estaban tan cerca. Esto ocurrió hace casi tres años. Estuve unos meses en París y luego me vine a España, he recorrido varias ciudades y aquí estoy, en Cabezuelos, la tierra de mis antepasados, intentando olvidar algo que será imposible que se vaya de mi cabeza.

Me quedé turbada mirándola, sin saber de qué hablar. Ana Luisa me dijo que era mejor que no dijera nada.

Cuando en Cabezuelos el viento se calmó empezaron a aparecer los hombres en el bar, primero los mayores que pidieron sus vasos de vino.

A última hora entraron los más jóvenes. Allí estaban Andrés, el rico, el dueño de las mejores fincas y Rodrigo, el más guapo del pueblo, los dos pretendientes con las miradas afiladas como puñales. Las copas de alcohol duro se empezaron a suceder. Los dos se acercaron a empujones varias veces a la barra buscando a Ana Luisa. Pero ella no estaba ni para uno ni para otro.

Cuando anocheció el pueblo se inundó de ruido con los ladridos de los perros. El bar estaba lleno de gente joven. De pronto los perros se callaron, como si se hubieran muerto, también la taberna quedó enmudecida. Se escuchó un “hijo de puta”, que resonó golpeándose en todas las paredes del bar. Los dos contendientes, Andrés y Rodrigo, se engancharon, rodaron por el suelo y se oyó un inconfundible clic de una navaja. Ambos se levantaron y salieron corriendo a la calle. Otros muchos les siguieron.

Al rato se escuchó un tiro, un solo tiro como aquel que me contó Ana Luisa que sonó en Chile, un tiro de muerte. Ella me miró con cara de tener que huir. Yo le hice con la cabeza el gesto de la negación.

 

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