El Paraíso Azul vive lejos de sus mejores años. La guerra se ha llevado a los clientes. Las chicas están nerviosas: las tres mayores, Isabel, Rosa y Mimí, discuten a todas horas. Solo Caterina, la más joven, se mantiene en silencio.
De pronto suena con insistencia el timbre. Flora abre la puerta, se asoma a la calle y no ve más que sombras que se esconden. Se escucha a un hombre que grita, “los alemanes están cruzando el puente”. Con parsimonia, la madame de El Paraíso Azul, aspira el aroma de la primavera y cierra la puerta sin echar el cerrojo.
–¿Tienen dinero los alemanes? –pregunta Isabel sonriendo con los ojos.
–Yo con esos cerdos, no quiero saber nada –contesta Rosa, echando una bocanada de humo.
–¡Chicas, no quiero discusiones! Si llaman, serán bienvenidos. No están los tiempos para desperdiciar hombres –responde enérgica Flora, la madame, una mujer en los cuarenta, de carnes apretadas y respuestas rápidas.
Callan todas junto a la entrada, aguzando el oído. Durante varios minutos se oyen pasos de botas en formación. El sonido de los camiones y los carros de combate es firme y poderoso. Las caras de las cinco mujeres se acercan al miedo, solo Isabel se mantiene impasible. Caterina corre intranquila a esconderse detrás de la cortina marrón.
–Han pasado más de mil y vienen cargados de vestidos y de joyas para nosotras –comenta Isabel iniciando unos pasos de baile.
–¡Vaya estupidez! ¡En ti va a estar pensado esa gentuza! Además lo que puedan traer se lo habrán robado a los nuestros, yo no quiero nada –responde Rosa encendiendo otro cigarrillo.
–A mí me da lo mismo franceses que alemanes, yo solo espero a mi René. Cuando se acabe esta guerra, René me va a llevar a vivir a Marsella. Tiene un puesto de pescado en el Mercado Central –dice Mimí, como en un sueño, alejada de la discusión de sus compañeras.
–Chicas, si aparecen, los recibiremos con todos los honores. Esta semana solo tres varones han cruzado esa puerta y ninguno ha pagado el servicio. El médico porque es el médico y el cura y el alcalde porque tienen mucha cara. Total, ni un franco. No sé cuánto aguantaremos –hace una pausa y continúa– os quiero a todas frescas y dispuestas. Ahora a comer. Hay que tomar fuerzas.
Las paredes del local, pintadas hace años de azul celeste, están repletas de manchas oscuras y desconchones. La luz de las bombillas no es más que un filamento que languidece. La tela de los sofás está muy desgastada. En una repisa llena de polvo unas figuritas de porcelana de perros y caballos envejecen con El Paraíso Azul.
Se sientan en una mesa redonda con un mantel muy usado de flores rojas y verdes. Caterina, que ha salido de su escondite, aparece con una perola de lentejas y sirve en los platos. Todas comen con ansiedad.
– Caterina, guarda las que quedan, son para mañana –ordena Flora.
Caterina no habla, pero cada vez que escucha su nombre, sus mejillas se tiñen de rojo. Es una joven menuda de aparente fragilidad y con un aire ausente que realza su belleza.
–¡Estoy harta de las lentejas!, ¡llevamos cuatro días comiendo lo mismo! –protesta Rosa.
–Anda, quéjate. Ya verás el día que falten –le contesta la madame y prosigue– .Tenéis que vestiros con las mejores ropas, os quiero ver muy guapas.
Las cinco mujeres se engalanan como si fueran a recibir a las autoridades. Lucen trajes ajustados que han perdido parte de su colorido. Se adornan con collares, pendientes, pulseras y broches. Se pelean por ocupar los dos espejos ovalados para peinarse y maquillarse. Vuelan los lápices de labios y las sombras de ojos. Se empujan alteradas unas a otras, como si el timbre fuera a sonar en ese instante.
Pero lo que suenan son las bombas y las ametralladoras. El tiempo se frena de nuevo en El Paraíso Azul. Un aire agrio de quietud se adueña del salón. Las caras de las mujeres se apagan. Es la guerra que todo lo invade y lo reduce a la nada.
–Caterina, trae la baraja, vamos a echar una partida –ordena Flora intentando animar al grupo.
–Yo no quiero jugar –dice Mimí– voy a leer la última carta de René.
–Vamos Mimí, que es de hace dos meses y la lees todos los días. A saber dónde está tu pobre novio –contesta Isabel con un cigarrillo en la mano.
–Lo que tienes es envidia –responde Mimí con una lágrima asomando en la mejilla.
–Sí. Meterte todos los días en la cama con un señor que huele a pescado. No sabes la envidia que te tengo –insiste Isabel.
–Chicas, dejad de discutir. Vamos a jugar.
La tarde con la baraja transcurre lenta entre los ruidos de la refriega. A ratos se oyen gritos y órdenes en alemán. Pasan camiones y tanques. Las cartas terminan llenas de aburrimiento. Los vestidos se van arrugando, los maquillajes se desvanecen.
Mañana vendrán seguro. A descansar y dormir – asegura Flora pretendiendo dar ánimos.
Cabizbajas, como un ejército derrotado, se dirigen a sus habitaciones. Los gestos son de hastío.
El día empieza sin vacilar. A las nueve en punto de la mañana suenan varios timbrazos. Flora baja la escalera abrochándose la bata, le queda prieta, extrañamente la guerra le ha regalado algunos kilos.
Abre la puerta y como si fuera a entrar en combate, aparece una patrulla alemana: un cabo con cuatro soldados, con los uniformes de campaña y armados hasta los dientes. Todos son fuertes y rubios, salvo Otto que es moreno y muy delgado.
En un francés difícil de entender el cabo intenta explicarse– buenos días señora, solo tenemos treinta minutos, disponemos de dinero, muchos marcos.
–Caballero, yo no quiero marcos. Comida y alcohol, esa es la tarifa.
–Correcto señora. Esta tarde lo tendrá usted.
–Como falte a su palabra, lo buscaré. No sabe bien qué enemigo es madame Flora.
–Entendido, madame.
–Chicas, bajad deprisa. Aquí os esperan unos caballeros guapos y elegantes.
Bajan las cuatro despacio, la primera Isabel, muy sonriente. Después Mimí y Rosa discutiendo. Escondida detrás de ellas, con una mezcla de miedo y vergüenza, la joven Caterina. Todas en bata, despeinadas, poniendo en evidencia que acaban de salir de la cama.
Los soldados, unos jóvenes de poco más de veinte años, miran con curiosidad, algo asustados.
Cuando las mujeres llegan al salón, el cabo ordena– señoritas, en fila.
–Vamos caballero, esto no es una feria de ganado –contesta Flora con la boca curvada escondiendo media sonrisa. Luego dirigiéndose a las chicas, dice– elegid vosotras, que estos chicos están muy verdes. Yo me encargaré del cabo.
Isabel, Rosa y Mimí se emparejan sin dificultad y suben a las habitaciones.
–Venga Caterina, qué esperas. Te ha tocado Otto, este moreno tan atractivo – comenta entre risas Flora.
Los dos jóvenes suben la escalera sonrojados, mirándose de reojo. Flora y el cabo los observan divertidos, se sonríen y no dudan en imitar al resto de las parejas.
Solo quince minutos más tarde suena una potente sirena. Los cinco alemanes bajan la escalera corriendo, abotonándose las guerreras. Otto vuelve la cabeza buscando a Caterina.
Después descienden ellas, despacio, con cara de amargura. La promesa de la comida y el alcohol se ha esfumado.
Se escucha a Mimí– Frank me ha prometido que cuando acabe la guerra me llevará a Hamburgo, es carnicero. Ahora estoy muy confundida. No puedo olvidarme de mi René, pero Frank ha sido tan cariñoso que mi cuerpo se ha llenado de mariposas.
–Vamos Mimí, despierta. Has estado quince minutos con ese Frank ¡Qué rápida eres para cambiar el pescado por la carne!– comenta Isabel entre risas.
–Isabel, yo no sé decirme no a mí misma. Me encanta enamorarme. Es lo más bonito que le puede ocurrir a una mujer.
–Pero chica, ese amor es de mentira.
–Me da igual que no sea de verdad. Yo soy feliz así.
Las lentejas y la baraja aburren la comida y la tarde. Las caras son de abatimiento.
Alguien llama a la puerta. Es el soldado Otto con un Jeep cargado de comida. Cajas de frutas y verduras, latas de salchichas y de carne, paquetes de arroz y de pasta, café y varias botellas de vino del Rin ocupan el salón.
Las caras de las mujeres rebosan alegría. Isabel y Rosa llenan el frutero de manzanas, peras, uvas y una enorme sandía que cortan en rodajas. Flora feliz da órdenes para la cena. Mimí está en los fogones. Con los preparativos no echan en falta a Caterina. La buscan con cara de preocupación, después con incredulidad. Empiezan a entender. Hablan de ella permaneciendo en silencio.
En la calle suenan ráfagas de ametralladora, después un estallido. Una mujer y un soldado alemán tirados en el asfalto, rodeados de sangre. Caterina tiene la cara al viento, los ojos como ranuras brillantes. Otto a su lado parece que quería inventarse una sonrisa.