Lydia se encontraba dormidita cuando pasaron la cena. El auxiliar de vuelo no ha querido despertarla, pero tampoco dejarla de perdida y le pregunta si quiere tomar algo.
—Un batido de chocolate, por favor.
—A poco te puedo traer un sándwich —dice él.
—Gracias, con el batido de chocolate está bueno.
Lydia calcula que ha dormido muchas horas sobre el océano Atlántico, ocho, siete…
Con un pitido se enciende la luz del cinturón. Tras ajustárselo, intenta conversar con el pasajero de al lado.
—Hay turbulencias.
—Perdona, hija, estoy platicando con Dios.
Como Lydia se muestra perpleja, el hombre aclara:
—Rezar, estoy rezando.
Los baches aéreos toman el ritmo del Boeing o el Boeing toma el ritmo de los vaivenes; en cualquier caso, empieza para ella la danza del pánico. Lydia procura pensar en otra cosa. Le acuden a la mente sus últimos movimientos con abuela Josefa. Esta, tras porfiar con los agentes de aduanas, había escoltado a Lydia hasta la misma puerta de embarque. Por otro lado, su hermano Roberto tenía una prueba de violín por la mañana. Ella le escuchó practicar durante la noche. Mientras tomaba el desayuno, Roberto apareció para despedirse y recordarle que no olvidase el regalo para la prima Sonia. Había que sorprender a Sonia, en Madrid no se conseguirían piezas de tal calidad y pureza.
Las turbulencias cesan. El indicador del cinturón se apaga. Quizás Lydia ha exagerado la situación, pero le ha servido el recordar a sus seres queridos.
Su vecino el orante mantiene los ojos cerrados. Desde que Lydia visitara un taller de imaginería católica, tiene enfrentadas la razón y la fe. De cualquier modo, pretende ser respetuosa. Va a agradecerle al sacerdote, cuando abra los ojos, el haber rezado, pues sus oraciones habrán cubierto a todo el pasaje, incluida ella.
Llega el auxiliar de vuelo con un batido de vainilla; no quedaban de chocolate y se disculpa por ello.
Al rato, el mismo tripulante de cabina de pasajeros regresa haciendo comprobaciones. Al estirar un brazo para cerrar un portaequipajes, se le descubre una mancha de sudor cual mapa de México en el sobaco de la camisa beis.
Cuando llega a la bandeja de Lydia, el TCP recoge el envase del batido.
«Un silencio aromático», se dice ella mientras lo ve alejarse por el pasillo.
Luego piensa en los familiares que la esperan: su prima Sonia y sus tíos que la aguardan en el aeropuerto, en plena pista de aterrizaje con chalecos reflectantes haciendo señales luminosas al avión, indicando el hangar sin tabiques del subconsciente. Lydia ha caído en un sueño donde a continuación sus tíos la retienen en la aduana a causa del chivatazo de abuela Josefa. Le registran el equipaje, buscan el regalo de su hermano y de ella para la prima Sonia.
Es despertada por el impacto del tren de aterrizaje; presiona con los pies el suelo enmoquetado.
Su prima y sus tíos se estorban al abrazarla y todos quieren coger su maleta y mientras le preguntan por el viaje, por Roberto, por la abuela, la arrastran hasta el taxi que los traslada a la residencia campestre, al norte de Madrid.
Luego de dejar sus cosas en la habitación, Lydia baja con Sonia al jardín. Pasan a una senda de grava, que se extiende entre los setos recortados. Desembocan en una glorieta donde surgen dos columpios, tristes en la tarde desapacible.
Nada más sentarse, se retan a ver quién llega más alto. Se columpian estirando y encogiendo las piernas como gimnastas sincronizadas. Se toman de la mano y saltan con todo el impulso de la fuerza centrífuga. Terminan tiradas por el suelo entre carcajadas.
En el salón, los adultos les han dejado la estufa encendida. Fuera cae, poco a poco, la nieve, rosada ante el atardecer.
—Toma, un regalo —dice Lydia— de parte de Roberto y mía.
—¡Gracias! Vaya envoltorio tan prieto. Oye, ¿por qué no viene tu hermano?
—Un doctor dice que es incapaz de tomar un avión.
—¿Y tú, no tienes miedo?
—Tengo un método; la noche previa la paso en vela, así voy dormida durante casi todo el trayecto.
—¿Y cómo ha ido esta vez?
—Hubo turbulencias y pasé temor, pero había un aeromozo que en cierto modo me protegía.
—Los españoles decimos azafato.
Lydia se esfuerza entonces por traer a su memoria el rostro del TCP, e intuye que con el tiempo solo permanecerá, como relieve en el recuerdo, la fragancia de su transpiración masculina.
—¿Qué vas a estudiar al año que viene? —le pregunta Sonia, ya con el regalo desenvuelto.
—… Bellas Artes, para ser escultora.
—Yo quiero hacer Filología —dice su prima, mientras se cuelga unos pendientes de ámbar engastados en plata con forma de lágrima.
—¿Te gustan? —pregunta Lydia.
Sonia se aquieta en una sonrisa; las lágrimas penden: inmóviles.
(Imagen de la cabecera: “La mesa”, escultura en yeso dorado, Giacometti)