LA VISITA DE LA MUJER TUERTA, Autora: Silvia Sánchez Muñoz

                                                             

Las manos que me agarran y me sacan de los arrecifes son firmes y rugosas. Me ponen sobre la barca cubriéndome con una manta que huele a pescado podrido. No distingo sus rostros a contraluz. Murmuran y dan vueltas alrededor antes de volver a cerrar los ojos. Durante días solo duermo. Postrada en un catre bajo una minúscula ventana, escucho el eco de pasos sobre la madera, conversaciones quedas, y a lo lejos, el sonido benévolo de las olas. A menudo, la Madre entra con sigilo en la habitación. Me habla mientras coloca con ternura trapos mojados sobre mi frente. Sus palabras alejan los delirios —esos en los que a menudo resuena tu nombre—, y lava mi ojo occiso con cuidado. Lo único que logro ver a través de él es una espesura de un pálido negro-rojizo.

Junto a las letras de tu nombre, aún resuenan las voces de la tripulación antes de que La Dama Gris encallara en los arrecifes poco antes del anochecer: «Tranquilícense, bancos de arena, son solo bancos de arena», decían con tono sereno durante los primeros minutos. ¿Cómo pudo hundirse? ¿Cómo se tragó el mar esa bestia de madera en apenas dos horas? Nadie lo habría esperado, nadie que la hubiera visto deslizarse sobre las aguas cuando partimos del puerto de Nápoles con destino a Valencia y Río de Janeiro, habría creído que el castillo de popa terminaría por partirse, precipitando el navío al fondo del mar. En los duérmelas, también me persigue el brillo opaco e inequívoco de las miradas derrotadas cuando el agua empezó a entrar a raudales y sabíamos lo que iba a pasar; los rostros de las madres antes de tirarse al mar con sus propios hijos; las tretas para sobrevivir en los pocos botes que tuvieron tiempo de echar al mar, tanto tienes, tanto vales. Rezos. Lamentos. Y los gritos desesperados de aquellos pasajeros que, en su infortunio, cayeron en el agua derramada por las calderas al explotar. Salté de la cubierta ya inclinada cuando no quedaba más tiempo, antes de que el castillo de popa se partiera y se abriera en canal. El agua helada me cortó la respiración, logré salir a flote y nadé, nadé sin apenas oxígeno, ahogándome en mi propia angustia, apartando docenas de manos desesperadas que intentaban asirse a cualquier cosa para sobrevivir, hasta que en mi desesperación por alejarme de la succión que vendría cuando el mar se tragara la nave, me golpeé el ojo con un trozo de madera punzante que flotaba en el agua a merced de las olas. En ese momento, no sentí dolor, me agarré a ella como a un saliente de piedra al borde de un precipicio.

Al amanecer, la sal me mordía la piel. El mar mecía cientos de cuerpos silenciosos, y entre ellos, trozos desmembrados de La Dama Gris. Sombras de diferentes tamaños se acercaban bajo el agua. Agotada, mi consciencia se debatía entre no volverme loca por la sed o por el dolor que soportaba en el ojo, como si millares de agujas me pincharan la córnea sin descanso. Concentré las pocas fuerzas que me quedaban en mantenerme sujeta al trozo de madera, hasta que oí el murmullo de unos remos acercándose. 

Me he acostumbrado a su presencia, y ellos a mi silencio. La que más tiempo pasa a mi lado es la Hija. A menudo, me mira de esa manera con la que las niñas quieren atrapar la belleza de las mujeres jóvenes. De ese modo ha elegido admirarme. No se despegó de la cama durante las semanas en las que más débil estuve, cuando el ojo era una llama de fuego y la fiebre no remitía. Me daba de comer los guisos de la Madre con la paciencia de una mujer adulta. Ese estado de no-vida, aletargada aún por el vaivén de las olas entre las que seguía imaginando estar, me alejaba del sueño quebradizo y circundante que habíamos sido, de ese océano de locura que significó tu ausencia aquella mañana de sol en la Piazza Garibaldi.

Ahora que ya voy siendo capaz de mandar sobre mis propias piernas tras semanas tumbadas en la cama, la Hija me lleva a pasear junto al mar. Me apoyo en sus pequeños hombros, y cuando llegamos a la orilla, nos sentamos en una manta vieja y dejamos pasar las horas. En voz alta, lee historias de un antiguo libro sobre mitología griega. A veces las elige ella, y otras veces, le señalo con el dedo cuál quiero escuchar. A menudo quiere saber cosas sobre mí, a pesar de que sabe que no voy a responder a sus preguntas. Hoy me ha dicho que no quiere que me vaya. Después me ha preguntado qué historia quería que leyera, y yo he señalado la de Némesis y su huevo de oca. Su voz infantil se intercalaba con el susurro monótono de las olas lamiendo nuestros pies.

En los últimos días, el dolor en el ojo ha remitido. La espesura de color negro-rojizo ha ido tornándose en un fogonazo de luz blanca. La Madre me ha aliviado ese destello molesto con un parche de piel de cabra de color marrón que compró en el mercado. Me lo dio ayer, envuelto en un pañuelo de color azul con flores blancas. La Hija me ha recogido el pelo con un trozo de cuerda, y tarareando una canción en el dialecto de la isla, me lo ha atado en la cabeza,  colocándolo con cuidado sobre el ojo. A partir de ahora tendré que acostumbrarme a mirar la realidad desde un solo lado. El otro, tendré que imaginarlo. Creo que eso me hará elevar el mentón y torcer la cabeza. Algunos pensarán que será altivez. ¡Qué mujer tan soberbia!, dirán.

Desde que me sacó de los arrecifes con la ayuda del Padre, el Hijo me mira con cautela. Cuando estamos todos juntos en la mesa, mide de reojo cada uno de mis gestos y recibe con expresión hosca las palabras que su Madre me dirige para complacerme. Con la Hija apenas habla, es como si no existiera el uno para el otro. Al terminar, se sienta en un sillón mullido y talla figuras de madera con un pequeño punzón. Por su expresión, no le gusta que lo mire cuando lo hace. La Madre insiste para que me quede a su lado, junto al fuego. Las manos silenciosas y tensas del Hijo sigue tallando sin levantar la cabeza; las volutas, iluminadas por el reflejo anaranjado de la lumbre crepitando, caen al suelo y a él parece no importarle mucho. Respondo que aún estoy débil y que prefiero estar tumbada. Me levanto y me retiro a mi habitación, sintiendo la mirada del Hijo sobre mi espalda. Le sorprendería saber que soy yo la que no soporta ver lo que hace. La memoria a menudo es cruel e indomable con el presente. En cierto modo, me incomoda estar en medio del mapa vital que conforma la familia. Resido dentro de una geografía humana que entretejen sin descanso, fácil de seguir, cada uno en su papel, a veces atentos a mi presencia, otras, ajenos. Salto los hilos, cruzo fronteras sin nombre, guiándome por los propios límites que ellos han marcado o por mis propios instintos.

A menudo, el Padre y el Hijo discuten sobre sus pequeñas embarcaciones, los costes de la madera, de los encargos, de los turnos de otros trabajadores, de baos, cuadernas, sobrequillas y varengas. Es un diálogo entre hombres, y cuando los oigo hablar, algo se encoge dentro de mí. El Hijo cuestiona las ideas del padre, las pone del revés, a veces se pierde en sus propios argumentos, convencido de conocer mejor el elemento. La Madre nunca se entromete, en esos momentos parece sumida en sus propios monólogos internos. La Hija les pregunta, pero nadie la responde. Yo los escucho hablar como si nada entendiese, como la Madre y La Hija, sabiendo que no nos va a dar la oportunidad de decir nada. Hasta el día que discuten sobre una embarcación de doble casco con una longitud de eslora que nunca antes han trabajado. No puedo resistirme ante los cálculos erróneos del hijo:   

—El problema está en la madera que usáis —le interrumpo—, deberíais utilizar la de teca en lugar de la de abeto. Os dará más flexibilidad, mayor engranaje.

Me miran con los ojos bien abiertos, como si mis palabras hubieran propinado un golpe en la mesa. Hasta la Madre ha dejado los cubiertos sobre el plato y escucha bien atenta, sorprendida de oír mi voz por primera vez.                                                                                                                                                                        

—¿Y tú como sabes eso? —me pregunta el Hijo con los ojos bien abiertos.

—En Nápoles mi padre trabajó en el astillero. Desde niña, le oí hablar de la madera hasta el día que murió —respondo.

El Padre me pregunta por el nombre de mi padre. Se lo digo levantando el mentón y mirándole de lado.

Unos días después, la Madre y yo andamos pelando patatas en la cocina. La luz de la mañana ilumina las paredes con un haz blanco, todopoderoso. El mar susurra a lo lejos. Padre e Hijo están en el astillero, y la Hija, en la escuela. Me pregunta por mi vida en Nápoles. Algo se abre dentro de mí, y sin poder parar, le hablo del astillero, de cómo fui la única niña entre hombres cuando empecé a trabajar la madera como uno más, no quería hacer otra cosa que estar en contacto con ella, junto a mi padre, mano a mano. Él me lo permitía a pesar de las miradas hoscas y ásperas de los demás trabajadores. Era un hombre intuitivo, supo que estaba hecha para la materia, como él. Así que trabajé sin descanso, viví adherida a sus diferentes texturas, a las líneas, los patrones y biseles, día tras día, hasta que empezaron a considerarme algo más que la hija de Guido. También le cuento mi aprendizaje años más tarde en la escuela de Venecia y mi retorno a Nápoles durante la enfermedad de mi padre. De los desvelos. De sus pérdidas de memoria. De la parte de mi vida que se llevó su muerte.

Y de cómo apareciste tiempo después, como un destello que también me cegaría.

Me pregunta tu nombre. Se lo digo. La Madre lo repite, como si quisiera adivinar algo en el orden —o desorden—, de tus letras. Luego me pregunta por el precio de mi amor por ti. No sé responder. ¿Un ojo tuerto?, le digo pasados unos segundos. Ambas nos echamos a reír. Entonces le hablo de vuestro matrimonio, de que yo haya terminado formando parte de algo tan manido como un cliché, la Otra, responde la Madre, y volvemos a reír, aunque esta vez algo se me encoge dentro. Entonces le hablo de la Piazza Garibaldi, de la vida que nos engañamos con llevar al otro lado del océano.

—¿Sabe que has sobrevivido?

Le respondo que no lo sé, es curioso que no lo haya pensado. No sé si piensas que estoy muerta.

—¿Y te importa que no lo sepa?

Me sorprende no saber la respuesta. Intento mondar una de las patatas que cojo del baño de una sola vez, sin romper la piel, apartando una mosca que revolotea alrededor. A lo lejos el mar ruge.

La luz de la isla lo llena todo. Imperiosa, exacerbada, dialogante. Tonos azules señalan los contornos que la delimitan, como reflejos circundantes del mar que la mece, que la abraza en su quietud. En ella el tiempo se doblega, se expande, se dilatan las esperas, el paso de las horas, y la llegada del descanso ante tanta voluptuosidad. A veces su belleza hiere. Cuando la niña está en la escuela, aprovecho para respirar libremente entre los caminos poco transitados de la isla. Estos días pienso en la pregunta que me hizo la Madre, en cómo aceptar que alguien a quien amas no sabe si estás viva o muerta. A menudo, me viene el recuerdo de aquel día, cuando todos los pasajeros se encontraban a bordo de La Dama Gris poco antes de que levaran anclas, ese instante, en el que apoyada en la barra de cubierta, tuve la certeza de que no vendrías.

Durante mis paseos, hay días en los que intuyo la presencia del Hijo, la sombra de su perfil parece doblegarse entre las piedras que pueblan la isla. Lo dejo estar. Ahora que sabe lo que soy, he cobrado una importancia que intuyo aún no sabe cómo aceptar o medir. No me importa su presencia, me reconforta. En casa, cuando estamos en la mesa, no ha vuelto a discutir con su padre, come en silencio, y al acabar, se retira a su sillón y talla la madera sin levantar la cabeza.

Es muy joven. Más de lo que él querría.

Un día, estando la madre y yo en la cocina, vino y sin decir nada me alargó un papel garabateado y un lápiz mordido. Sobre los trazados de una embarcación torpemente dibujada en el papel, taché unos números y debajo de ellos, escribí otras medidas, unas breves indicaciones y se lo devolví. Se me quedó mirando unos instantes, le dijo algo a la madre que no llegué a entender, se dio la vuelta y se fue.

—Mi hijo es muy orgulloso —dijo la madre—, no sabe cómo pedir ayuda.

Esa misma noche hablé con el Padre. Me escuchó sin interrumpirme. Aceptó lo que le sugerí, sin preguntar nada más.

Los primeros días en el astillero han sido como volver a reencontrar un cuerpo al que se deseó en un tiempo pasado y del que no se ha sabido medir el hueco de la ausencia. No había vuelto a sentir la madera bajo mis manos desde que mi padre murió. Durante los ratos que estoy con ellos en su modesto taller, el Hijo observa cómo dibujo, sierro, modelo o cepillo la madera. A veces me pregunta, lo hace sin mirarme a los ojos, son sus manos las que escuchan —toscas, agrietadas, fuertes, manos casi de hombre—, las que siguen mis direcciones. El Padre nos mira trabajar. Parece conforme. A veces, cuestiona mis explicaciones. A ratos, deja su tarea, se coloca a mi lado y me mira con el ceño fruncido. Otras veces soy yo la que lo hace, la que sigue consejos, cálculos, el proceder distinto con la materia.

Estos días siento que la isla es un vientre enorme que palpita.

Intuyo de manera obsesiva la presencia de Nápoles más allá del horizonte, como si alargara sus brazos y quisiera atraparme por el pescuezo. En la quietud de la isla, hay días en los que me asaltan sus olores, las voces de la gente y su luz, distinta a la de aquí, con brillos más crueles e incisivos.

—Te equivocas —me dice la Madre cuando se lo cuento—, no es la ciudad. Tienes que averiguar qué pasa.

A veces me sigue sorprendiendo la dulzura de sus gestos en contraste con sus argumentos afilados.

—¿Qué pasa con qué?

Estamos sentadas en la puerta de la casa. Los rayos del sol barren el mar con destellos tímidos. Pronto se hará de noche. La Madre cose unas ropas del Hijo y yo tallo figuras sin formas en trozos sobrantes de madera.

—Cuando sepa que has sobrevivido. Sabía que ibas en ese barco y el barco se hundió. No sé cuántas personas más pudieron salvarse aparte de ti, pero apuesto a que no fueron muchas. Pensará que has muerto.

—No cambiará nada.

—Cambiarán muchas cosas. Pero tienes que saber qué va a pasar dentro de ti cuando sepa que estás viva. Hasta ahora, en esta isla, con nosotros, estás en tierra de nadie, a salvo de todo. Pero en el fondo te estás escondiendo. Si piensas quedarte aquí, debes volver allí.

Guardamos silencio. La Madre empieza a cantar una vieja canción en el dialecto de la isla mientras recoge las prendas de ropa y la caja de hilos. Yo sigo tallando hasta que la oscuridad no me deja ver los perfiles de mis propios dedos.

El Hijo y el Padre me llevan al embarcadero del pueblo en una vieja barca recién pintada. No hablamos durante el trayecto. Cuando llegamos, salto al embarcadero, me doy la vuelta y me despido de ellos. El Padre me alarga un viejo bolso de la Madre, me mira largamente y sin sonreír, dice:

—Siempre habrá trabajo en el astillero.

De espaldas a nosotros, el Hijo prepara los cabos para volver mar adentro. Al rato, desaparecen detrás de unos arrecifes. Me preparo, junto con otros vecinos de la isla, para subir a la cubierta de la barcaza que nos llevará a Nápoles. Cojo el bolso, rebusco en su interior y encuentro un trozo de madera con forma de oca y un pequeño punzón.

Mi llegada a Nápoles es discreta. Siento como si hubiera pasado mucho más tiempo desde mi marcha. En cierto modo me molesta que todo siga igual: los barcos pesados llegando a puerto, la luz inundando las callejuelas, mujeres colgando o recogiendo la ropa con sus anchos brazos, cacareando unas con otras desde sus ventanas; al unísono, la cháchara incesante de sus maridos en la calle, que vende, ofrece, apuesta, engaña, encandila con la coreografía de sus gestos.

Algunas miradas interrogantes se clavan en mi parche cuando paseo por San Ferdinando, no sé qué será lo que inspiro. Pronto estoy delante de una pensión que parece adecuada. Prefiero que sea así, en lugar de tener que visitar a viejos amigos y revivir recuerdos. Sienta bien ser anónima en tu propia ciudad. Al anochecer, tras haber descansado unas horas, salgo y respiro la brisa cercana al puerto. Quiero recolocarme entre sus calles, acariciar las esquinas, sentir que el olor de Nápoles vuelve a adherirse a mi piel. Evito algunas travesías mal iluminadas donde rulan objetos de contrabando de mano en mano, e ignoro miradas que desean algo más que rascar los bolsillos. Me ven como a una extranjera. De manera instintiva, me dirijo a Avvocata, ando entre sus calles por instinto, hasta que me acomodo en el cruce de una plaza. Varios perros rebuscan entre la basura, husmeando los restos del día. Observo la fachada iluminada de tu casa. Lo hago como un ladrón antes de acometer un robo. Me siento poderosa. Vuelvo a la pensión y con el arrullo de la ciudad bajo la ventana, consigo dormitar unas horas hasta el día siguiente.                   

Tus rutinas son fáciles de recordar. ¿Cómo no hacerlo? Intuyo que seguirás igual, no debes haber cambiado mucho. Por eso voy al restaurante donde solías ir cada viernes, Il Corso. Visitabas aquel lugar para reunirte con lo más elegante y sofisticado de Nápoles, la misma gente que a menudo criticabas. Cuando entro, un camarero me pregunta si tengo reserva. Le pregunto si has llegado, pronunciando tu largo apellido con lentitud, como una contraseña cifrada. El camarero duda por momentos, le insisto y le digo que ambos me esperáis. Me hace pasar. Me dirijo hacia las ventanas, donde solías sentarte. La gente se fija en mis pantalones anchos de carpintero, y su ávida curiosidad pretende atravesar la piel del parche. Allí estás. Con Andrei. Meto la mano en uno de los bolsillos de los pantalones, sintiendo el suave tacto del punzón. Me acerco hacia donde os encontráis, y sin decir nada, lo saco y lo clavo en la mesa, cerca de tu plato. Pegas un respingo, a punto has estado de gritar. Me miras como a un fantasma.

—¡Mariella! —exclama tu marido.

—¡Andrei! —le saludo, como siempre me pedías, sé amable con él, decías, incluso en momentos en los que todavía tenía el sabor de tu sexo en mi boca.

—Pero… pensábamos que… pensamos que no habías sobrevivido. 

Siempre fue amable. En cambio, tú no dices nada, agarras la servilleta y la retuerces con una mano y te tapas la boca. No sé qué parte de la historia sabe, pero apuesto a que nunca le contaste que también podrías haber estado a bordo de La Dama Gris, que estuviste a punto de … ¿A quién de los dos engañaste más?

—Ya ves que sí—respondo.

Por fin reaccionas cuando dices:

—Estabas en la lista de pasajeros —titubeas—, dijeron que nadie sobrevivió, que todos se ahogaron. ¡Te busqué! —dudas unos instantes—, te buscamos.

Tus ojos verdes son implacables, llenos de un rencor lejano. Te levantas, dejas la servilleta sobre la mesa y agarrándote el vestido, te largas portando el orgullo que te caracteriza.

—¡Carla! ¿Dónde vas? —exclama Andrei—, pero Mariella, siéntate, por favor. Discúlpala, no hay manera con ella. Siéntate y cuéntame. ¿Por qué te fuiste sin despedirte? ¡Camarero, por favor, otro cubierto! ¿Tienes hambre? Dime, Mariella, ¿cómo sobreviviste? Pero, ¿qué te ha pasado en el ojo? ¿Y esas ropas que llevas? ¡Camarero!

—Andrei, no puedo. No voy a quedarme.

—¡Mariell! ¡No puedes dejarme así, sin contarme nada!

Salgo del salón por la puerta que comunica con el patio de verano. Te encuentro en la balaustrada del amplio descansillo. De espaldas a la escalera, miras el perfil de la ciudad. Personas de semblantes despreocupados bajan, suben, hablan, ríen, cuchichean, portando con gestos elegantes copas llenas de champán. Cojo dos copas de una bandeja que porta un camarero con maestría funambulesca y me acerco a ti. Aceptas la copa sin mirarme y le das un buen trago. Tienes la vista fija en el horizonte inerme de la ciudad. Miro tus manos elegantes, finas, de una blancura que hace que me avergüence de las mías. Procuro mantenerlas dentro de los bolsillos.

—Hueles a pescado podrido.

Callo.

—¿Por qué has vuelto?

—Porque quería comprobar que era justo eso lo que ibas a preguntarme. Y aún sabiéndolo, no tenía otra opción.

—Siempre hay más opciones.

—No lo creo.

—Lloré tu muerte —callas unos segundos—. Más tiempo del que hubiera deseado.

Risas. Copas entrechocando entre sí. Pasos alegres en la escalera. Conversaciones frívolas. La voz de Andrei, insistente, llamándonos desde una ventana. Vuelves a dar otro trago y apoyas la copa en el borde de la balaustrada. Después la empujas con el dedo índice hacia el borde, hasta que cae al vacío. El sonido del cristal haciéndose añicos en el suelo llena nuestro silencio. Un hombre se acerca a la barandilla y, algo borracho, llama a gritos a una mujer que anda descalza en el jardín del patio con los zapatos en la mano. Risas. Copas entrechocando entre sí. Pasos alegres en la escalera. Conversaciones frívolas y Andrei que no calla.

—¿Se puede saber dónde has estado todo este tiempo?

—En una isla —respondo.

—¿Cómo lograste sobrevivir?

—Digamos que me golpeé el ojo con un trozo de madera que también me salvó de morir ahogada.

—¡Pareces un pirata! ¡Un pirata maldito y bello!

Sonrío de manera agridulce, con la certeza efímera de volver a sentir nuestra intimidad.

—¿Por qué no fuiste a…?

—¡Oh, dios, Mariella! ¡No me hagas esa pregunta! ¡Sigues siendo una ingenua! ¿Realmente pensaste que podría largarme así? ¿Que iba a abandonar mi vida aquí para, para… ? ¿Que todo iba a funcionar al otro lado del mundo?

Te miro y siento tu belleza lejana, de una efervescencia hiriente.

—¡Mírala! —dices— ¡Esta ciudad se hunde en sus miserias! ¡Maldita sea! ¿Por qué has vuelto?

Desde la ventana del restaurante, Andrei sigue empeñado en que comamos juntos. Ahora sé que es el momento, antes de que vuelvas a decir nada más. Dejo la copa en el suelo, me doy la vuelta, bajo la escalera y cruzo el jardín sorteando a la mujer descalza que baila con los zapatos en la mano.

Una luz ambarina tiñe los contornos de la costa. Atardece. Garzas, ánades y cormoranes sobrevuelan los perfiles de los arrecifes. La suave brisa agita de manera caprichosa la vela de la barcaza, impulsándola hacia proa. Desde mar adentro, me sorprende ver que los escorzos de la isla tienen el perfil de una mujer deforme con un brazo estirado, como si clamase al cielo.

—Mañana habrá tormenta —dice el marinero a mis espaldas antes de girar la embarcación a babor—. Prepárese, pronto estaremos en tierra.

Silvia Sánchez Muñoz

Relato publicado en la Antología Garras de Astracán (Ediciones Torremozas, 2020).

(La imagen de cabecera es de Megan Ahsley Coffman)


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