Últimamente es habitual que, a través del tabique de mi apartamento, oiga golpear los gritos de él y replegarse las protestas de ella. Yo me quedo entonces en silencio con la oreja pegada a su disputa y aunque en realidad nunca sé exactamente qué está pasando al otro lado, cuando por fin la pared enmudece y vuelve la calma a mi casa, continúo tranquilamente con mis ocupaciones.
Si alguna vez nos cruzamos en la escalera, me asalta la sensación incómoda de complicidad, como si el hombre tuviera la seguridad de mantener su secreto a salvo conmigo; incluso él mismo parece confirmar esta percepción mía al saludarme con efusividad, con exceso de confianza, y hasta con inequívoca picardía cuando se atreve a guiñarme un ojo mientras me sonríe, pero al separarme de ellos, como cuando prevenidos nos alejamos de una tormenta que probablemente descargará lejos de nosotros, me desprendo también de esta molesta impresión y poco a poco se va diluyendo entre mis pasos que transcurren por otros caminos. Y pienso, mientras me alejo, que seguramente la mujer se haga oír a través de varios tabiques, o mejor incluso, por medio de alguna ventana, y entonces, la tranquilidad vuelve a mi ánimo, y de nuevo se agarran a mis manos mis quehaceres cotidianos. A veces, me los encuentro por la calle, él suele ir delante, ella, muy cerca, detrás, con gafas oscuras casi siempre. Rara vez los veo cogidos de la mano, y cuando esto sucede, la mujer actúa de un modo que me confunde y que no sabría precisar: alza un poco la barbilla y girando los ojos hacia el hombre, esboza una sonrisa que me atrevería a calificar de complaciente mientras se arrima más a él.
Desde que hace más de una semana me sobresaltara su última discusión, todos los días me asomo al patio interior y miro el cordel donde tienden la ropa con la esperanza de ver alguna prenda femenina intentando volar. Como en estos días de lluvia tampoco he visto ropa de él, he decidido no preocuparme más, igual que si tuviera que pasar un examen para el que apenas se me exigiese un conocimiento elemental de la materia.
Hoy, que el rugido del viento se ha metido con fuerza hasta el patio, unos pantalones de hombre patean con furia desde el cordel y los puños huecos de las camisas masculinas parecen golpear la estela de las prendas ausentes de ella.
Al cruzarme con el hombre en la escalera, ensayo mentalmente un tono de naturalidad y le pregunto por la mujer. La sensación incómoda vuelve cuando me contesta que se ha ido a pasar una temporada a su país. La inquietud me detiene un instante, luego me apresuro a bajar los escalones para no llegar tarde a mi cita.
Celestina Espejo González