Cuando nació a todos nos pareció perfecto. Era perfecto. Vino familia de lejos y todos coincidían en lo mismo. Era un ejemplo de belleza infantil. Al abuelo ya le cuesta andar, pero vino arrastrándose para verlo. Solo emitió un ligero gorjeo, pero los que le conocían de más tiempo insistieron en que esa reacción significaba que le había encantado. Que se había enamorado del bebé. Y lo cierto es que no era para menos. Te miraba sin miedo y te sonreía. Esa sonrisa era la salvación.
Pronto habría que enseñarle a ser paciente, pero sus padres prefirieron esperar unos meses antes de las primeras negativas. Aceptó las primeras ropas y los primeros complementos casi sin protestar, apenas extrañado. Miraba con sus ojitos sin comprender aquella nueva sensación, el dolor, ni su necesidad. La aceptación de las primeras desazones por parte de las criaturas es una bendición, facilita el trabajo de los padres y los abuelos. Los progenitores se dan fuerza el uno al otro porque saben que los primeros dolores formativos deben ir acompañados por amor incondicional, y que deben hacerlo solos. Las primeras heridas han de curar bien y fortalecer al nuevo miembro de la familia desde el principio.
Cuando da los primeros pasos hay que ir dando forma a sus piernas, a su columna, y le duele, pero es lo que hay que hacer. La piel, como si dijéramos, se va haciendo gruesa y resistente con las erosiones. Es la primera costra defensiva. La arena, la tierra, el roce continuo con diferentes materiales ayudan a instalar las primeras defensas, como el puercoespín con sus púas. En las fiestas de la familia, los tíos y otros allegados analizan el progreso del proceso de adaptación, juzgan el trabajo de los padres. A veces molestan a los chicos y los hacen llorar, les toman el pelo, pero es parte del crecimiento. Luego se descubre la broma y todo el mundo se ríe mientras se curan las heridas.
Poco tiempo después llega la labor de otros maestros e instructores externos, ajenos a la familia, que es analizada con lupa. La forma de sus pies y manos, de su espalda y de su mente depende de ese trabajo. Los pedagogos le colocan esas prótesis que le ayudan en su forma de mirar el mundo. Es cierto que se amputa parte de su visión, de sus grados de visión, pero es el precio de su formación, de la formación de una mirada recta, sin distracciones a un lado ni a otro lado. Esos peligros han de ser conjurados con decisión, con hierro, fuego y cuero, con madera dura. Un tutor es eso, un rodrigón sólido que te amordaza para que crezcas derecho.
Un refrán dice que los padres han de atar, e incluso amputar las alas de sus hijos hasta que estén totalmente formadas y les permitan volar en solitario y planear sin riesgo sobre la tierra, que es su dominio. Sin llegar a tanto, claro, pues nosotros no volamos, los padres e instructores deben deformar sus extremidades, condicionar su mirada, llenar de prótesis su carne para que se desarrolle como la sociedad y la tradición quieren que se haga: se da forma a su cabeza, se cubren las partes vulnerables y blandas, se insertan cosas dentro de él que necesita para hacerse una idea fiel del mundo en que vive y para que aprenda a defenderse. Y para que pueda y quiera hacerlo. Ese es nuestro trabajo, el de los mayores.
Cuando se presenta en sociedad, al acabar la primera etapa de su educación y formación, ya es casi el adulto que será. Pero lo más importante, en ese momento, es que su cuerpo y su mente han incorporado todo lo que antes de este periodo era todavía externo. Ya no necesitará de la intervención de manos ajenas sobre sí. Él mismo seguirá, si hemos acertado, su propia transformación de manera autónoma hasta llegar a ser el individuo que será.
Naturalmente, siempre hay una parte del adulto que se libra a la creatividad del sujeto, pero es apenas una cuestión de gusto, de talante, de inclinación subjetiva sin la cual no llegaríamos a disfrutar de haber alcanzado la cima de nuestra perfección. Yo, por ejemplo, incluí una prótesis bajo mi cuero cabelludo que convierte mi frente en un ariete de aluminio y sumergí mis ojos en un fluido denso y rojo que mantengo siempre contenido gracias a una carcasa metálica que inserté en mi cara, desde la frente hasta el caballete de la nariz, y que reforcé con un cuerno de acero. A veces sangra, pero ya no duele. Como todos los demás, corté mis labios, afilé mis dientes, y los cubrí con una mandíbula mecanizada que responde a los impulsos de mi mentón y muerde cualquier cosa que se me acerca por delante (y que yo deseo morder, claro). Como los demás de mi promoción, estiré mis piernas hasta el límite para que ahora mi paso sea lento y majestuoso, y mi salto de combate alcance los seis metros. Lamentablemente, no puedo bajar los brazos, a causa del exoesqueleto que me insertaron en el pecho y el abdomen cuando los facultativos decidieron que había dejado de crecer, pero no importa. Todo está a la altura de mis garras. Así es para todos nosotros. Así hemos hecho el mundo: a nuestra medida y para nuestro uso.
El ritual de apareamiento es un poco complejo. Es una pena que antropológicamente se haya ido haciendo cada vez menos natural, pero cuando por fin se logra el acoplamiento, uno sabe que ha merecido la pena.
Mi mujer, que ahora descansa colgada del techo, está embarazada de nuevo. A los dos nos embarga una renovada emoción que sé que alcanza a todos nuestros familiares, aunque con las cicatrices, las máscaras de acero, las prótesis bucales y las amputaciones de nariz y orejas sea difícil decirlo con certeza. Pero siempre hay que suponer lo mejor del prójimo, pues bajo los implantes subcutáneos y las placas de acero insertadas en la carne, que erizan nuestro aspecto, y más allá de las complejas caretas y corazas, que ya no nos podemos quitar, pues se instalan con vocación de permanencia, anidan los mismos sentimientos y anhelos. Quizá se nos olvide en ocasiones, mas por detrás de los ganchos y los tubos de drenaje, todos somos de carne y hueso. Y bajo los gestos quizá un poco lentos y espasmódicos que nos caracterizan, y a pesar de las respiraciones agónicas y los charcos de orina, sangre y heces que vamos dejando a nuestro paso, todos somos iguales, todos somos integrantes de la misma raza, partícipes de la gran aventura de la familia humana.