AURORA, Autora: Raquel Arqued González

Él llegó y me besó. Así, sin pedir permiso, sin mediar palabra, sin pensárselo. Aquí te pillo y aquí te mato. Como si supiera lo que tenía que hacer, cuando apenas unos días atrás no sabía ni de mi existencia. Los hombres son así. Lo quieren todo, pero no lo saben pedir. Lo cogen.

Abrí los párpados y lo primero que me encontré fue un solo ojo que, según se alejaba, se iba desdoblando hasta que se convirtió en dos y, bajo ellos, una sonrisa. Noté en mi boca seca de cien años un regusto a saliva ajena, a pasta de dientes mentolada. ¡Puaf! Si no llega a ser porque tenía todos los músculos entumecidos me hubiera levantado y hubiera salido corriendo.

Escuché fanfarrias, trompetas y clamores en la lejanía. Detrás de las puertas varios bostezos y golpes leves que, ahora y con lo que sé, tengo claro de dónde venían. Todo el mundo andaba despertándose y la torpeza era generalizada.

Él me ofreció su mano para levantarme, mas iba a necesitar mucho más que eso para conseguir salir del cubil que había formado mi cuerpo en el colchón. Si llega a ser de agua me hubiera ahogado. Menos mal que estaba relleno de buen plumón de oca. Pude salir gracias al empuje de mi codo y a la tracción de su mano, porque tenía una falta de tono abdominal preocupante.

Lo peor es que, en cuanto me puse de pie, apenas di unos cuantos pasos por la habitación, arrastrada por su impaciencia, noté cómo algo se desprendía de mí. Solo me dio tiempo a juntar los muslos, apretarlos e intentar hacer memoria, pero no era ese uno de mis recuerdos. Calor y lento correr. Mi cuerpo empezó a desprender un olor metálico que solo parecía percibir yo. Los hombres son así. No se enteran ni de lo que tienen bajo su propia nariz. De cualquier manera ¡vaya mierda! Me había acostado niña y me levantaba doncella. Ya me habían advertido, ya, que siempre llegaba en el peor momento: el día que ibas a nadar a la laguna, el que empezabas un campamento, aquel en el que estrenaras vestido blanco… Ni un pérfido hechizo me había evitado librarme de ello.

Antes de que pudiéramos abandonar la alcoba ya estaba entre los brazos de mis padres, lustrada por las esponjas de las sirvientas dentro de la bañera, bajo los metros de tela de las modistas y, finalmente, en lo alto de un balcón compartiendo corona con un desconocido y saludando a un pueblo apenas desperezado.

Así, resumiendo. Como para no venir a verlo. ¿Le parece poco? Pues no le queda nada… ¿Qué me dice de los malditos dones? De niña supe de ellos por lo que me contaron, pero ahora he tenido acceso al acta. Sí, lo que oye: el notario levantó acta y constan por escrito. Mire, mire. Lea, si yo me los sé de memoria:

Hada 1.- Princesa que dormís bajo la protección de vuestros padres, os concedo unos ojos balconeados y lujosamente enmarcados, una fina nariz que separe vuestros pómulos sobresalientes y simétricos, un arco de cupido en forma de corazón por boca, discretas orejas pegadas al cráneo y una densa cabellera. Muchos dirán que sois bella sin saber lo que eso significa.

Hada 2.- Infanta que descansáis bajo la mirada de Dios, os asigno la inclinación natural a hacer el bien con la paciencia como aliada, la habilidad de entender vuestras propias penas y acompañar las ajenas; el don de la generosidad y la calma que da no esperar recibir nada a cambio. Nadie negará que poseéis un alma de ángel.

Hada 3.- Niña que reposáis bajo el amparo de vuestras hadas madrinas, os otorgo el talento de mostraros agradable ante los demás, la capacidad de atraer todas las miradas en cada uno de vuestros actos. Afirmarán que poseéis una gracia admirable en todo lo que hacéis.

No me mire así: esto son solo las tres primeras. Estoy hasta las narices de que me observen, de que me piropeen, de que me suelten improperios varios. A veces deseo que me salga un grano, que se me escurra la taza de té y reírme del desconsolado. Resulta agotador. Y lo es. Hartita. Las hadas son así, se ponen a conceder dones y ¡hala! Ahí te las den todas. Perdone, perdone la interrupción. Continúe, continúe:

Hada 4.- Alteza, ahora que yacéis bajo el abrigo de las cálidas sábanas, os deseo unos tobillos delgados y unos pies ágiles; unas piernas elásticas, longilíneas y fuertes; un cuello largo y grácil que acompañe a vuestros torso y brazos elegantes; así como una pasión desenfrenada por expresar con ello la música. En boca de todos estará que bailáis a las mil maravillas.

Hada 5.- Heredera que os mecéis bajo el ala de nuestros arrullos, os procuro el don del bel canto, vuestra voz será el eco de las aves soberanas, provocará fuego y lágrimas por igual, envolverá la noche de nanas protectoras y se alzará como luz de auroras. No en vano se asegurará en el reino que cantáis como un ruiseñor.  

Hada 6.- Princesa que sosegáis vuestro sueño bajo el refugio del techo palaciego, os confiero dedos largos y ágiles; el dominio de la cuerda pulsada, de la tecla acariciada, del aire emanado y los cuerpos percutidos; la capacidad de emocionaros y de emocionar con vuestra música. Seréis reconocida como intérprete virtuosa de variados instrumentos musicales.

Sin desperdicio ¿eh? ¡Estas hadas madrinas! Palabrería, varitas, purpurina voladora… ¿A ninguna se le ocurrió que preferiría un poco de locura como compañera de aventuras? ¿Disfrutar de la soledad y necesitar escapadas románticas? ¿Y dónde dejaron el don de la inteligencia y el ingenio frente al de la gracia? Por no hablar de que me gustan más las miradas curiosas que los ojos hermosos, o las bocas sonrientes que las provocadoras de deseos, o los llantos que me conducen a la entereza en los momentos de duda a la seguridad que da la perfección. Las hadas son así. No creen que te guste pisar el pie a tu pareja de baile porque ellas levitan; no piensan que prefieras el silencio de la voz del muerto porque las anuncian trompetas; no entienden que desees un futuro donde cabe lo que aún no ha sucedido al destino que te tienen proyectado. Así son. Ellas los llaman dones cuando en realidad son cargas. Penoso. Pero aún queda lo mejor.

Hada anciana.- Te pincharás la mano con un huso y… ¡morirás!

Hada 7.- No os preocupéis, yo lo apaño.

¡Hala! Toma confianza. Con el tuteo llegó la amenaza. Por si fuera poco, lidia toda tu infancia con la espada de Damocles sobre tu cabeza; vive con las prohibiciones familiares y las maldiciones de todas aquellas mujeres que tuvieron que quemar sus ruecas, abandonar sus husos (con hache y sin ella), destrozar sus pulgares, sus muñecas, sus labios. Pero ¿cómo no voy a estar aquí, tumbada en su diván? Necesitaría el mismo número de años que pasé dormida para que me comprendiera. Y eso que no he empezado a narrarle los sueños de esos años, que también son dignos de mención. Cuando sepa…

Suena una alarma. El hombre alarga la mano, la apaga y dice:

—Eso queda para el próximo día. La sesión ha finalizado. Si te parece, Aurora, nos vemos la semana que viene.

Raquel Arqued González


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