SOLO IMPORTAN LOS RECUERDOS QUE PERMANECEN
Ana Santamaría Núñez
Arde este libro. Fernando Marías.
Editorial Alrevés. Barcelona, 2021. 221 págs.
Este libro, que arde de forma simultánea mientras se lee, comienza con una frase que traza su esencia: «Te incineraron con una novela mía entre las manos. Por eso escribo este libro». Este es el disparador de la novela, un ritornelo que Marías repite en las primeras páginas de una conversación, que no es privada sino de todos los que nos asomamos a leer, a escuchar, este relato tan íntimo. En estas páginas se trasluce de forma ejemplar el poder de la escritura como medio para luchar contra el olvido; es un ejercicio de memoria que el autor ha desarrollado durante años y que mantiene viva a la protagonista. Marías sabe cómo hacerlo, lo demostró en La isla del padre (Seix Barral, 2015), otra brillante novela autobiográfica de duelo literario, por la que recibió el Premio Biblioteca Breve. Es un escritor que aborda con naturalidad el tema de la muerte, también presente en Esta noche moriré (Alrevés, 2016) otro claro ejemplo de cómo es capaz de atrapar la atención en la primera línea: «Me suicidé hace dieciséis años».
El oficio en el arte de escribir hace que Marías dé con el tono preciso para narrar una conmovedora historia que se llena de imágenes; la primera e ineludible, la de su pareja durante veinticuatro años –Verónica–, muerta con un libro en sus manos. La primera página me llevó de forma inevitable a detenerme en la cubierta, en esa fotografía dibujada sobre fondo ocre. El rostro de Verónica transmite placidez y, pese a que, durante esas más de doscientas páginas, va a estallar la aflicción, será el carácter sereno de la voz de Marías el que me acompañará hasta llegar a un final conmovedor.
Pero, antes de continuar leyendo, observemos la fotografía del autor en la solapa. Su mirada es transparente y con un gesto cercano muestra de forma autobiográfica una historia sin ambages, sin aderezos sensibleros ni giros que predispongan a echar más leña a un fuego que arde por sí solo. Y sí, también es valiente, porque es difícil contar una historia así. La culpa se siente en la voz del autor, no la camufla. El escritor teme evocar a su pareja cayendo en lo novelado, aderezando su imagen, construyendo una Verónica que no es, que no fue.
Por otra parte, se advierte el reproche de un abrazo no dado y este libro es ese «avión» que llega hasta ella en un viaje continuo del presente al pasado. Buena parte de los vacíos que el «debí» deja los suple con estas páginas tras las que se vislumbra una historia de amor –con sus sombras, eso sí–; pero de amor y de respeto, al fin y al cabo; así se percibe en escenas que son narradas con cuidado lirismo.
Marías plantea una cuestión que ya palpitaba en La isla del padre: ¿Cuánto sabemos de las personas con quienes compartimos la vida? Al autor le queda la duda de si debía de haber indagado más. Ahora no ha lugar a preguntas porque no habrá respuestas. Lo que sí queda claro es que Verónica era una de esas personas que tenía en su haber el secreto de la felicidad sencilla. Magnífico concepto que Marías no quiere pasar por alto sino darle el valor suficiente y convertirlo en pulso y acicate para continuar en el relato de esta historia.
La presencia e influencia del cine –¿cómo no?–, en comunión con la música y la escritura, marca los derroteros hacia los que caminan Fernando y Verónica. La fascinación del joven Marías por algunos autores malditos le hacía idolatrar no solo sus obras sino su vida y su relación con la bebida, algo que, con perspectiva, ha de ser doloroso contemplar, puesto que le acercó a un abismo del que supo o pudo volver, no así Verónica. El arte –llamémoslo cine o literatura– está presente en esta novela y también, como algo inherente al mismo, la euforia del éxito y la desolación del fracaso.
Con una mirada hacia atrás volvemos al momento en el que todo empezó, al comienzo de esa historia de amor de dos jóvenes recién llegados al Madrid de la Movida. Él, lleno de sueños, deslumbrado por el cine y la literatura; ella, en huida de un pasado del que nunca se habló suficiente. De cabo a cabo del cordel somos testigos de la vida y de la no vida, pero aún existencia, de Verónica en el presente de Marías.
Las frases que se rescatan de los diálogos entre ellos evidencian el contexto social de la época y el bagaje cultural de los protagonistas, sobre todo del autor; además, Marías muestra a Verónica como una mujer que, además de su pareja, su amor y su pesar, fue quien supo decirle frases que presagiaban lo que vendría después. Frente a los sueños de él contrasta la falta de proyectos de ella, tal vez la causa de no haber sido capaz de vencer la adicción y su fatal autodestrucción. El autor se acusa de narcisista a la vez que valora el mérito de la abigarrada fe de su compañera de vida, algo que le impulsó a cumplir sus sueños.
Madrid es otro protagonista más: el de los 80 y el del siglo XXI como plano del recuerdo, como puerta al pasado de una vida. La noche madrileña se torna un pasillo de sueños que atraviesa las calles de Malasaña mientras suenan todas esas canciones que daban cuenta de esos jóvenes, de esas vidas capaces de levantar el vuelo al caer el día. Nacha Pop, los Secretos, el Penta, el Rock-Ola, voces y espacios donde se fue yendo la juventud. Los encuentros de entonces se desdibujan, los olores ya no se conservan, y el autor afirma que no merece la pena ahondar porque «no puede arder lo que ya ardió».
Alrededor de la página 85, el autor se despide de la pareja feliz que pasea por ese Madrid de los ochenta y enlaza con una nueva realidad que viene introducida por otra frase fundacional de sus vidas, la peor y la más impactante: «Te mató el alcohol y fui yo quien te enseñó a beber». Este es el segundo ritornelo, ese que también se oye en la voz firme de Marías mientras se pasan las páginas de una historia que duele, que camina hacia la destrucción. El cambio del café con leche, tan propio de Verónica, por el gin-tonic, lejos de expandir la comunicación la anula y se hace el silencio, un error más en ese paso hacia lo inevitable. Arde este libro destapa el tabú del alcoholismo, pero no de forma ejemplarizante; saca a la luz ese «monstruo universal», deja que el lector sea testigo y… sienta. Y sí, lo consigue, como lectora he sentido esa punzada de decadencia y un vano impulso de evitar lo que sé que ocurrió. La fuerza y la maestría del autor hace que me estremezca, que haga mío algo que, sin ser propio o sin tenerlo cerca siquiera, me pellizque hasta la emoción.
«El amor no cura el alcoholismo», advierte, esta no es una «novelucha romántica». Esta es una novela que trasluce una historia de verdad y aunque en ella se lea que «cualquier asunto humano puede reducirse a dos o tres líneas de tinta», Marías ha necesitado, sin que le sobre ni una línea, 221 páginas que no me cansaré de recomendar.
Hoy ha fallecido Fernando Marías y me ha venido tu reseña, Ana, como un relámpago. Gracias por acercarnos siempre a la humanidad literaria. Él ha fallecido, pero nos deja su literatura como herencia.
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