Había comenzado a llover justo cuando el semáforo se puso en rojo para los peatones. Algunas de las personas que había al lado de Sara abrieron sus paraguas a pesar de que el agua todavía caía muy fina. Ella ni siquiera la percibía. Tenía la vista fija en el muñeco rojo, pero la cabeza en otra parte, en concreto en intentar visualizar las diferentes versiones de lo que encontraría cuando llegara a la casa de Carlos.
La casa que imaginaba era la que había conocido cuando él era solo un chico de doce años, la misma edad que tenía ella cuando coincidieron en aquella academia de clases de refuerzo de matemáticas. Podía recordar la entrada que se ampliaba a la derecha hacia un comedor no muy grande. A la izquierda había un pasillo corto que desembocaba en la cocina y que distribuía, uno a cada lado, los dos dormitorios de los que constaba la vivienda. Cuántas veces estuvieron sentados en esa cama pequeña sobre la colcha de cuadros, contribuyendo al desorden ya existente de libros y cómics con nuevas revistas recién adquiridas y con brevísimas novelas de aventuras que podían devorarse en una sola tarde entre puñados de kikos y pipas.
Cuando llegaba la madre de Carlos y abría la habitación su gesto indicaba la intensidad de olores que allí se concentraban, y algo más sutil, algo agazapado que debía ventilarse abriendo de par en par la ventana y dejando la puerta abierta. Cuando esto sucedía, el rostro de Carlos cambiaba y Sara sabía que debía irse.
Avanzaba por aquellas calles a paso ligero mientras pensaba que con cuarenta y siete años los huesos se hacen notar. Hasta entonces ella se había sentido más carne, más músculo, pero desde hacía un tiempo se percibía ósea y articulada, como un mecano algo oxidado.
El semáforo había tardado más de lo normal en permitir el paso de los transeúntes, o eso le pareció. Al otro lado del cruce la gente avanzaba a grandes zancadas, la lluvia finalmente no se había materializado más allá de aquellos finos alfileres y parecía que los peatones aprovechaban la tregua para devorar la calzada a cada paso, con una determinación que iba más allá de la prisa cotidiana, con una especie de rabia manifestada en los pies.
La noche anterior había tomado unas cuantas cervezas. Tampoco se emborrachó en exceso, pero lo cierto es que se fue a la cama con la cabeza empapada en nostalgia y el estómago un poco revuelto. Cuando llegó a Madrid, y entró después de tantos años a la casa de su padre, la iluminación le había parecido diferente a la que ella recordaba; había una claridad demasiado reflectante que rasgaba la oscuridad de las nubes como puñales abrasados que caían sobre la ciudad. La luz incidía en la superficie de la mesa y se iluminaban las vetas de la madera desgastada, que parecían las grietas de un caramelo de café con leche de aspecto reseco. La imagen se le vino de pronto a la mente, ese caramelo todavía pringoso, —de esos que siempre tomaba su padre— aplastado en el suelo y la única bofetada que él le pegó.
No se había despertado con resaca, o, al menos, su estado no se correspondía con otros que guardaba en la memoria, pero notaba algo extraño en la cabeza, como si el cerebro estuviera recubierto de esos plásticos que se ponen en los embalajes para amortiguar los golpes, esos que están llenos de burbujas de aire.
Se detuvo en otro semáforo. El sol comenzaba a dejarse ver con ímpetu entre las nubes a través de varios claros. En ese cruce se concentraban muchas personas y se situó en segunda fila, detrás de un señor trajeado. Algunos peatones impacientes aprovecharon una pausa del tráfico para atravesar la calle al trote. Pero lo de ella fue un error, empezó a cruzar detrás de ese hombre de mediana edad que llevaba un maletín de imitación de cuero en la mano. Le siguió el paso, casi le alcanzó, pero de pronto dejó de ver el maletín y algo le golpeó en la cabeza.
Hacía un frío espantoso. Carlos y Sara dormían dentro de los sacos con gruesos jerséis y varios pares de calcetines, puestos unos sobre otros. Los postigos de la ventana de aquella cabaña de montaña batían con el viento, como el castañeteo de una dentadura postiza, desvencijada y vetusta. La hoguera que habían hecho hacía tiempo que se había apagado. Ella se despertó y vio que Carlos no dejaba de tiritar. Lo abrazó por la espalda. Pero pronto se dio cuenta de que no era el frío lo que lo hacía agitarse, sino un llanto callado. Permaneció así abrazándolo, sin atreverse a decir nada, hasta que al poco tiempo se calmó. A la mañana siguiente desayunaron pan con chocolate en un banco de madera que había bajo el porche del refugio.
Contra todo pronóstico el cielo se había vuelto a cubrir con rapidez y ahora la lluvia caía mucho más gruesa. Podía notar cómo las gotas le resbalaban por la nariz y después se deslizaban por el cuello. No se duerma, le decía alguien. Ya viene la ambulancia. Lo siguiente que vio Sara fue una lámina plateada que ondeaba por encima de su cuerpo, centelleante y ligera, como una mariposa gigante de papel Albal.
Por las mañanas, cuando Sara se preparaba el café y se asomaba al balcón del comedor, siempre entornaba los ojos. La claridad del sol ya plenamente en su apogeo le resultaba demasiado agresiva. Era como si su cerebro todavía envuelto en imágenes oníricas, mucho más difusas, no aceptara esa realidad tan tajante en la que la luz inclemente abofeteaba los objetos mostrando toda su imperfección, toda su debilidad. La luz cambiante del día acompasaba a menudo sus estados de ánimo. Las sombras, los contornos, los perfiles, podían adquirir, con el paso de las horas, una relevancia de la que ella no podía evitar contagiarse. Una vez, cuando tenía diez años, habían pasado un verano en la casa que su abuela tenía en el pueblo. Por algún motivo que no recordaba, un fin de semana sus padres se ausentaron. La abuela Victoria debía tener ya más de ochenta años y aunque caminaba algo encorvada, mantenía una agilidad propia de una mujer más joven. La mayor parte del día lo pasaba en el jardín trasero arreglando las flores, leyendo algún libro, o mirando el horizonte. Mientras, dejaba que ella hiciera lo que le viniera en gana. Sara disfrutaba en el porche delantero, haciendo acrobacias sobre un viejo barril de madera, al que a duras penas conseguía hacer avanzar bajo sus pies antes de darse de bruces contra el suelo. Se había vuelto a caer sobre el césped y allí se quedó unos minutos observando el movimiento de las nubes. Estaba atardeciendo y escuchó el sonido de unos pasos que pisaban la gravilla del camino trazado a través del jardín. Al girarse, vio un rostro monstruoso de ojos hundidos, como el presagio de una calavera. Avanzaba con unos movimientos ágiles, que le parecieron algo simiescos. La visión no duró mucho, desapareció cuando su abuela avanzó un paso más y salió de la penumbra que producía la sombra del gran árbol.
Despertó entre dos cortinas verdes. Una cánula de plástico salía de su brazo derecho y se elevaba hacia arriba, por encima de su cabeza. Levantó la fina sábana que la recubría para observar su cuerpo desnudo. Tenía bastantes moretones y raspaduras. Y de entre sus piernas salía un tubo por el que fluía un líquido amarillo. Le dolía la cabeza.
¿Por qué habían dejado de verse? ¿Por qué ni siquiera se habían llamado en los últimos treinta años? Sara se había marchado a Barcelona el mismo día que cumplía los dieciocho. Durante los primeros años se dedicó a descubrir la ciudad y sobrevivió con trabajos esporádicos que le permitían costearse la habitación de un piso compartido. A Emilio lo conoció en aquella gestoría donde había conseguido su primer empleo estable. Al principio todo fue bien, se fueron a vivir juntos y hasta hablaron en algún momento de la posibilidad de tener hijos. Pero pasaron los años y la convivencia se tornó tan tranquila y monótona como el agua de un estanque al que nadie lanzara piedras, y, algunos días, cuando Sara se despertaba y lo observaba todavía dormido en la cama, iluminado tenuemente por la primera claridad mortecina de la mañana, su boca entreabierta y su rostro algo desencajado, le resultaban extraños, como si pertenecieran a un desconocido.
Después de que la enfermera le explicara por encima lo de su traumatismo craneal, se volvió a quedar dormida y soñó con un cardumen de sardinas plateadas y brillantes que en forma de nube pasaban por encima de su cuerpo que estaba flotando, tumbado boca arriba a un palmo del fondo del mar. El cardumen podía adoptar diferentes formas según se agruparan los peces, según reflejaran la luz sus lomos. A veces parecían un gran ojo que parpadeaba, y otras, una gigantesca melena que ondeaba al viento. Pero hacia el final del sueño las sardinas se separaron en dos bandos y se agitaron sobre ella como las alas de un ángel. Algo la hizo salir de ese plácido sueño, una especie de gemido o lamento al otro lado de la cortina verde. Al principio se sorprendió un poco ya que no pensaba que hubiese nadie más en la habitación. Agudizó el oído. Se trataba de una oración. Santa-maría-madre-de-dios-ruega-por-nosotros-pecadores. Las palabras se escuchaban enlazadas, en un tono extremadamente bajo en el que no había apenas entonación, como recordaba que rezaba la gente en misa; un rezo entre dientes, de memoria, casi desganado, como cuando en el colegio les obligaban a repetir la tabla de multiplicar una y mil veces hasta que esa cancioncilla, con ritmo monótono, acaba pareciéndole el repicar de una campana triste. Tres por uno, tres, tres por dos, seis, tres por tres, nueve, tres por cuatro, doce…
Entró el doctor acompañado por una enfermera. Era un hombre joven, calvo y con perilla rubia. Le preguntó cómo se encontraba, ella dijo que bien aunque algo somnolienta. Eso es por los calmantes, le dijo él. Después le informó de que había sido atropellada, preguntó si lo recordaba y ella dijo que recordaba estar en un semáforo. Finalmente le aconsejó que no se moviera demasiado, que según el TAC el traumatismo craneal había sido relativamente importante y que, aunque aparentemente no le había afectado a las funciones cerebrales, debía permanecer todavía ese día en observación. La enfermera cambió las bolsas de suero y orina con gestos rápidos y eficaces y el doctor le dijo que la visitaría al día siguiente y fue a ver a la paciente que había al otro lado de la cortina.
—¿Donde está mi bolso? —preguntó Sara a la enfermera.
—Pues no le puedo decir, normalmente las pertenencias se les entregan a los familiares.
—¿Podría preguntar?
—Cuando termine la ronda veré que puedo hacer —dijo sin mucho interés.
El doctor tardó poco en examinar a su compañera de cuarto. Le escuchó decir que pronto la subirían al quirófano, que estuviera tranquila, pero ella, como si no escuchara, continuó con su retahíla: “….A ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”.
Sintió pena por aquella mujer, sola, y aferrada a sus letanías como único consuelo. Y se acordó de la madre de Carlos. Al recibir la noticia sintió una extraña sensación de alivio, como si algo denso, oscuro y tenebroso, que como una malla envolvía sus recuerdos con Carlos, se hubiera desvanecido para siempre. Se había enterado de su reciente fallecimiento por un amigo común y esa noticia fue como el último impulso que necesitaba para tomar la decisión de regresar a Madrid.
La madre de Carlos tenía un anillo. Era algo así como un sello de oro, con un pequeño relieve que representaba alguna simbología religiosa. Sara nunca consiguió verlo con claridad porque ella casi siempre estaba acariciando su superficie. La madre de Carlos siempre estaba enferma, siempre le pedía a él que rezara por ella, siempre le rogaba que volviera pronto, siempre le recordaba que solo se tenían el uno al otro. Siempre lloraba. Él regresó con ella esa misma mañana. Lo vio alejarse cuesta abajo, con la mochila de la que colgaba derrotado el viejo saco de dormir. Se giró una sola vez antes de tomar el sendero, le pidió de nuevo perdón sin mover los labios.
Procuró pensar en otra cosa. Si al menos pudiera recuperar su bolso. Allí debía estar todavía el libro que apenas abrió durante el viaje en tren. Y también el teléfono, aunque imaginó que no tendría batería. Mientras estaba con estas cavilaciones se quedó de nuevo dormida y cuando despertó le costó saber dónde estaba ya que la habitación estaba prácticamente a oscuras. La cortina verde seguía desplegada por lo que supuso que detrás se encontraría aquella mujer. En ese momento se abrió la puerta y apareció una enfermera distinta que la saludó en voz baja.
—¿Cómo se encuentra? ¿Necesita algo? —le dijo bastante solícita.
Aprovechó para comentar lo del bolso y en menos de diez minutos lo tenía allí, junto a la cama.
—Coja lo que quiera y yo se lo guardo. Últimamente hay muchos robos —le dijo.
Comprobó que el móvil, como suponía, no tenía batería, pero Angelines, que así se llamaba la enfermera, le prometió buscar un cargador en cuanto pudiera.
—Le voy a quitar esto —dijo y destapó la sábana que cubría sus piernas. La extracción del tubo fue algo desagradable, pero se sintió aliviada al poder recuperar algo de independencia.
—Con el suero puede usted ir al baño, el soporte tiene ruedas, no tiene más que arrastrarlo. Además aquí no molesta a nadie, de momento está usted sola dijo mientras descorría la cortina verde.
—¿Y la señora que estaba aquí?
—Está bastante grave. La están operando.
Por aquella época Emilio poco a poco empezó a parecerse cada vez más al extraño que Sara encontraba en su cama cada mañana y ella no tenía ganas de andar haciendo esfuerzos por conocer a ese otro que apenas ya hablaba con ella. Decidieron separarse. Y, poco a poco, como si de una grieta mal reparada se tratara, una imagen del pasado emergía hacia el exterior. Carlos y Sara preparando su huida, decididos a ser libres y a abandonar sus penosas existencias sin mirar hacia atrás. Habían decidido esperar hasta el lunes, cuando ella cumplía los dieciocho que él ya tenía hacía dos meses. Pero esa bofetada había adelantado la fuga.
La enfermera de la mañana le dijo que después de un día en observación no se había detectado ningún problema y que en cuanto el doctor tuviera tiempo se pasaría a verla y probablemente le dieran el alta ese mismo día. También le trajo el móvil cargado, que le había entregado Angelines antes de marcharse.
No se les había ocurrido otro sitio mejor que aquel refugio en mitad de la sierra. Después de pasar el fin de semana allí, decidirían qué camino emprender. Un autocar los había llevado al pueblo más cercano y con la mochila al hombro iniciaron el recorrido. El lugar lo conocía Carlos. Una vez había ido de excursión con el grupo parroquial al que su madre le obligó a acudir durante años. Tuvieron que salir rápido, casi sin dinero y con la poca comida que consiguieron coger de la nevera de la casa de Sara.
Llegaron a aquel refugio ilusionados, con la adrenalina disparada, con la sensación de respirar por fin aire puro, pero Sara se dio cuenta de que según avanzaba la noche el rostro de Carlos iba cambiando. La luz de las velas de vez en cuando marcaba una sombra alargada en la comisura de sus labios.
Ya había caído totalmente la noche y los contornos de la casa de la abuela Victoria se habían difuminado. Solo el farol que colgaba al lado de la puerta principal era capaz de dibujar parte de la fachada blanca, que bajo la luz anaranjada parecía más sucia y desgastada. Hacía rato que ellas habían terminado la cena, pero sus padres aún no regresaban. Sara no estaba preocupada, pero la abuela Victoria no hacía más que justificar la tardanza aludiendo a la posibilidad de algún percance en la carretera. Quizás tuvieron un pinchazo, o se les averió el motor, decía mientras cogía un punto de su labor de ganchillo, para inmediatamente deshacerlo con un gesto mecánico. Después sonó el teléfono.
Cuando estaba saliendo de la habitación del hospital dos auxiliares entraron y comenzaron a retirar las sábanas de las dos camas. Se detuvo un instante y dudó si preguntar por su compañera de cuarto, pero no lo hizo. Al salir a la calle se sintió muy bien, el día era cálido y limpio. Cerró un momento los ojos dejando que el sol resbalara por su cara. Decidió que no lo llamaría. No lo había hecho antes de salir de Barcelona para avisarle de su regreso y ahora tampoco lo haría. Iría a su casa y apretaría el botón del portero automático, tal y como se disponía a hacerlo antes del accidente, tal y como siempre había hecho.
Reconoció la fachada del edificio. Ladrillo y balcones estrechos, con barrotes de metal pintados de marrón. El telefonillo era nuevo y tuvo que recorrer con la mirada todas las teclas hasta localizar el Segundo C. No llegó a tocar, ya que en ese momento salió un chico corriendo que sin mirarla dejó la puerta abierta tras de sí. La sujetó con una mano antes de que se cerrará y avanzó hacia el ascensor mientras la invadía el olor a humedad y a barnices para suelos enlosados, ese aroma familiar que en su estómago siempre anticipaba aquello que nunca se atrevieron a probar.
Ese día su padre le pegó la bofetada cuando ella le dijo cállate-puto-borracho-ojalá-te-hubieras-matado-tú-en-vez-de-matarla-a-ella. Después él retrocedió, se tambaleó y pisó el caramelo antes de caer al suelo. Sucedió después de que la viera entrar acompañada de Carlos, después de que se riera de él, de que dijera que no le convenía ir con ese muerto de hambre, con ese chico que acabaría tan loco como la chiflada de su madre. Después comenzó a decir en tono quejicoso, casi llorando: “Si tu madre estuviera aquí…” Se acercó mucho a ella y su aliento alcohólico le recordó una vez más a aquel que emanaba de su boca tan a menudo, y, también, al que desprendía cuando por fin apareció solo, aquella noche, por la casa de la abuela Victoria.
Salió del ascensor y presionó el timbre. El sonido afónico del din-dón gritó que ella había vuelto y la vieja tarima emitió varios crujidos, acompasados e impacientes, como respuesta.