El año de 1913 trajo lo que trajo.
De nada sirvió que las últimas semanas de marzo fueran en extremo lluviosas, que los ríos caminaran colmados, que las riberas se lavaran la cara al paso del agua, tampoco, que los pozos se hartaran y los estanques nadaran en la abundancia, que las praderas rebosaran de hierba y que las flores gritaran insectos y color; no, no sirvió para nada:
«Soy responsable, y con razón, de todos los golpes contra las puertas, contra las tablas de las mesas, soy responsable de todos los brindis, de todas las parejas en sus camas…»
Todo le inquietaba. Encontrar paz y sosiego a su respirar resultaba tarea imposible.
Los personajes habitaban su cabeza con una libertad tal que el hecho en sí le llenaba de temor, las historias se cruzaban como si no existiera la palabra orden, nacían a su antojo e iban caprichosas de un lado para otro, su mundo interior se había desbocado, marchaba hacia su propia condena.
El tiempo como sinrazón y destino había decidido lo que había decidido, poco podía hacer, y allí, en lo más profundo de su ser, no cabía otra cosa que no fuera encontrar solución al dilema que corroía su existir: decidir entre la sangría paulatina de la escritura o la enfermedad mortal de vivir la vida:
«¡Se ve la fuerza de convicción del aire después de la tormenta! Aparecen mis méritos y me dominan, aunque tampoco me resisto.»
Primero perdió el nombre, después, el apellido se contrajo de culpabilidad asumida y tornó a su mínima expresión: K., y ahí quedó como símbolo de frustración y refugio para la negación:
«Marcho y mi ritmo es el ritmo de esta acera de la calle, de esta calle, de este barrio.»
Cuánta ironía encierran sus textos, cuánta distancia existe entre su vivir y su escribir, ¡y cuánta contradicción!
Lo cierto es que iba de un lado para otro sin caminar, encerrado en las celdas de su cabeza; crecía como escritor en la misma medida que menguaba como hombre; se convencía a sí mismo con idéntica fuerza con la que se destruía, y, al final, las preguntas que habitaban su cerebro las fue contestando su corazón.
La escritura se liberó para destruirlo; K. fue apoderándose de Franz, apareció el ser físicamente frágil, moralmente culpable, humanamente atormentado que se dejaba minar por la tisis, y, por el contrario, en justa correspondencia, dejó marchar al joven enamoradizo, al risueño, al soñador, ese que una vez quiso encontrar el paraíso en la tierra:
«Solo debo censurar la injusticia de la providencia que tanto me favorece»
Se mentía, nos mentía.
Nada le favoreció, nada. Él no quiso encontrar el beneficio simple que otros encuentran en la vida porque ese “vivir”, para Kafka, encerraba un dilema perverso: estar en la vida como si fuéramos un accidente grotesco condenado a la tragedia o consumirnos lentamente en la visión de la desolación.
Tal vez podría haberse dejado llevar instalado en la seguridad del empleo en la aseguradora y la complacencia de un matrimonio formal, pero no supo; “dejarse llevar” no figuraba en su pequeño manual para afrontar vidas.
Además, para entonces, la escritura había decidido por él:
«¿Qué haremos en los días de primavera que ya llegan?»
Manuel Cardeñas Aguirre
(Dibujo de cabecera: Franz Kafka)
El gran dilema, ¿qué haremos? Nos sentaremos, mano en la cabeza, y ya veremos.
Me gustaMe gusta