Paisajes Norteamericanos 3
Una mujer con zapatos rojos.
Una mujer con zapatos rojos y pecho palpitante camina por la ciudad de avenidas eternas, una estructura orgánica de tejidos vivos cuya savia recorre las viejas paredes de sueños gastados y de una fragilidad oxidada; la máquina en constante movimiento con brazos de acero y torres acristaladas, en la que la vida se asoma a través de sus ventanas, como ojos avizores en constante vigilancia, siempre abiertos, siempre alertas.
La mujer de zapatos rojos y pecho palpitante serpentea las calles, anda con pasos lentos sobre el cemento avinagrado, y piensa en un poeta que en esta misma ciudad se dejó una mariposa ahogada en un tintero, un poeta asesinado por ese mismo cielo gris, cristalino, eterno, que murmura con un sonido ronco, como un animal gigante al acecho. No duerme nadie por el cielo, nadie, nadie, no duerme nadie, decía el poeta que dejó una mariposa asesinada en un tintero.
La mujer de zapatos rojos llega a un parque donde el fluir de la ciudad parece reposar y caer en un suave letargo, solo por momentos, solo un instante: el de una mujer negra, que desesperanzada, mira al cielo con lágrimas invisibles que nunca caen al suelo; o el de un periódico que tapa la cara vieja de quien lo lee; rostros oscuros de miradas negras que hablan quechua, palomas que gorjean y picotean alrededor de la mujer de zapatos rojos en busca de migas infinitas; dos jóvenes con el torso desnudo juegan al ping-pong, y la pelota, lanzada de una lado a otro de la mesa, parece buscar la salida a un destino mejor cuando cae por los arbustos que rodean el parque; una sirena que busca un fuego prendido en algún lugar, un disparo de una cámara, una carcajada, el claxon de un camión; un vaso que se rompe al chocar contra el suelo; una hoja que cae, notas de un piano escondido en algún rincón del parque; un carrusel infantil que da vueltas bajo una cúpula roja y amarilla; una terraza con sombrillas blancas que marcan la línea divisoria, también social, del parque, diez dólares la copa de rosado, dice el menú; unos malabaristas, banderas estrelladas que ondean ávidas de otros vientos; el disparo de otra cámara, y el silencio que se da entre los paréntesis de una espera; el suspiro de quién pasa al lado; la sonrisa de una niña; una silla que se arrastra cansada, y unos pies que se van.
La mujer de zapatos rojos y pecho palpitante piensa cuántos gestos distintos caben en un mismo lugar, en un mismo instante. Y cuántos nunca se darán en esa ciudad de brazos de acero, siempre despierta, siempre alerta, en la que una mariposa quedó atrapada en un tintero.
Silvia Sánchez Muñoz
(Los versos citados pertenecen al libro Poeta En Nueva York de Federico García Lorca)
¡Qué bonito, Silvia!
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