HIPERIÓN A BELARMINO
VIVO ahora en la isla de Áyax, en la querida Salamina. Amo esta parte de Grecia por encima de todas las cosas. Lleva los colores de mi corazón. Se mire a donde se mire, siempre se encuentra enterrada una alegría.
No obstante, uno está siempre rodeado también por mucho de amable y de grande.
En la ladera de la montaña me he construido una cabaña con ramas de lentisco y he plantado alrededor musgo y árboles, tomillo y toda clase de arbustos.
Allí paso mis horas más queridas, allí me siento tardes enteras y miro hacia el Ática hasta que el corazón, finalmente, me late demasiado fuerte; entonces tomo mis pertrechos, bajo a la bahía y me dedico a pescar.
O también leo allá arriba algún texto sobre la antigua y magnífica batalla naval que desencadenó antaño en Salamina su tumulto, salvaje pero sabiamente mandado, y me alegro del espíritu que pudo dominar y domar, como un jinete a su caballo, el furioso caos de amigos y enemigos, y me avergüenzo interiormente de mi propia historia guerrera.
O miro al mar y reflexiono acerca de mi vida, sus altibajos, su felicidad y su tristeza, y mi pasado suena a menudo en mí como un rasgueo en el que el músico recorre todos los tonos y mezcla entre sí, con un orden oculto, disonancia y armonía.
Hoy es todo tres veces más hermoso aquí arriba. Dos amables días de lluvia han refrescado el aire y la tierra, mortalmente cansada.
El suelo se ha vuelto más verde; más abierto el campo. Los dorados trigos, mezclados con las alegres centáureas, se extienden hasta el infinito, y de las profundidades del bosque se alzan, serenas y claras, mil cumbres esperanzadas. Tierna y enorme, atraviesa el espacio cada línea de las lejanías; como gradas suben los montes hacia el sol, escalonados unos tras otros. Todo el cielo está puro. La luz blanca sólo ha sido exhalada en el Éter y, cómo una nubecilla plateada, atraviesa la tímida luna el claro día.
(Libro II)