Estimados lectores y/o lectoras:
Siempre me ha llamado la atención, en la escritura de Brecht, esa capacidad tan suya de subvertir la realidad ―incluso, la ficción, como es el relato que nos ocupa― desde la ironía y trastocando la perspectiva desde la que coloca la mirada; este breve texto quizá sea un buen ejemplo de ello, pero, además, nos sirve para entender cómo el autor alemán utiliza la pregunta en modo devastador:
«¿Será esto la esencia del arte?», escribe en forma inocente y como sin trascendencia, y quizá sea así, pero en el contexto que Brecht ha creado nos lleva a pensar para qué sirve un arte, el que sea, si su público está sordo y carente de movimientos, si no quiere oír ni entender.
Ay, Bertolt, qué capacidad la tuya para demostrar cuánto poder tiene una escritura inteligente y crítica.
M. C. A., para Yukali Página Literaria
Odiseo y las sirenas
Bertolt Brecht
Como es sabido, cuando el astuto Odiseo avistó la isla de las sirenas, aquellas cantantes devoradoras de hombres, se hizo atar al mástil de su navío y a sus remeros les tapó los oídos con cera a fin de que, gracias a esta cera y a las cuerdas que lo ataban, su goce artístico quedara sin consecuencias nefastas. Mientras remaban bordeando la isla al alcance del oído, los sordos esclavos pudieron ver a nuestro héroe retorciéndose en el mástil como si anhelara liberarse, y a las seductoras mujeres hinchando sus temibles gargantas. Todo transcurrió, pues, aparentemente según lo previsto y acordado. La Antigüedad entera creyó en el éxito de la artimaña del astuto héroe. ¿Seré yo el primero en tener ciertos reparos? Pues lo cierto es que me digo: sí, todo perfecto; pero ¿quién puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mástil? ¿Querrían aquellas poderosas y hábiles mujeres prodigar su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Será esto la esencia del arte? Antes me inclinaría a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se debían a los insultos que, con todas sus fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro héroe se retorcía en el mástil (cosa de la que también existen testimonios) porque, en definitiva, se sentía avergonzado.
1949