Estimados lectores y/o lectoras:
Cuando dejé mis lecturas adolescentes de aventuras y me iniciaba en esto de la lectura “más seria”, tropecé ―nunca mejor dicho, porque en esa época no existía en mí, aún, premeditación o academicismo, menos mal― con la obra del escritor guipuzcoano, ya no paré hasta agotarlo; recuerdo perfectamente que mi obra iniciática fue LA BUSCA, me gustó el título reflejaba perfectamente lo que era mi presente literario de aquella época, eso sí, sin darme cuenta, seguía ligado a la “aventura”; Baroja fue un aventurero a su manera, literario, seguro, pero creo yo que sobre todo de espíritu; rápidamente, comprendí que estas “aventuras”, las de Manuel y Luis Alcázar, César Moncada, María y Enrique Aracil, las de Shanti y Martín Zalacaín y/o las de tantos otros ya no eran de la misma categoría, de alguna forma, de la mano de mi admirado Pío Baroja, había entrado “a la vida”, ficcionada, pero la Vida.
El tiempo hizo que cuando leí todo lo que pude ―y fue bastante― lo dejara ahí y me adentrara en otro tipo de lecturas, ni mejores ni peores, como se suele decir: distintas; sin embargo ese 150 aniversario de su nacimiento (acaecido el pasado 28 de diciembre de 2022) ha removido mi fondo literario trayendo hasta mi memoria aquellas lecturas, me alegro, no hay nada como reencontrarse con libros leídos, aportan algo más que experiencia literaria.
Ha sido difícil elegir un fragmento para compartir, he escogido el que más abajo presento, una parte del Prólogo que escribió para LA DAMA ERRANTE, primera de las novelas de la trilogía LA RAZA, el escritor evalúa su obra y habla de sí mismo.
M. C. A., para Yukali Página Literaria
PRÓLOGO
No soy muy partidario de hablar de mí mismo; me parece esto demasiado agradable para el que escribe y demasiado desagradable para el que lee; pero puesto que esta Biblioteca me pide un prólogo, interrumpiré mi costumbre de no dar explicaciones o aclaraciones personalistas y, por una vez, me entregaré a la voluptuosidad de decir yo hasta la saturación.
Sería una estúpida modestia, por mi parte, que yo afirmase que lo que escribo no vale nada; si lo creyere así, no escribiría.
Suponiendo, pues, que en mi obra literaria hay algo de valor —como en matemáticas se supone a veces que un teorema está de antemano resuelto—, voy a decir, con el mínimo de modestia, cuál puede ser, a mi modo, el valor o mérito de mis libros.
Este valor creo que no es precisamente literario ni filosófico; es más bien psicológico y documental. Aunque hoy se tiende, por la mayoría de los antropólogos, a no dar importancia apenas a la raza y a darle mucha a la cultura, yo, por sentimiento más que por otra cosa, me inclino a pensar que el elemento étnico, aun el más lejano, es trascendental en la formación del carácter individual.
Yo soy, por mis antecedentes, una mezcla de vasco y de lombardo: siete octavos de vasco, por uno de lombardo.
No sé si este elemento lombardo (el lombardo es de origen sajón, al decir de los historiadores) habrá influido en mí; pero, indudablemente, la base vasca ha influido, dándome un fondo espiritual, inquieto y turbulento.
Nietzsche ha insistido mucho en la diferencia del tipo apolíneo (claro, luminoso, armónico) con el tipo dionisíaco (oscuro, vehemente, desordenado). Yo, queriendo o sin querer, soy un dionisíaco.
Este fondo dionisíaco me impulsa al amor por la acción, al dinamismo, al drama. La tendencia turbulenta me impide el ser un contemplador tranquilo, y al no serlo, tengo, inconscientemente, que deformar las cosas que veo, por el deseo de apoderarme de ellas, por el instinto de posesión, contrario al de contemplación.
Al mismo tiempo que esta tendencia por la turbulencia y por la acción —en arte, lógicamente, tengo que ser un entusiasta de Goya, y en música, de Beethoven—, siento, creo que espontáneamente, una fuerte aspiración ética. Quizá aquí aparece el lombardo.
Esta aspiración, unida a la turbulencia, me ha hecho ser un enemigo fanático del pasado, por lo tanto, un tipo antihistórico, antirretórico y antitradicionalista.
La preocupación ética me ha ido aislando del ambiente español, convirtiéndome en uno de tantos solitarios, Robinsones con chaqueta y sombrero hongo, que pueblan las ciudades.
Como España y casi todos los demás países tienen su esfera artística, ocupada casi por completo por hábiles y farsantes, cuando yo empecé a escribir se quiso ver en mí, no un hombre sincero, sino un hábil imitador que tomaba una postura literaria de alguien.
Muchos me buscaron la filiación y la receta. Fui, sucesivamente, según algunos, un roedor de Voltaire, Fielding, Balzac, Dickens, Zola, Ibsen, Nietzsche, Poe, Gogol, Dostoievski, Maeterlinck, Mirbeau, France, Kropotkin, Stendhal, Tolstoi, Turguenef, Hauptmann, Korolenko, Mark Twain, Galdós, Ganivet y de otra docena más, y, sobre todo, de Gorki. Esto último, el considerarme como un seudo-Gorki, se debió, principalmente, a que yo fui el primero, o uno de los primeros, que escribió en español un artículo acerca de este escritor ruso.
Realmente, era suponer en mí demasiada candidez y poca malicia el que yo presentara al público que había de leerme a un escritor a quien estaba desvalijando. Claro que, como yo no le desvalijaba ni seguía por su camino, no me importaba nada que fuera Gorki conocido en España. Mis admiraciones en literatura no las he ocultado nunca. Han sido y son: Dickens, Balzac, Poe, Dostoievski y, ahora, Stendhal. Generalmente, el crítico no se contenta con lo que le dice el autor. Supone que este tiene que hablar siempre con malicia y ocultar algo, lo que demuestra que hay que atravesar muchas atmósferas de incomprensión para ser solamente escuchado.
Yo no quiero decir que en mis libros no haya influencias e imitaciones: las hay como en todos los libros; lo que no hay es imitación deliberada, el aprovechamiento, disimulado, del pensamiento ajeno. Hay, por ejemplo, en una novela mía, La casa de Aizgorri, una reminiscencia, según dicen, de La intrusa, de Maeterlinck. Sin embargo, yo no he leído, ni antes ni después, La intrusa, y ¿cómo se explica entonces la vaga imitación?
Se explica de una manera sencilla. Yo había oído hablar, antes de escribir mi libro, a algunos literatos de La intrusa, de su argumento, de sus escenas. Sin duda, sin saberlo, me apropié la impresión reflejada en un español por el drama del autor belga, y la consideré mía; pero yo estoy seguro que el que comparase las dos obras minuciosamente, no encontraría una frase, una fórmula, nada parecido que indicara que yo haya seguido en el pensamiento a Maeterlinck; porque no lo conocía, ni después me ha interesado. Es el ambiente, muchas veces, el que da semejanza a dos obras.
Si yo hubiera escrito esta misma novela, La casa de Aizgorri, después de la Electra, de Pérez Galdós; si hubiera escrito La busca, después de La horda, de Blasco Ibáñez, y Paradox, rey, después de La Isla de los Pingüinos, de Anatole France, me hubieran acusado de imitador, porque hay mucha semejanza entre estas obras y las mías, y, probablemente, más que entre La casa de Aizgorri y La intrusa, pero la escribí antes. Sin embargo, no se me ocurrió decir que esos autores me habían imitado, sino que habían coincidido conmigo y habían coincidido con más éxito, pues las tres obras de esos autores fueron aplaudidas y las mías quedaron en la estacada.
Dejando esta cuestión, puramente literaria, seguiré con el autoanálisis, para mí más interesante. He dicho que soy anti-tradicionalista y enemigo del pasado, y, efectivamente, lo soy, porque todos los pasados, y en particular el español, que es el que más me preocupa, no me parecen espléndidos, sino negros, sombríos, poco humanos.
Yo no me explico, y, probablemente, no comprendo, el mérito de los escritores españoles del siglo XVII; tampoco comprendo el encanto de los clásicos franceses, excepción hecha de Moliere.
De esta antipatía por el pasado, complicada con mi falta de sentido idiomático —por ser vasco y no haber hablado mis ascendientes ni yo castellano—, procede la repugnancia que me inspiran las galas retóricas, que me parecen adornos de cementerio, cosas rancias, que huelen a muerto. Este conjunto de particularidades instintivas: la turbulencia, la aspiración ética, el dinamismo, el ansia de posesión de las cosas y de las ideas, el fervor por la acción, el odio por lo inerte y el entusiasmo por el porvenir, forman la base de mi temperamento literario, si es que se puede llamar literario a un temperamento así, que, sobre un fondo de energía, sería más de agitador que de otra cosa.
Yo no considero que estas condiciones sean excelentes, ni que con ellas se hagan obras maestras, sino que son, al menos a mí me parece que son.
Dados estos antecedentes, es muy lógico que un hombre que sienta así tenga que tomar sus asuntos, no de la Biblia, ni de los romanceros, ni de las leyendas, sino de los sucesos del día, de lo que ve, de lo que oye, de lo que dicen los periódicos. El que lea mis libros y esté enterado de la vida española actual, notará que casi todos los acontecimientos importantes de hace quince o veinte años a esta parte aparecen en mis novelas.
Esto las da un carácter de cosa política y momentánea, muy alejado del aire solemne de las obras serias de la literatura. En el fondo, yo soy un impresionista.