EL PASTOR QUE FUE REY, Autora: Raquel Arqued González

I

—Debes coger las piedras más redonditas.

—¿Cómo?

—Mira, como estas —contesta ella mientras le muestra los pequeños cantos redondeados.

—Ya, porque tú lo digas.

—Lo dice mi padre.

—¿Y quién es tu padre?

—El mejor —responde orgullosa.

Ante tamaña afirmación el niño no responde; se limita a seguir buscando las piedras más adecuadas siguiendo el criterio de su nueva amiga.

—A ver quién llega más lejos —la reta después de hacer un buen acopio de proyectiles.

—¿Hasta dónde?

El niño mira en la lejanía y descubre un terebinto a la orilla del río.

—Hay que dar al árbol.

La niña localiza la planta y calcula la distancia.

—No te va a gustar perder -dice ella.

—No voy a perder.

—Eso dicen todos y luego se enfadan.

—Yo no me enfado —contesta elevando la voz mientras frunce el ceño.

—¿Quién empieza? —acepta la niña.

—Yo.

—¿Tres lanzamientos?

—Sea.

El niño arroja una de las piedras con mucho ímpetu, alcanzando las raíces del árbol con polvorientos rebotes.

Ella selecciona tres piedras, las más redondas que encuentra. Si las quisiera para lanzar al agua y que brincaran cual ranas serían planas, pero se trata de llegar lo más lejos posible. Cuando las tiene a sus pies, inclina ligeramente su cuerpo hacia atrás, arma su brazo derecho y arroja la piedra hacia el árbol, sin llegar a alcanzarlo.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —se jacta el niño tras sobrepasar con su segundo lanzamiento el de ella, golpeando la parte inferior del tronco.

La niña lleva entonces el brazo hacia atrás, a la altura del hombro. Flexiona al máximo la muñeca torcida ligeramente hacia la izquierda. Se proyecta con violencia hacia delante al tiempo que describe un pequeño círculo gracias a la rotación y extensión de su muñeca, con lo que obtiene mayor impulso. El duelo se iguala: el redondeado canto choca contra los pies del árbol.

El niño entonces se concentra; es su última oportunidad. Siglos más tarde un gran maestro reflejará ese gesto detalladamente: el entrecejo arrugado, el labio inferior mordido, la cara retorcida con ferocidad mientras los ojos no pierden de vista su objetivo; como diana un blanco quieto, silencioso, apenas sus rojos frutos cimbreándose bajo una ligera brisa. La figura infantil se retuerce marcando una gran tensión muscular, hasta que se relaja tras alcanzar el ramaje del terebinto. Sonríe cuando se gira para contemplar a su adversaria.

Para su sorpresa, la tierna muñeca voltea una honda y, para cuando se ha querido dar cuenta, el proyectil que ha salido de ella ha alcanzado el árbol.

—Empate -exclama la niña con satisfacción.

—Has hecho trampas.

—Nadie ha perdido.

—Has usado una honda, tramposa —grita irritado.

—Sabía que te enfadarías.

—No lo haría si no hubieras…

                La niña se vira dejándolo con la palabra en la boca. Se encamina hacia el poblado. Se aleja. Advierte los rápidos pasos que la alcanzan al tiempo que escucha:

-¿Me enseñarás?

II

El sol y su fuerza decaen en el horizonte cuando Nitzevet, hija de Adael, es alcanzada por las sombras del menor de sus hijos y su inseparable amiga que regresan de pastorear.

                Nitzevet, esposa de Isaí, acaricia el cuerpo y el puente de madera de la lira, recorre con sus dedos mojados de lágrimas las cuerdas de lino. Sus deformados pulgar e índice propios de hilandera pellizcan los tensos hilos intentando sacar algún sonido, pero solo chirría y se queja como lo hace su corazón.

Nitzevet, madre de David, entiende que las cualidades musicales de su hijo son tan grandes que su fama ha llegado a oídos de Saúl, el gran rey guerrero de Israel. El instrumento que sostiene en sus manos es el responsable de su futura separación. Tres de sus ocho vástagos ya están al servicio militar del rey, lejos de ella, en el norte del país, y ahora le reclaman a uno más, aunque esta vez como músico.

Nitzevet, descendiente de la tribu de Judá, ignora la soledad del poder, el miedo a perder todo lo que se posee, la inquietud de quien ve amenazas en cualquier gesto, el desasosiego que produce la eterna desconfianza, el cansancio de quien lleva años y años en lucha con los pueblos llegados del Egeo.

Nitzevet, mujer, no comprende el capricho del rey por la música de David, mas sabe del poder calmante de los cánticos para quien está sumido en la mayor de las tristezas y en la más profunda de las depresiones.   

III

—¿Qué dicen? ¿De qué hablan?

—¡Corred! El joven músico ha aceptado el reto.

—¡Está loco!

—Ni coraza ni espada lo protegen. ¡Insensato!

—¿No pretenderá enfrentarse solo con el cayado de pastor?

—Ignorará quién es su oponente.

—Pero si los más fieros de nuestros soldados llevan cuarenta días escondiendo la cabeza cuando Goliat asoma la suya.

—¿Cómo se lo consienten sus hermanos mayores?

—Miradle. ¡Qué hermoso camina hacia la muerte!

—Calla, agorero.

-Dice que lo protege la fe.

—Fe en sus piernas. Lo mejor es que huya.

                Huir resulta imposible. David se ha plantado desafiante en la primera fila de las tropas israelitas. Un rumor de asombro parte de la zona avanzada como una ola que, cuando regresa con el viento de la mañana, lo hace cargado de mudo terror. Goliat de Gat emerge brillando bajo coraza y escudo. Sesenta kilos de escamas metálicas que le resguardan de armas enemigas hunden al gigante en las arenas del desierto. A pesar de ello con su estatura podría llegar a nublar el sol o, tal vez, a ensartarlo con su lanza. 

Su cavernosa voz vuelve a dirigirse hacia los israelitas:

—¿Me trae el nuevo día a algún valiente?

                David da un paso al frente. Goliat no se inmuta.

—Mujeres, ¿dónde estaban vuestros hombres cuando se repartieron los testículos?

                David da un paso más y grita:

—Aquí me hallo dispuesto, filisteo.

                El gigante guiña los ojos intentando distinguir al dueño de la voz. No debe ver bien, pues se ayuda de movimientos de cabeza para conseguir enfocar al contrincante.

—Acércate para que podamos luchar. Llevo días deseoso de un poco de movimiento.

                A simple vista el enfrentamiento es dispar. Cuando David se acerca con su bastón en la mano se percata de las dimensiones del gigante. Con agilidad bailotea alrededor preparándose para esquivar los golpes, moviendo los pies como si en vez de lucha a muerte resultara un encuentro de boxeo. David es rubio, es joven, es valiente, pero no necio. Las posibilidades de perder se vuelven certezas en cuanto Goliat saca la espada. David se aleja.

                Las carcajadas de los filisteos aún se escuchan en cascada cuando el joven se gira de nuevo a la voz del gigante:

—Te aplastaré como a un pajarillo y después te daré como comida a las bestias del campo —afirma caminando lentamente hacia su recién conocido rival.

—Como defiendo a mi ganado, así defiendo a mi pueblo. Anda con cuidado no sea yo quien…

—¡Vaya con el joven bravucón!

                David concentra su atención en el pedernal esférico que acaba de sacar de su alforja; siente su masa al colocarla. Desafía al gigante con su mirada fuerte, penetrante. Goliat no parece sentirse intimidado por el gesto del joven. David se concentra con fiereza en el blanco elegido cuando empieza a voltear su honda. Su arma chasquea como lengua encerrada entre dientes y la piedra golpea el gigantesco escudo del oponente.

                La oscura voz del filisteo se burla:

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? Ni siquiera lo has abollado.

                Solo el que sigue los acontecimientos con todos los sentidos escucha el segundo restallido que corta el aire, pero no distingue la piedra; oye el crujido del cráneo golpeado pero no ve cómo rebota el cerebro en el interior del mismo contra las paredes óseas. Un segundo, treinta metros. Goliat cae de rodillas cuando David se gira hacia atrás para poder ver el cuerpo todavía en tensión de su amiga Lía recobrando la postura inicial.

—No olvides cortarle la cabeza. Es tu trofeo.

Raquel Arqued González

(Fotografía de cabecera: Detalle del DAVID, de Bernini)


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