Omar, un amigo colombiano que se asentó a vivir en México, o más bien debería decir en la Ciudad de México, me platicó alguna vez que unos policías de esa urbe, al detectar su acento distinto al hablar, le preguntaron que de dónde era; “soy de la “Agrícola Oriental” les contestó.
La Agrícola Oriental es una colonia muy popular de la capital mexicana, y la anécdota nos sirvió para platicar durante un buen rato sobre la ciudadanía. Omar consideraba, creo yo acertadamente, que un papel no te hace ciudadano de un lugar, aunque en él se reconozcan una serie de derechos y obligaciones. En la práctica ser ciudadano se gana en las calles de la ciudad, en los recorridos cotidianos del o de los barrios.
Caminar, deambular, probar, degustar y conocer, son algunos de los verbos que te hacen ciudadano de un lugar. Para algunos como yo (que soy pata de perro), el conocer las partes que conforman una gran ciudad, es una obligación.
Me parece que fue en 2015 cuando recorrí por primera vez las calles del barrio de Lavapiés, uno de los más populares en Madrid. Ya había visitado el centro de esta ciudad otras veces, aunque casi siempre de manera usual para mostrar a la familia o a los amigos los lugares tradicionales y obligados de esta ciudad. Lo mismo sucedía en la ciudad de México y también en Estocolmo, donde he tratado también de ganar mi ciudadanía.
Pero lo de Lavapiés fue distinto, intentaba explorar ese barrio para localizar una librería donde iban a realizar un acto sobre la lucha zapatista en México. Recorrí por primera ocasión la calle de Ave María, buscando el número 18. Me distrajo el color de los edificios y las estrechas calles aledañas que ahí convergían, los balcones y los olores de la comida y la cerveza, pero sobre todo, el bullir de la gente “de cien mil raleas”, como dijera Serrat.
Llegué tarde al evento y la pequeña librería estaba a reventar, así que apenas escuchaba la intervención de los expositores. Decidí mejor cruzar la calle y probar unas tapas vascas. Desde ese momento, sentí ese barrio muy familiar. Así que no fue difícil, que meses después por suerte o coincidencia o azares del destino, aterrizara ahí en Burma para continuar un taller de escritura.
Una vez a la semana y después, una cada quince días, se hizo rutina en Lavapiés. La escritura, la lectura, la plática, el intercambio de ideas o de vivencias literarias o cotidianas hizo de ese sitio un centro entrañable. Gracias a Burma exploré, junto con mis compañeros del taller, los más distintos y bellos lugares para tomar café, comer, beber o simplemente pasear. Un día un restaurante castizo, otro un chino, un gallego, un mexicano, un peruano, una tarta de queso, un croissant, unas palmeritas que en México llamamos orejas y de plática cualquier libro, cualquier novela, cualquier cuento, cualquier vida.
En el sótano de esa librería se fabricaron mil historias, algunas se han publicado, otras aguardan o quizá no. En sus entrañas también se expresaron voces, poesía, ficción, llamados a la cordura o la acción. Se hicieron brindis, se degustó el pan y la sal, ahí se presentó Yukali.
Por eso, la noticia de hace unos días de que Burma anuncia su cierre definitivo a finales de este mes, es una noticia triste. Para Chus y Alfredo, artífices de ese entramado, mis mejores deseos, suerte y alegría en aquello que emprendan. Debo agradecerles parte de mi ciudadanía en Madrid.
Estocolmo, enero de 2023.
Una pena. Poco más que decir.
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Muy cierto Isidoro, pero lo bailado nadie lo quita. Y a seguir que no hay de otra. Un abrazo.
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