IDENTIDAD (futbolera), Autor: Joaquín Pérez Sánchez

Germán tenía dos o quizá tres años más que los que formábamos el grupito del barrio, casi todos rondando los 15. Al ser el mayor, también era una especie de líder o de modelo a seguir e imitar por los demás. El pelo lacio y más largo de lo normal, llamaba la atención de los que, como yo, teníamos que usar el corte de cabello más corto obligados por la disciplina escolar.

Germán tenía una bicicleta “vagabundo”, muy popular en esa época y algo distinta a las tradicionales. Montado en ella nos miraba jugar futbol y casi siempre terminaba uniéndose al divertimento callejero. Nos bastaban un par de piedras a cada lado de la calle para señalar las porterías y una moneda para hacer el “sol o águila” y escoger a los mejores para formar equipo. Entonces, el tráfico de automóviles y de personas por la zona era muy pequeño.

Entre 10 y 12 chamacos éramos los habituales, suficientes también para intentar formar un equipo más estable y competir en la liga de la delegación.

Un día Germán nos dio la sorpresa, con el patrocinio de otros adultos de la cuadra, se logró comprar las playeras del equipo. Trece camisetas deportivas con los colores clásicos de la bandera de Brasil. La verde amarela y el escudo de Bratislava. ¿Por qué Bratislava? Aún me lo pregunto hoy en día, según recuerdo fue decisión de Germán, y supongo que algún interés por ese entorno le llamó la atención.

Para mí, Bratislava sonaba bonito y además era mi primera camiseta futbolera, así que poco importaba el nombre, la historia o el contexto. Los colores de Brasil y el escudo de la capital de la actual Eslovaquia, fue el primer recuerdo de identidad futbolera. Yo no tenía idea de que entonces Bratislava era la capital de la República Socialista Eslovaca y junto con la República Socialista Checa, formaban Checoslovaquia.

Para mí no existía esa mezcla de símbolos, sólo la alegría de tener un uniforme nuevo y flamante con el cual jugábamos todos los domingos en la liga, en los campos de tierra, soñando que tal vez, si algún día llegábamos a la final, jugaríamos en un campo empastado. No ocurrió y el futbol se convirtió en un pasatiempo secundario.

No obstante, y tras haberme mudado del norte, al sur de la Ciudad de México, seguí manteniendo mi afición por jugar al futbol en las calles. Aunque se contaba con deportivos públicos en la zona, el divertimiento espontáneo fomentaba las “cascaritas” entre los jóvenes, que, de alguna manera, continuábamos la tradición callejera de jugar al futbol.

En este escenario a pie de asfalto, se me hizo conocer a tres hermanos, vecinos e hijos de un funcionario de Hacienda y, gracias a esa amistad, tuve la oportunidad de conocer, por algún tiempo, la organización, la disciplina y la simbología de un organismo, con fuertes rasgos nacionales.

Los “Caballeros Aztecas”. Algo muy parecido a lo que entonces se conocía popularmente en México a los “boy scouts”. De hecho, ambas herramientas eran semejantes en términos de estructura y metodología. Una relación jerárquica, estilo militar con fomento en “valores” para educar y formar “buenos ciudadanos” (lo que ello significara).

El chiste está en que llevábamos un uniforme, manejábamos una jerarquía con nombres en lenguas indígenas y nos divertíamos en excursiones y campamentos, eso sí, siempre tratando de cumplir las estrictas reglas, o no. Conocer y aprender bajo esta estructura, en mi caso, tuvo sus límites, lo marcial nunca me ha atraído, más que como objeto de estudio. No aguanté mucho, aunque reconozco que lo pasé bien y conocí a muchas personas con un interés genuino en preservar la naturaleza y fomentar algunas tradiciones comunitarias.

Con la edad adulta, jugar al futbol dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en algo más esporádico, un eslabón al final de la cadena de intereses, aunque siempre gravitó como un placer accidental. El tema futbolero dejó de ser importante y se trasladó al ámbito del espectador ocasional, del aficionado inconsistente que sólo lo utiliza como pretexto para el chit chat ordinario, propio de cualquier encuentro casual.

Hoy, algunas décadas después, y viviendo fuera de mi país natal, aún juego al futbol, cada vez que puedo, ya no en la calle, ahora en instalaciones más o menos adecuadas para la práctica de ese deporte. Algunos amigos y familiares, junto con mis rodillas me alientan a dejarlo, pero sigo haciendo oídos sordos.

Las camisetas con las que jugamos ahora son blancas o azules, del equipo o tema que más le guste al jugador. Los símbolos o escudos siguen sin importarme, aunque reconozco el peso simbólico que producen en las personas.  A diferencia de mis recuerdos en los barrios en los que he habitado, ahora el azar aporta una sensación refrescante.

Los que nos juntamos a jugar, provenimos de distintas partes, de diversos orígenes, la mayoría expatriados. Sobra decir que por lo tanto con muy diferentes formas de pensar, pero se mantiene una constante,  ese impulso primario que tiene el gusto por el balompié.

Por unas horas, el juego se convierte en un vehículo semejante que borra los demás rasgos y nos confiere una identidad que opaca a las otras. Es sólo un rato, supongo que lo mismo sucede en cualquier juego, luego ese estado lúdico se detiene y se apaga, con la promesa incierta de que se repita en el próximo encuentro.

Estocolmo, noviembre del 2022.


2 Comentarios

  1. Muy bonita reflexión, Joaquín. El fútbol como hilo conductor a través del tiempo. No soy muy futbolera pero siempre le he reconocido a este deporte una enorme capacidad de cohesión entre gentes muy distintas. ¡A la espera de tu próximo pensamiento por escrito!

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