Domingo por la mañana. La semana ha sido peculiar, intensa, de adaptación más o menos exitosa a estos tiempos inciertos, que a ratos parecen haber venido para quedarse. Siento cierta claustrofobia hoy y necesito buscar un espacio más abierto para mi cuerpo y mis ideas. Salgo a dar un paseo al parque, al que considero mi parque, el Retiro madrileño.
Tengo la suerte de tenerlo muy cerca y en pocos minutos ya estoy allí. Traspaso las verjas de entrada. Veo rápidamente que el verde de las hojas ya no es tan absoluto como durante mi última visita hace apenas dos semanas. Los colores pardos, rojizos, se han hecho dueños del reborde de las hojas y avanzan imperceptiblemente hacia el centro de éstas. Esas hojas nacidas de la primavera van perdiendo tersura y se enrollan poco a poco sobre sí mismas, como si adivinaran el frío que ya se acerca.

Las primeras hojas caídas ya crujen bajo la pisada. Sirven de alfombra ligera a los caminos, tan secos hace apenas un mes. Veo una castaña en el suelo. Y aparece mi infancia: “no se pueden comer las castañas pilongas, niños”. Eran esas mismas castañas del Retiro, simplemente eran otros otoños, hace ya muchos años. Un cierto halo de nostalgia, que no de tristeza, envuelve hoy el Retiro. Cada estación tiene sus características e incita a este o aquél sentimiento. El Parque lo sabe y lo refleja a la perfección.
A mí me gusta el otoño de Madrid. Probablemente sea mi estación favorita en mi querida ciudad. Tras el sol abrasador y el calor sofocante, el otoño se me antoja protector, envolvente. Invita a cierto sosiego e introspección, a volver al interior, a visitar museos y galerías. El frío no es intenso aún y los días no tienen la cortedad de los del invierno.
De hecho, a mí me gustan las estaciones. Quizás porque crecí con ellas. Pero no se puede negar que las cuatro caras de un año rompen la monotonía del pasar de los días. Me cuesta imaginar vivir de manera permanente en latitudes donde los días tienen siempre la misma duración, donde la luz y la temperatura dejan de marcar el ritmo del tiempo.


El comienzo de cada estación es como una especie de ritual de transición, una nueva oportunidad de inicio. En el Retiro, las ramas desnudas de los árboles y el sol de invierno ceden paso a la explosión multicolor de las flores de primavera. Sigue el polvo de los caminos secos y el verde que puebla los árboles bajo los cuales dormitar en el sopor del verano . Por último, aparece el tinte castaño de las hojas, que una tras otra se desprenden y despiden de las ramas por unos meses. Luego, todo vuelve a empezar.
Las estaciones son como un viaje por el tiempo que conforma cada año (¿será casualidad que su nombre coincida con el de los lugares donde paran los viajeros?). Y yo este año, ya necesito volver a viajar. No importa que sea a dos pasos de mi casa. Como digo en la presentación de este cuaderno de viajes, “viajar es cambiar de paisaje, probar otras combinaciones estéticas, sumergirse en otros universos y otros coloridos.”. Eso es lo que he hecho yo esta mañana en El Retiro. El parque y yo hemos viajado hacia el color del otoño.
(Entrada publicada por Aetheria el 20 de septiembre de 2020, os dejamos el enlace: https://aetheriatravels.com/el-otono-en-el-retiro/ )