Lo acumulo todo:
Plumas de cisnes, elipses, arquitectura.
Voy por ahí adhiriéndome a las cosas,
absorbiendo relojes atrasados;
un charco con nubes en un día antiguo
que nos contiene, intactos.
Esquemas de la memoria,
el pasado que fue –que se fue– sin pertenecernos,
donde yo te quise, inventándome en tus ojos,
pidiéndole a la luz su voluptuosidad amarilla
para alargar mi estancia en tus pupilas,
al menos, unas centésimas de segundo.
Lo imanto todo:
La tristeza amarilla del violinista callejero
que me mancha de frío y de Bach
al pasar junto a él.
Que desgasta
mi óvalo de mujer sin rostro
y tersa las arrugas de su traje
mientras el cesto se llena de monedas.
Lucho por esquivar
el imparable curso de lo inminente
antes de que me pille desprevenida.
Huyo del presente que me aterra,
pacto con el siseo del viento,
con la risa amarilla de los geranios,
para poder ser anacrónica.
Lo recojo todo:
El rictus enfadado del niño que ha perdido su balón.
Los chicles pegados en el asfalto.
La espera inútil de los bancos vacíos.
Llevo los bolsillos llenos de átomos y de vestigios;
El cartero y sus buenos días… y en la panadería:
–Hola, una barra de pan, tengo los tres céntimos, gracias–.
Regreso con toda la carga pegada a mi cuerpo.
Vivo en el número dos.
Subo a casa.
Podría llenar las paredes de primavera amarilla
con solo sacudir mis brazos, colgar en los cuadros
los bostezos del tedio y vaciar
la espera de los bancos en el paragüero,
por si gotea nostalgia desleída,
de esa que moja de gris permanente y silencioso.
Pero solo coloco la barra de pan en la panera
y me bebo el charco nublado que nos contiene
con el anhelo de empaparme de ti…
antes de calentar la comida.
Tengo un hámster miedoso
que ha vomitado soledad amarilla.
Y le horroriza el sonido del microondas
porque piensa que es un terremoto de gente
arrebatándole el espacio mudo de la calma;
Su incertidumbre nunca cruzará
las rejas sin puertas de la jaula.
Espiral cónica y átomo de plata…
mis miedos nunca atravesarán
el umbral sin puertas de la vida.
En mi cabello, plumas de cisnes,
en mis dudas, elipses,
en mi caos, arquitectura.
Tarareo la música amarilla del violinista
y el hámster gesticula como el niño
enfadado que ha perdido su balón.
Creo que las nubes del charco
se me han subido a la cabeza
y te noto por debajo de la piel,
desde el otro lado, hormigueándome
con tus labios ebrios de algodón.
Lo almaceno todo:
Una invisible lágrima rodando
por un delgado rayo de lluvia
que ha preferido escaparse del sol
para convertirse en palabra…
reductos diminutos, mis palabras/
refugios apacibles, mis palabras/
espacios protegidos que no asustan…
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
El timbre del teléfono estalla en el aire
y el hámster se desmaya.
–¿Diga?
El futuro es el enigma.
Dorada incógnita que habita
entre los árboles con olor a mar.
Amar
Desde que soy amarilla,
no me gustan las estrellas.
(La fotografía de cabecera es de Felice Sharp.)
Wonderful poem and painting !
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