Había una vez…
Una realidad aparte en la que se ensombrece la memoria y apenas se mecen
los recuerdos con escasa claridad. Ahí el lento descenso de la montaña azul.
Un bosque extraño y una carretera sinuosa que atravesaba ladeando el monte y
besando la frontera de abetos en la parte sur y de pinos en el norte.
El motel se encontraba al final de la última curva o al principio de la primera
según se quiera ver. Me gustaba acercarme a él al atardecer cuando la luz del
sol juega con las hojas de los árboles y sus destellos se filtran entre las ramas,
provocando figuras, sombras, bailes de luces. Cuando cae la noche la
oscuridad es cómplice del paisaje y el aullido del viento la música que lo
acompaña.
Las luces de neón del motel irrumpen en el paisaje silvestre y anuncian un
quiebre, una pausa en ese cuadro natural. Podría parecer una mancha grosera
en el entorno nativo, pero esas luces artificiales, potentes, triunfales, que al
acercarse uno a ellas rebanan la realidad y la deslumbran, tiene un poder
sugestivo que adormece la razón.
Ahí vi por primera vez a la chica del vestido azul de terciopelo. Nunca supe si
tenía el pelo oscuro o claro, si sus ojos vivaces emitían verdad o mentira. Su
cuerpo tenue y firme deambulaba por un pasillo lateral y su vestido azul,
chispeaba movimientos lentos y emitía destellos al compás de sus piernas
largas y delgadas.
Terciopelo azul, trampa densa y suave que acaricia los poros de la piel e
hipnotiza al tacto de las manos que se vuelven esclavas de su ser. El sol
oculto, la noche bloqueada y las luces de artificio se muestran y esconden, van
hilando encuentros venturosos. Van corrompiendo el sentido y nublando el
entender, hasta que todo, lentamente, se pierde entre las sombras y el deseo.
Yo no recuerdo mucho de cómo llegó esa chica a estos parajes, ni cómo se
apoderó paso a paso de ese entorno. Lo que si vive en mi memoria como un
relámpago cegador, es la nostalgia. El recuerdo inútil, pero dulce, de su cuerpo
envuelto en esa suavidad extensa de terciopelo azul.
Hoy no recorro más el bosque, no me gusta el castigo infame de las curvas
endiabladas de esa carretera. Ya no gozó más traspasando la frontera natural
de pinos y de abetos. No me encandila la luz de la tarde, ni la promesa ansiosa
de la noche. Las luces del motel se han apagado y en mi memoria sólo resuena
una vieja melodía en azul terciopelo.
Estocolmo, octubre del 2022.
(Dibujo de cabecera, Autor: Nigel Van Wieck)