EVIDENCIAS, Autora: Raquel Arqued

Decían que mamá era muy inteligente. Cuando tu madre muera querrán quedarse con su cerebro, me acongojaban.

Decían que papá era audaz. Insistían: ¿Valiente? Mucho. Cuando tu padre fallezca, le arrancarán su bravo corazón.

Y aquí estoy yo, heredera de ninguna de las dos cosas. Ni cerebro ni corazón.

Hace tres días rompí el silencio de la noche cavando un hoyo; un hoyo próximo a las tumbas. Serpientes de niebla se deslizaban entre las lápidas, entre las piedras que cercaban los rectángulos de los sepulcros. Más allá, donde comienza el límite del follaje selvático, los animales acompañaban el sigilo de mi esfuerzo. No me asustaban. La selva y sus habitantes no me asustan. Solo lo consiguen los animales de dos patas, y esos espero que esta noche tampoco acudan.

Abrí un socavón poco profundo. Entre unas cosas y otras, la tierra de este cementerio está siempre removida. Desde que Emeterio llegó, a los más grandes de entre nosotros les ha dado por morirse. 

La tierra que eliminé la apisoné y la cerqué con piedras, como si de una fosa sin identificar se tratara. Cuando finalicé, no me di tiempo al reposo. Salté para encajarme en el hueco, apagué la linterna y me encogí en su interior.

Así he estado. Tres noches seguidas. Así yazco.

Hoy el cielo está tan negro como mi colchón de tierra. La luz de las estrellas me queda tan lejos… La humedad traspasa mi ropa como el sueño mis párpados. Me pellizco para mantenerme alerta. Me duele la rabadilla. Cambio la postura medio incorporándome en la estrechez. La luna permanece oculta entre jirones de nubes telarañas que apenas dejan entreverla entre sus grietas.

Recuerdo el tacto de mi madre trenzándome la cabeza. Con lo mayor que eres. No temas, solo dicen esas cosas para asustarte. Mi padre, acuclillado, reía. Que tu madre es inteligente… ¡tamaña majadería! Ella lanzaba su chancla y mi padre la esquivaba y, todavía riendo, huía. ¿Valiente tu padre? Míralo, huyendo, como si esta inofensiva mujer pudiera algo contra él.  

Las risas se apagaron hace cinco días. Dos días de duelo, velándolos y, tras enterrarlos, dos noches guardándolos. Tres con esta. Por tercera vez consecutiva he abandonado mi casa, he escapado de la vigilancia de mis hermanos mayores, he abandonado a mis hermanos pequeños. Y todo para asegurarme de que estaba equivocada. Estaba equivocada. ¿Lo estoy?

Percibo que algo se arrastra. Lo siento cerca. Me llevo la mano al bolsillo buscando mi piedra negra. Confío en ella porque nunca la he usado. Solo creo. Otros también creen en otras cosas y no por ello tienen que ser verdad. Mi madre me decía que la tirara, que solo era un trozo de hueso tratado. Mi mejor amigo me la regaló. Ten, si alguna vez te muerde una serpiente, póntela encima cuando la herida sangre. Cuando se desprenda, métela en leche y, si alguien te ha hecho algún mal, que la beba.

Asomo levemente la cabeza para escrutar la oscuridad. Un fulgor relampaguea al sur, allá donde se cruza la carretera con el río. No puede ser el plata de sus aguas; en ese tramo es un vertedero. La luna se vuelve a asomar un pequeño instante, lo suficiente para distinguir que un brillo metálico es el que se acerca. El frío del metal y del disimulo.

Aquello que se arrastraba cadenciosamente cerca de mí se interna en la vegetación a gran velocidad. No sé si alegrarme. Los reptiles también recelan de quien se acerca. En ese momento lo sé. Lo supe cuando vi el fulgor; lo he sabido cuando la serpiente se acercó para advertirme. Quien ha de llegar es más rastrero que yo, dijo con su silbante vaivén lateral. 

No respiro cuando escucho un resuello fuerte, tanto que parece estar junto a mí, tan cerca como antes la ágil reptación. No me asomo. Solo escucho los movimientos que reconozco como los mismos que ejecuté yo dos noches antes. Hasta mí llega lluvia de tierra de cada palada. Querría salir, gritar, ahuyentar a quien quiera que esté excavando en la tumba de mis padres, pero no lo hago. Oigo el crujir de la madera del ataúd. Querría salir y escuchar bajo mi machete el del cráneo de quien profana la tumba de mis padres, pero me contengo. Escucho el jadeo de quien saca el primer cadáver, el de mi padre, y lo deposita sobre el suelo para, a continuación, realizar el mismo esfuerzo con el de mi madre. Y entonces me asomo, y observo cómo Emeterio alinea a ambos. Me quedo paralizada cuando abre el pecho de mi padre y saca su corazón. Un corazón que amó, un corazón que latió por su mujer y sus hijos y que dejó de hacerlo cuando sus labios se pusieron morados y le falló la respiración. Un pecho abierto que emerge sin ocupante, inertes ambos. El mismo destrozo cuando trepana a mi madre, tirando un colgajo óseo hacia mí.

Entonces noto cómo mi machete cobra vida, sale del hoyo y se dirige hacia las corvas de Emeterio. El primer corte en la pierna coincide con el mordisco en el corazón. El segundo, sobre la garganta expuesta a mi altura cuando cae arrodillado. Y luego, sin freno, se descarga sobre cada una de las articulaciones que luego ocuparán el espacio que fue mío durante tres noches.

Me lleva un tiempo recomponerlo todo. El sol muerde el horizonte cuando la última palada de tierra cubre la tumba de mis padres, una tumba que sé incompleta. Me doy media vuelta. La tierra siempre aparecerá removida.

Vuelvo a casa. He depositado la piedra negra sobre la tumba.

Raquel Arqued González

22-02-2022

(Imagen de cabecera: PapaLeoArts)


2 Comentarios

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.