A Miguel Sokolowski
Las diferentes historias que Sam Shepard cuenta en Crónicas de motel podrían ser instantáneas de polaroids lanzadas al viento, o pequeños retazos de una infancia lejana proyectados en el retrovisor de un coche en marcha: “serpenteábamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontasauro. Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos. No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios”.
Entre sus páginas recorremos paisajes muy diversos, desde carreteras solitarias a habitaciones de moteles impregnadas por las huellas de cuerpos en espera, por existencias, a menudo, incompletas. Texas, California, Nevada. Asistimos con complicidad a la cotidianidad de los días en su fluir, a veces benévolo, a veces no tanto; el despertar frente al desierto; el umbral de una puerta al anochecer y todos los misterios que ofrece la oscuridad cuando se cruza la luz de la entrada para tirar la basura; la descripción inquietante con la que, a menudo, Shepard retrata a sus vecinos, o a gente que, simplemente, se encuentra a su alrededor de manera circunstancial.
En Crónicas de motel presenciamos la amarga belleza que a veces ofrece la propia naturaleza, como la muerte de un pájaro acuático estrellándose contra el suelo al confundir los reflejos del pavimento con un lago. Y es en ese momento, cuando el Shepard-niño, incapaz de comprender, se pregunta cómo los pájaros pueden perderse sin más. Y es que ¿hay algo más libre que un pájaro volando? Una mariposa moribunda es el leitmotiv de toda una escena. La mariposa bate sus débiles alas alrededor del cristal de un coche durante lo que serán sus últimos segundos, mientras el conductor la mira impasible: “todo el día ha estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de la Highway 10 East. Debe ser la época del año en la que tienen que morir”.
Naturaleza muerta. Belleza en el momento del olvido, de lo caduco, o en el estado circundante y pasivo en el que, a veces, se encuentran nuestras propias vidas. Alienación del propio escritor en su deambular por los diferentes espacios. Reales. Oníricos. Como la presencia enigmática de Nina Simone entre las páginas del libro cuando un joven Shepard, hechizado por su voz y su presencia, le lleva cubitos de hielo a su camerino: ella me llamaba «guapo». Yo le llevaba toda una enorme bandeja de plástico gris llena de hielo para enfriar su Scotch…”
El eco. De un disparo. Así es la escritura de Shepard, en la que, en ocasiones, los sujetos no abrazan al verbo, ni los adjetivos a los nombres. Las palabras se quedan orbitando unas alrededor de las otras. Sin tocarse. En suspenso. Potenciando las pausas entre ellas. El deleite de la imagen que crea el significado, como cuchillos serpenteando el horizonte de un lienzo en blanco.
Los paisajes norteamericanos que pueblan Crónicas de motel podrían ser sucesiones de imágenes infinitas: Texas, California, Nevada, Kentucky. Instantáneas de un tren, de muchos trenes que son uno solo. Trenes solitarios que recorren las vías nocturnas, trenes que separan a personas, o que las unen entre abrazos y fulgores adolescentes. Trenes que cruzan vidas, que se proyectan hacia el futuro o se hunden en el pasado, y mientras tanto, “el tren sigue siendo el mismo. El mismo maravillado asombro. La misma descorazonadora sed de la tierra que pasa por la ventanilla. Si alguien me lo regalara, viviría en un tren”.
Me gusta imaginar que, en medio de estos paisajes, Sam Shepard telefoneaba a Patti Smith y ambos se murmuraban versos al oído, tal y como hacían en las largas conversaciones que mantuvieron durante una amistad que se forjó durante décadas, entre libros, canciones y soledades compartidas. Cuando la señora Smith se despidió de él tras su muerte en una emotiva carta, escribió que a menudo lo imaginaba cerca de los coyotes que aullaban a la luna.
Crónicas de motel es un libro a caballo entre el relato corto, la poesía o diario personal, por eso huye de las etiquetas, no las pongan, dejen que cabalgue en libertad. Es difícil escapar de entre sus páginas. Una se quedaría a vivir entre ellas, como en un tren.
Silvia Sánchez Muñoz| Junio 2019
Todas los textos citados pertenecen a la obra reseñada, Crónicas de motel de Sam Shepard, publicada por Anagrama; 142 páginas.
Habrá que leérselo, digo yo, sobre la cama de un motel de carretera en plenas vacaciones.
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