Hubiera estado horas paseando sin prisas, disfrutando de la tarde templada, pero le pesaban las carpetas y el ordenador personal. »Una lástima con la agradable temperatura que hace» pensó. Había sido un buen día; después de varias visitas a la casa, unos clientes habían decidido comprarla. Ya estaba firmado el contrato y Lucía pensaba en la jugosa comisión que le correspondía. El trabajo era agotador, pero corrían buenos tiempos y quizás al año siguiente ella podría comprarse una de esas casas que enseñaba, con un pequeño jardín, casas que pasaban delante de ella, pero se detenían delante de otros.
Se paró, cambió el ordenador de mano y vio un atractivo escaparate, trajes, faldas, jerséis, foulares, todos en colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y sienas. La contemplación de esos colores le produjo una extraña sensación, excitaron sus sentidos y un raro desconcierto la invadió. Siguió andando hasta su casa. Le apetecía algo fresco y dulce para cenar, abrió la nevera, solo el vacío más desconsolador la llenaba, pero algunas mandarinas en el frutero serian suficientes para aquella noche. Las cogió mirando el amarillo anaranjado y, palpando la suave rugosidad de su piel, respiró su olor, pero era el color brillante lo que atraía su mirada. Se sentó en la cocina y las fue pelando pausadamente, cogió las pieles y las apretó, buscó un mechero que acercó a las mondas de mandarina. Unas pequeñas estrellitas luminosas flotaron en el aire, eran demasiado efímeras. Lucía lo repitió una y otra vez hasta que las pieles quedaron secas sobre la mesa.
Lucía se puso el abrigo y salió a la calle. El atardecer era naranja casi rojo, se paró, no se resistía ante el encarnado encendido que se desbordaba entre los edificios y se reflejaba en los cristales. La ciudad parecía arder y entonces se dio cuenta de que tenía que huir de la atracción, de la fascinación del fuego. Después de tantos años, aquello volvía como una avalancha de nieve, como un tornado y ella no tenía donde refugiarse. Apartó la vista, no podía mirar, no podía disfrutar de algo que tanto dolor le había producido a ella y a su familia mucho tiempo atrás. Creía que aquello estaba superado, pero hoy había vuelto a su vida atropellando su tranquilidad. La casa de su abuela en el pueblo, Lucía y su hermana pequeña jugando, cerillas, unas cortinas, un sillón, su muñeca. Cogidas de la mano, su hermana tiraba de ella hacia la puerta llorando, pero Lucía no se movía y la retenía con fuerza, miraba cómo el fuego quemaba la cabeza de la muñeca, los pelos volaban, sus ojos desaparecían dejando dos huecos negros. La Mariquita Pérez se iba chamuscando y crepitaba con un largo lamento; el rojo, el amarillo, el naranja, el blanco azulado iban arrasando violentamente la habitación. Su hermana se soltó de su mano y corrió hacia la puerta, pero un madero del techo cortó su vida incipiente. A Lucía la sacaron, pero sus ojos habían retenido los colores ondulantes de las llamas.
Una caminata, campamento de verano, adolescente, el pasado estaba enterrado en su memoria cuando vio un cristal entre la hojarasca y el sol señalándoselo como un reclamo, Lucía lo orientó y se quedó rezagada esperando. Oyó a lo lejos las voces de sus compañeros que la llamaban, pero ella se quedó inmóvil ante el cristal, surgió una pequeña llama y sopló, sopló hasta quedarse sin aliento y el bosque comenzó a arder lentamente. Retrocedió sin dejar de mirar el gran regalo que Prometeo les había hecho a los hombres.
Pero Lucía ahora ya estaba curada, lo habían dicho psiquiatras y psicólogos, Lucía podía integrarse en la sociedad sin peligro para ella ni para otros. Lucía era una mujer normal, ya había roto su vínculo con el fuego, pero aquella tarde los colores de aquel escaparate habían resucitado el volcán que dormía en su retina. Las luces de las farolas empezaron a encenderse tenuemente, las tiendas echaban el cierre, los goznes de las persianas metálicas chirriaban. Lucía seguía andando por un camino que se le antojaba sin retorno, notaba en su espalda un impulso invisible, sus piernas recibían órdenes de su cerebro
«¡Deteneos, parar!», sin éxito.
– Mi coche se ha parado, me he quedado sin gasolina, necesito una lata para poder llegar a casa ¿sería tan amable…?
Al salir de la gasolinera fue dejando un reguero letal, el suelo, sus zapatos, su abrigo se iban empapando, sacó el mechero del bolsillo, unos segundos y el fuego se extendía por la calle hasta la gasolinera, y sus ropas, sus zapatos, se volvían blanco-azulados y luego amarillos y naranjas y rojos hasta que dos huecos negros como los de aquella muñeca aparecieron en su cara crepitando.