SOMOS RELATOS, Autor: Joaquín Pérez Sánchez

Una noche templada del mes de abril, no recuerdo con exactitud la fecha, pero el año era, seguro, 1982, cuando uno más de los presidentes mexicanos, pertenecientes al viejo Partido de la Revolución Institucional (PRI), José López Portillo, preparaba la sucesión presidencial luego de fracasar en la defensa del peso ante la moneda del imperio (el dólar estadunidense): “Defenderé el peso como un perro”, fue la frase que quedó en la memoria de muchos que vimos cómo, una vez más, el país era saqueado.

Tres jóvenes cercanos a la mayoría de edad (18 años) o quizás alguno ya en ella, reíamos al calor de unas cervezas, aguardando el tiempo propicio para actuar en nombre de no sé qué siglas de la época, eso sí, de alguna minúscula parte de una “izquierda” en eterna recomposición y formación. Teníamos aproximadamente media docena o quizás ocho botes de pintura negra en nuestras mochilas, y una selección de tres o cuatro consignas en nuestras cabezas. “Paro nacional”, “Organización popular”, entre otras. El objetivo las bardas recién pintadas de blanco por el rumbo, listas para ser utilizadas por los partidos políticos en sus “mensajes” de campaña.

Un Valiant, tampoco recuerdo de qué año, que generosamente nos prestó (sin permiso) uno de los padres de alguno de los camaradas, nos sirvió para agilizar la tarea. Serían las tres de la mañana más o menos y a bordo de nuestro “Rocinante” de cuatro ruedas, recorrimos varios barrios de la delegación Xochimilco grafiteando nuestras consignas revolucionarias, faltaría más.  En una de las bardas contigua a una panadería escribí: “No al alza del bolillo” (pan de harina de trigo, muy popular en México), pinta de la que me siento bastante orgulloso, pues duró muchos años sin que nadie se atreviera a quitarla.

Tras la rápida excursión propagandística regresamos a la unidad habitacional en la que vivíamos, la cual goza de un perímetro cercado y de vigilancia particular. Aún nos quedaban un par de botes de aerosol y al ver las blancas paredes de los edificios intactas, no pudimos reprimir las ganas de que ahí también se expresaran las protestas populares.

A la mañana siguiente, al calor de alguna delicia culinaria en la casa de uno de los amigos, la voz pausada de la anfitriona nos relató: “¿No se enteraron de lo que pasó anoche? Dicen que en la madrugada llegó un camión de redilas, donde bajaron armados un grupo de sujetos con pasamontañas, amordazaron al vigilante y vandalizaron las paredes”… El relato nos sorprendió, pero al mismo tiempo nos provocó una oleada de risa. ¿Quiénes éramos nosotros para desmentir aquella historia?

La emoción vivida imprime un sello de adrenalina que se consume en el acto, pero el relato del suceso, aunque difiera del hecho, aporta un sello, un sabor especial al que todos somos adictos.

Así, por ejemplo, recuerdo que un compañero de trabajo en el Aeropuerto de Arlanda en Estocolmo, nos relató en una noche de aburrimiento, cómo su abuela, proveniente de algún pueblito al norte del país escandinavo, quedó totalmente fascinada, cuando a mediados del siglo pasado, vio en una calle de la ciudad de Uppsala, a un hombre negro.

El hecho que el colega describió, para la mayoría de los ahí presentes, casi todos inmigrantes, representaba algo sumamente ordinario. Una persona de color paseando por una calle de una pequeña ciudad sueca, sin embargo, en voz de nuestro amigo, cien por ciento nativo, era de una singularidad especial.

Por un momento imaginé a decenas de personas, la mayoría rubias, con ojos claros, deambulando por las calles del centro de alguna ciudad sueca y en medio de alguna de ellas un hombre o una mujer de color. En la Ciudad de México, al menos en los años 70 era extraño encontrar a personas de color en sus calles.

Lo distinto, lo diferente, lo que provoca, lo que cuestiona, siempre ejerce una atracción y una reacción y la manera de conocerlo es a través de cómo lo contamos o cómo nos lo cuentan. Somos relatos.

“El principal problema de la humanidad es que tenemos mentes paleolíticas, instituciones medievales y tecnología que parece de dioses”, apuntó el “padre de la biodiversidad y la sociobiología”, Edward O. Wilson (1929-2021).

El otoño en Estocolmo es tranquilo, yo tomo una taza de café frente al televisor. Es 11 de septiembre del año 2022, un locutor informa que los reactores de la planta nuclear de Zaporiyia, en manos de las fuerzas rusas en Ucrania, han sido desconectados, pero que el peligro de un “accidente” nuclear sigue latente. El conductor televisivo cambia de noticia y se traslada a Londres, donde se prepara un “intrincado” funeral para la reina Isabel II, recientemente fallecida. Luego la información retorna a la realidad sueca. Es día de elecciones generales y la curiosidad por saber qué va a pasar con la extrema derecha que crece como la espuma aquí y en toda Europa. Una tras otra se suceden las historias, los relatos de la vida cotidiana. Somos unos simios privilegiados.

Estocolmo, septiembre de 2022.

(Fotografía de cabecera, autor: Joaquín Pérez Sánchez)


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