Cuando vuelvo a verte, todo se torna límpido. Acepto sufrir.
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¿Y tú te vas? ¿Te vas?… No, no te vas: yo te retengo… Me dejas tu alma entre las manos como si fuera un manto.
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¿Próximo? No, estás más cerca aún. Te compadezco como a mí misma.
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He conocido a jóvenes que pertenecían al mundo de los dioses. Sus ademanes recordaban la trayectoria de los astros; nadie podía extrañarse de hallar insensible su duro corazón de porfirio; si tendían la mano, la codicia de aquellos exquisitos mendigos era un vicio de dioses. Como todos los dioses, revelaban inquietantes parentescos con los lobos, los chacales, las víboras: si los hubieran guillotinado, hubieran adquirido el aspecto lívido de los mármoles decapitados. Hay mujeres y jovencitas que proceden del mundo de las Madonas: las peores amamantan a la esperanza como a un hijo prometido a futuras crucifixiones. Algunos de mis amigos salen del mundo de los sabios, de una especie de India o de China interior: en torno a ellos el universo se disipa como el humo, cerca de esos fríos estanques donde se mira la imagen de las cosas, las pesadillas merodean como tigres domesticados. Amor, mi duro ídolo, tus brazos tendidos hacia mí son vértebras de alas. He hecho de ti mi Virtud; acepto ver en ti al Dominio, al Poder. Me entrego a ese terrible avión propulsado por un corazón. Por las noches, en los tugurios a donde vamos juntos, tu cuerpo desnudo se parece a un Ángel encargado de velar por tu alma.
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Se dice: loco de alegría. También podría decirse: cuerdo de dolor.
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Hace seis días, hace seis meses, hizo seis años, hará seis siglos… ¡Ah! Morir para detener el Tiempo…