LABERINTO SALVAJE 10, Autor: Luis Vinuesa García

Mi amigo fue a una conferencia sobre el 2666 donde conoció a Liz Norton. Koldo sabe medrar, quiere hacerse investigador de los archivos de Bolaño. Ya se ha ganado la complicidad de Liz Norton, han viajado juntos y eso une o desune. En este caso congenió con la más lúdica de los críticos literarios que siguen la pista de Archimboldi, seudónimo de Hans Reiter. Así me contaba Koldo por email: Cuando la inglesa me propuso viajar a Ucrania en busca del retrato de Hans Reiter realizado por un soldado alemán en la Segunda Guerra Mundial, pensé que Liz Norton o bien estaba pirada o bien se buscaba pretextos para animarse la vida. ¿Y yo?, yo seguiría sus delicados tobillos hasta Mikolayiv, cerca del estuario del Dniéper y centro del eje Odessa-Dniepropetrovsk, poblaciones donde, como se dice en el 2666, el padre de Ansky vendía sus blusas. Aquel viajante de comercio textil tenía su base en la aldea de Kostekino, aldea convertida durante la guerra en refugio para el combatiente alemán Hans Reiter.

Un antropólogo ucraniano le había comunicado a Liz Norton la existencia de un edificio de ladrillos en el cual se conservan los murales que, al modo de pintura rupestre, reflejan la vida de acuartelamiento de los soldados de la Wehrmacht. En medio de los campos solo se mantiene el edificio, no quedan restos de la aldea de Kostekino ni de la isba en la que Reiter halló los papeles de Ansky, cuya lectura despertó la vocación literaria al futuro Archimboldi. Bien, pues en aquella construcción de ladrillos, varios alemanes de intendencia se instalaron y uno de ellos dibujó con carbón los murales que representan escenas cinéticas, ya violentas, ya de paz. En una de estas aparece el propio Hans Reiter asomado a la ventana en la isba de Ansky. Son dibujos simples, aunque no faltos de habilidad. Los soviéticos mantuvieron esa exposición de arte bélico unos cuarenta y cinco años como recordatorio del delirio de los hombres, un recordatorio que los ucranianos han preservado hasta la actualidad. Así le había relatado a Liz por correo el antropólogo que, olvidado de todos, se encarga de conservar ese museo distanciado como una ermita huraña unos cien metros de un cruce de caminos. Sergei lleva allí destinado desde 2002 ocupándose del arreglo de las goteras, del barnizado de puertas y postigos, etc., así como de la restauración, siempre al carbón, de los murales. En veinte años habrán pasado como un centenar viajeros, la mitad ucranianos, la mitad rusos. Hay algunos que se han perdido y preguntan por las coordenadas de Mikolayiv, sin prestar la menor atención a esa reliquia de la Segunda Guerra Mundial. Pero a los curiosos que de verdad se interesan, Sergei les explica aquellas representaciones simbólicas, como de hombre de las cavernas, con las cuales el artista invoca de la providencia o del amado Führer el sustento alimenticio mediante las figuras mágicas del elefante, la jirafa, el rinoceronte y el pato. Sufrían hambre los soldados que, desquiciados, hubieran ingerido lo que fuera. De hecho se halla plasmado el esqueleto de un perro, además de dos alemanes haciendo el amor, otra necesidad primaria cumplida o por cumplir por los guerreros del Tercer Reich. Cuando algún visitante pregunta por el hombre asomado en la ventana de la isba, Sergei, que ha leído el 2666 tanto en inglés como en ruso y en ucraniano, le informa de que se trata del escritor Benno von Archimboldi antes de hacerse famoso gracias al libro de Bolaño.

En Odessa Liz Norton y yo tomamos una marshrutka hasta Mikolayiv, donde alquilamos un destartalado Saab que condujimos por la monótona carretera que se desenrollaba ante nosotros bajo un cielo cubierto por el tul negro desplegado por los míticos titanes según la leyenda local que nos contó un gasolinero. Igual llovía.

Llegamos a lo que fue la desaparecida aldea de Kostekino. Sergei nos recibió con alegría, pero Liz apenas le hizo caso y se dirigió a los murales. Los escrutó y por sí misma halló la figura del entonces Hans Reiter, luego Benno von Archimboldi. Sin haber contemplado nunca antes ninguna imagen suya, lo reconoció; lo había estudiado ad náuseam y no albergó duda. Liz se abstrajo en aquellos rasgos, de los que destacaba la barba que se adivinaba rubia.

Esa noche, al resguardo de la lluvia y al calor de la estufa, Sergei, Liz y yo nos trincamos una botella de vodka con hojas de abedul y charlamos de todo, desde el 2666, los trigales en barbecho, hasta las cuevas de Lascaux. Por otro lado y de tanto restaurar los murales, Sergei se veía capacitado para homenajear a Liz Norton, la insigne especialista en Archimboldi. Y la dibujó leyendo un libro al lado del barbudo Hans Reiter. El jefe del antropólogo, un indolente comisario de zona, no supervisaba por allí desde hacía tres años; y aunque se presentase, Sergei dudaba mucho de que se percatara del detalle añadido. En la portada del libro con que retrató a la Norton rezaba Lüdicke, la primera obra de Archimboldi.

Sergei nos acomodó no del todo apretujados en su habitación contigua al museo. A la mañana siguiente apareció su jefe, quien tiraba del antropólogo de una forma tan atropellada como inusitada. Nuestro amigo ni siquiera terminó el desayuno con nosotros, Sergei tropezaba, todavía masticando su rebanada de pan con tocino, tras el vehemente comisario. Creímos entenderle que acudían a una convención del PCU (Patrimonio Cultural Ucraniano). Sergei nos onduló la mano desde el asiento del copiloto de un Lada: despedida de pañuelo invisible.

Yo le hablé a Liz acerca de tomar el relevo de nuestro amigo, de quedarnos a cargo de los murales. Podíamos abastecernos de vodka y comida rastreando entre los pueblos más grandes que habíamos detectado en el viaje. Pero la crítica inglesa ya había visto la única imagen que se conserva de Archimboldi, de modo que pretendía pasar página y me hizo tres sugerencias por supuesto que literarias: llegarnos a Crimea y buscar, al hilo de la crónica de Tolstói, vestigios de El sitio de Sebastopol; o alcanzar Yalta y visitar la casa de Chéjov, antecesor de los realistas sucios norteamericanos, véanse Richard Ford o Raymond Carver, o –seguía Liz– internarnos por Moldavia tras las huellas de Zamfira, la zíngara que enamoró a Pushkin, padre de las letras rusas modernas.

 

Luis Vinuesa García

 

 

(Pintura de cabecera: Bisonte herido, Cueva de Lascaux)

 


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