EL PASEO DE LOS DIOSES, Autora: Raquel Arqued

Entra sin llamar. La directora lo mira por encima de las gafas sin dejar de teclear. El silencio es menos violento que el empujón dado a la puerta. Ella lo rompe elevando unas cejas interrogantes.

—Tenemos un problema —farfulla el joven.

—¿Qué problema?

El joven traga saliva.

—Ares quiere que le cambiemos de ubicación.

La directora deja de escribir.

—¿De qué me está hablando?

—No sé —titubea—.  Yo tampoco lo tengo claro.

—Adolfo, ¿usted ha bebido?

Ante la ultrajante insinuación Adolfo deposita una carta sobre la mesa. La directora comienza a leer. Levanta la vista hacia su subordinado, le invita a sentarse con un gesto de la cabeza, abre la caja de puros, saca un regaliz largo y negro, alarga otro a Adolfo que lo rechaza y, sin quitar la vista del texto, se mete la barrita en la boca. Al segundo párrafo deja caer el cuerpo sobre el alto respaldo de su silla y, sin abandonar la lectura, mordisquea.

—¿La ha leído? —pregunta con la carta a la altura de su rostro oculto tras el folio.

—Sí.

—¿Y qué opina?

—Con todos mis respetos, señora directora: parece una broma.

La directora se asoma lateralmente y lo mira preocupada.

—Viniendo de quien viene, no resulta útil tomársela como tal ¿no cree, Adolfo? Aunque sea una estatua, Ares sigue siendo el dios de la guerra.

—¿Lo dice en serio, señora directora?

Ella abandona la carta sobre el escritorio y lo mira.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí, Adolfo?

—No más de dos minutos, supongo.

—Digo en el ministerio.

—Sin contar fines de semana, diez meses, cinco días y… —echa una ojeada al reloj— unas horas.

—¿Y este es el primer requerimiento que cae en sus manos?

—Sí.

—Pues es un privilegiado, Adolfo. Si supiera con lo que yo me estrené…

La directora alarga la carta y ordena:

—Tome las medidas pertinentes para que la reclamación sea tenida en cuenta.

—Eso es imposible —le tiemblan las manos que se sujeta para disimular.

La directora se yergue en su silla. Aunque una gota de sudor resbala ya por las sienes de su subordinado temeroso por las consecuencias de la insurrección que está llevando a cabo, él insiste:

—Inviable.

La directora se levanta y su voluminosa figura cual cariátide impresiona a Adolfo. Apoya las dos manos sobre el escritorio.

—Dígame, Adolfo. Imposible: ¿para quién?  Inviable: ¿el qué?

La mandíbula de Adolfo se contrae con pucheros, pero se mantiene firme cuando contesta:

—No puede ceder a la primera de cambio.

—Adolfo, estamos hablando de un dios beligerante.

—Con su permiso —baja la mirada y la voz— de una estatua.

—Estatua o no, es Ares y es peligroso. ¿Ha leído la amenaza de las plagas?

—Palabrería.

—Pudiera ser, pero después de la que hemos tenido con el virus de las narices, a ver quién es el guapo que sale a dar explicaciones si nos llega una nueva pandemia. Total, seamos prácticos, a ver ¿a quién perjudica?

Adolfo se encoge de hombros.

—A nadie, supongo.

—Pues ya está, hecho. Ares no soporta estar junto a Atenea, así que reemplácelo por quien quiera. Por Attis, ponga a Attis en el lugar de Ares y se acabó —ordena sentándose de nuevo y tragando el último pedazo de regaliz.

—Lo que usted diga —obedece finalmente Adolfo.

—Por cierto…

—¿Sí? —contesta el joven girándose con la mano apoyada en el pomo.

—La próxima vez, llame a la puerta, por favor.

—Sí, señora; perdón, señora directora.

͠

Toc, toc, toc.

—Adelante.

Nadie entra. La directora levanta la vista y distingue la sombra de Adolfo tras el cristal esmerilado donde puede leerse AROTCERID.

—Adelante, Adolfo, adelante.

Adolfo abre la puerta y la inquietud se cuela con él.

—Buenos días. Siento molestarla. Hay novedades relacionadas con el caso.

—Guarde la carta de agradecimiento de Ares en la carpeta de «Congratulaciones», si hace el favor —puntualiza señalando con el dedo índice hacia una de las estanterías.

—No hay ninguna carta.

—¿Entonces? —interroga bajando la barbilla y subiendo la mirada.

—Está aquí la policía.

La directora se pone de pie y se alisa el traje mientras Adolfo se explica atropelladamente.

—Según parece la ninfa ha presentado una denuncia por acoso, y nos hace a nosotros responsables.

—No entiendo.

—La ninfa del paseo… la que daba la espalda a Attis. A ver si me explico: Attis estaba colocado de tal manera que veía la espalda de la ninfa desnuda todo el día. Eso a Attis parecía no molestarle, a ver, adivine lo que pensaría observando de manera continuada esas turgentes, nacaradas y firmes nalgas —describe dibujando semicírculos pendulares con sus manos—, perdón. La cuestión es que la ninfa no sentía ninguna inquietud ya que como sabe Attis… —junta y separa los dedos índice y corazón en el aire— ya sabe…

La directora adelanta la cabeza y abre los ojos interrogante.

Adolfo tararea en falsete como si fuera un contratenor. Al ver la cara de la directora aclara:

—Castrati… eunuco… vamos, que Attis no puede… no tiene… pues eso, que carece de genitales —precisa repitiendo el gesto de tijera.

—No termino de entenderte.

—Está claro, señora directora. Ares no es igual. Ha sido ver a la ninfa y está descontrolado. Empezó con piropos y ante la indiferencia femenina pasó a los improperios. Sirva de ejemplo que pasó de querer ser aire para enredarse en su pelo a querer ahondar con su panopea generosa en la almejilla.

—Adolfo, sin detalles.

—Resumo: la policía está aquí porque esta mañana Ares ha conseguido que sus perros y buitres le acercaran hasta la ninfa y esta no ha podido más. Ha llamado al ministerio y ha presentado denuncia por acoso.

—Está bien, Adolfo, dígale a la policía que entre. Por el momento, como medida cautelar propia, traslada a Ares a la plaza de Afrodita, que esa no presentará ninguna denuncia.

Adolfo abandona el despacho cediendo el paso a una pareja de policías.

͠

Tres enérgicos golpes en el cristal y el «adelante» se queda en los labios de la directora. Adolfo irrumpe en el despacho.

 —Buenos días. Vengo a presentar mi dimisión.

 —Pero, Adolfo, aquí hay dos cartas —replica la jefa.

 —Sí, señora directora. La otra es de Hefesto.

Raquel Arqued González

31-05-2022

(Fotografía de cabecera, autor: Robert Doisneau)


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