BAL BOHEME, 1939. Autor: Juanma Cuerda

Costume prize winners at Arts Club's Bal Boheme. Washington, D.C., April 10. Library of Congress Prints and Photographs Division Washington.

Corre desenfrenada la primavera de 1939 y nosotros tras ella, intentando atrapar el espíritu de los locos 20, entre bailes benéficos y brindis a la puesta del sol. Borrachos de amor los unos por los otros, bajamos Pennsylvania Avenue entre risas nerviosas, a ratos huyendo de las miradas de las gentes de bien, a ratos dejándonos ver un poco, lo justo para que el ciudadano de a pie vea nuestro disfraz, pero sin descuidar el anonimato de nuestros rostros, que mañana habrá que volver al sombrero y a la pamela y lo que vaya a ocurrir esta noche es mejor que se quede allí mismo, al otro lado de las imponentes puertas del Club de las Artes, que esta noche están abiertas de par en par, invitándonos a disfrutar, aunque sea solo por esta vez, de su baile anual de disfraces: el mítico Bal Boheme. 

El club lleva abierto desde 1916, fundado a la manera de su homónimo en Chelsea o del National de Manhattan, con su misma vocación artística y bohemia y, además, presumiendo de ser el único con mujeres en puestos de responsabilidad, mirando por encima del hombro de la modernidad a todos aquellos otros clubes de maderas nobles y puros habanos reservados para el uso exclusivo de los señores de la casa. Chúpate esa, Club Diógenes. Uno a cero, Reform Club.

El Bal Boheme está en su momento cumbre, la entrega de premios a los mejores disfraces, y en las caras de los asistentes se ve que todavía no se han descorchado los champanes. El tema del año es Paris en Primavera y, a partir de ahí, que cada cual interprete lo que eso significa. 

En todo caso, ahí está el venerable Theodore Green, ex gobernador de Rhode Island, a sus 72. Casi recién estrenado su cargo de senador en lo que para muchos sería una invitación a un retiro dorado, pero que él, con una Guerra Mundial incluida, prolongará 20 añitos más hasta sus buenos 92, en lo que se convertirá en un buen cargo vitalicio, como el de los viejos reyes europeos o los de todo americano de buena familia. 

Le acompañan en el estrado los afortunados ganadores de los premios gordos de la noche, cuyos nombres conocemos gracias a la crónica de sociedad de la época. El primero, a su izquierda, el ganador del premio al disfraz más original, Richard Hill, que, según el acta del jurado, se ha disfrazado de los árboles y los arbustos de Paris. Claro que sí, hombre, por qué no. 

Es el premio a la originalidad y original es. Sobre todo por la caradura de decir que representa a los árboles y arbustos de París, cuando en el salón de baile todos han visto que el bueno de Richard se ha disfrazado de Estatua de la Libertad y que, a la hora de rematar la faena, se ha encontrado corto de coronas, antorchas y Declaraciones de Independencia, y —aquí viene el genio creador—ha decidido que ese no iba a ser un problema que no pudiera solucionarse con una de las plantas de la entrada al Club. Si a estas alturas, un tipo dispuesto a pasarse la noche con la cabeza en una caja sujetando con los dientes el tronco de un esqueje no nos merece un premio, vayámonos a mirar fotografías a otra parte.

Junto al senador, observa atónito la jugada el joven Samuel Staples, ganador del premio al disfraz más divertido, disfrazado de su interpretación del típico estibador parisino: zuecos cómodos, calcetines sin gomas, pantalón sujeto con un cordel, camiseta de domingo por la tarde y —atención a los complementos— collar y sombrerete tomados prestados de su mujer y la clásica pipa de estibador parisino, que aporta el necesario toque de distinción afrancesada. 

El joven Staples ha debido de considerar que todo lo anterior no hacía a su estibador lo suficientemente parisino, así que ha completado el cuadro llenando de pelo a su personaje, incluido el detallito de la mata asomando por la pechera. Pelo rojo, por supuesto, porque todos los europeos, o todos los estibadores, han de ser descendientes de Van Gogh.

A la espalda del senador, los premios a los más disfraces más bonitos del baile: Marcia Evert, que va disfrazada de mujer hermosa en baile de disfraces y Parr Hanna, que, como todos los hombres guapos del mundo, ignora olímpicamente lo que ocurre a su alrededor y concentra sus lánguidas energías en posar o preparar la pose con la que deslumbrar al fotógrafo. Marcia lleva un sencillo vestido de seda, rematado con un bonito lazo que no es el colmo del atrevimiento, pero es que Parr se ha disfrazado por los dos: de cabeza para arriba, el bicornio de Napoleón y, de cuello para abajo, de animal mitológico: mitad emperador de los franceses, mitad Muy Glorioso y Andariego tuno de la facultad de Derecho.

Detrás de ellos, el panorama se divide entre los miembros de la Junta Organizadora, a la derecha de la imagen, que están exentos de llevar disfraz, y el resto de participantes en el baile, a la izquierda de la fotografía, cuyas expresiones pueblan la  carretera que va desde Villa Lo Importante Es Participar hasta la Casa Te Juro Que Los Mataba a Todos Ahora Mismo. 

La más expresiva en su desacuerdo con el reparto de méritos es la campesina disfrazada de Lauren Bacall disfrazada de campesina, que se niega a participar de la farsa que se está desarrollando en el estrado y busca con la mirada la puerta de salida o la barra de los cócteles. A su lado, otra campesina que, si no supiéramos que la cosa trata de la Francia de entretiempo, pensaríamos que va disfrazada de mesera mejicana en una película del oeste o, lo que es casi lo mismo, de Sarita Montiel haciendo las Américas. Lo que parece claro, de una u otra manera, es que el disfraz está ambientado en la prestigiosa cocina francesa de la época, puesto que el brazo que agarra es el de medio chef, con su característico gorro tubular y su bigotillo de rigor. No queda claro, por las estrecheces del encuadre, si el bigotillo es natural o está pegado con un poco más de maña que el de Richard Hill.

Finalmente e injustamente apartado del podio, tras una olvidable pareja de pintor y musa, queda el hombre disfrazado de papelera, de buzón de correos, de lavadora o de alienígena, turista de otros mundos, encerrado por error en una papelera, un buzón de correos o una lavadora. Si existiera una razón, una sola, para quitarle el premio al hombre que ha cenado tierra y raíces de arbusto en el fondo de una caja, sería, precisamente, dar una patada en su bello trasero a Parr Hanna y a sus medallas al honor y subir a este hombre al estrado, junto a la bella Marcia Evert para así quizás, entre todos, descifrar el misterioso mensaje que lleva escrito en su pechera. 

 

Juanma Cuerda, julio de 2020.

@juattman

 

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