COMER, Autor: Joaquín Pérez Sánchez

Comer, beber y amar es una película que tuve la oportunidad de ver por primera vez en la Ciudad de México a mitad de la década de los noventa. Hermoso filme del director Ang Lee en el que la gastronomía se convierte en el vehículo esencial para relatar una historia cotidiana del Taiwán de ese momento. Me llamó mucho la atención el papel que juega la comida en las relaciones cotidianas de nosotros, los seres humanos.

Esa película provocó que viniera a mi mente una escena cotidiana en casa cuando era apenas un niño de unos seis o siete años. En la mesa amplia del comedor, un frutero de vidrio de colores con un perímetro ondulado sostenía una variedad de fruta de la temporada. Ahí, naranjas, mangos, plátanos, mameyes, duraznos, quizá no todos a la vez, pero algo así. Cada semana, mi padre se encargaba de rellenarlo, tras ir de compras al mercado de la Merced, el más popular y grande de la ciudad. Nosotros, los pequeños, corríamos alrededor de la mesa jugando y de vez en vez, cogíamos algún manjar, de esa pequeña fuente inagotable. Desde entonces no para en mí el gusto y el amor por las frutas de temporada.

La comida es parte esencial de cualquier cultura y quizá sea uno de los elementos menos valorados a la hora de buscar resolver problemas ocasionados por nosotros mismos. Cuando se desarrollaba la guerra popular en Nicaragua en los años ochenta del siglo pasado, se conocía que la influyente familia Chamorro, dividida por el enfrentamiento, con miembros simpatizantes en ambos bandos (sandinistas y conservadores), se sentaban a la mesa y tenían prohibido hablar de política, por el contrario, se distendían al calor de la comida. Tal vez el mejor instrumento para buscar soluciones y evitar la violencia.

En ámbitos más terrenales, recuerdo algunas disputas irrelevantes entre muchachos aficionados al futbol que, tras momentos cegadores de ira en el campo, luego se disminuía la tensión al calor de unos buenos tacos de suadero, en el puesto callejero de turno.

Hubo otra película sobre gastronomía que destaca el poder de la comida en nuestras sensibilidades, se llama: El festín de Babette, de Gabriel Axel (1987). Una cocinera francesa que huye de la guerra en París se refugia en una remota aldea danesa, donde, gracias al premio de la lotería decide hacer una cena esplendorosa que conquista la reticencia de sus pobladores. El placer de la comida es el punto determinante en la historia y el vehículo a través del cual los personajes de distintos orígenes y tradiciones se encuentran y hermanan.

Quizá sobren los ejemplos de cómo la comida influye en cada comunidad, cada ciudad, cada pueblo y sus relaciones y cómo también en cada individuo se trastoca la percepción y el estado de ánimo, la mayoría de las veces para cosas positivas. Es cierto que a muchas personas les domina el espíritu local, pensar que sólo lo que uno conoce en su entorno es lo mejor. “Como lo nuestro ninguno”, he escuchado decir, con mucho orgullo.

Sin embargo, los procesos de comunicación, de movimiento y la tolerancia innata en la mayoría de las personas han permitido que, sin abandonar el gusto por lo local, las experiencias por conocer aquello que está más alejado, nos abra la puerta o las ventanas a otras sensaciones, sabores, matices, gustos de “los otros”, distintos pero similares.

Así, por ejemplo, ahora es posible disfrutar de una suculenta paella española, en una ciudad latinoamericana, al mismo tiempo que en la capital ibérica, alguien se lleve a la boca con alegría unos tacos estilo mexicano o una selección magistral de dim sums asiáticos.

Por internet circulan miles de recetas de cualquier rincón del mundo y, siempre hay la posibilidad de imitar o experimentar, generando una nueva expresión de comunicación. Quizá sea sólo una percepción fantasiosa que me llega con los recuerdos, pero al igual que en las películas que he mencionado, la comida es y seguirá siendo un placer que nos iguala.

Madrid, junio de 2020.

(Autor de la fotografía de cabecera: Joaquín Pérez Sánchez)


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