MADRE, Autor: Juan Antonio Maganto

―Su madre ha muerto.

Las palabras rebotan en mi cabeza una y otra vez. Llega la noticia cuando los primeros rayos de sol se apoyan en los tejados. Una llamada tan prematura me sobresalta. Algo no va bien, me digo. Luego la voz. Átona, indiferente y las cuatro palabras. Silencio. Como queriendo suavizar nuevas explicaciones. Fallecimiento repentino, posible colapso del corazón y cosas así.

Continúo junto a la ventana. Abajo, la calle que no veo. Mi vista se ha posado en alguna diminuta mota de polvo volando errática por el espacio. No aprecio lo que hay detrás. Escucho los engranajes de mis pensamientos. Por un momento parecen estruendos. Luego se calman cuando los recuerdos afloran.

Una mujer joven que me abraza con una ternura infinita. Las lágrimas resbalan por mi rostro. No encuentro consuelo. Mi tarta de cumpleaños reventada contra el piso. Un accidente. Solo es un molesto percance. Escucho la voz. “No pasa nada”. Y en su regazo la calma retorna solo rota por algún que otro hipido.

Los rayos del sol descienden por las fachadas de los edificios. Penetran por mi ventana. He perdido la noción del tiempo. Ahora sí distingo a la gente caminando presurosa por la calle. La mota de polvo donde se posó mi mirada se ha evaporado en la nada.

Mis sentidos reviven aquel aroma a perfume de cítricos que emana de su cuerpo. Su mano en la mía. En mis oídos su voz acariciándome al tiempo que me revela los secretos enigmáticos de mi primera menstruación que se presenta prematura haciendo brotar en mí un abismo de terror ante lo desconocido.

―El curruco, hija. Se trata del curruco.

Luego todo tipo de aclaraciones que calman mi ánimo.

Abro el cajón y extraigo el álbum de fotos. Allí está. Vestido blanco con flores de tono anaranjado. Media melena. Ojos azules y profundos posados en el infinito. Al fondo, un parque.

Revivo la llamada telefónica. Mi cuerpo tiembla. Los pensamientos se oscurecen todavía más. “Solo los vivos perciben a los muertos. Estos no tienen conciencia de su estado. Tan solo están muertos”. Las ideas me asfixian. Tengo dificultades al respirar. Una lágrima rueda por mi mejilla y se precipita al suelo.

Otras lágrimas. Dolor. Una herida sangrante de un primer amor perdido en la nada. Allí, a mi lado, ella. Paciente, generosa, comprensiva. Taponando la hemorragia. Cubriéndome con un manto de serenidad. Compartiendo el trago conmigo.

El manantial de los recuerdos no cesa de brotar. Un mundo que se tambalea. Un divorcio. Padres separados y en mí, cercanía y ausencia. Vacío. Voces destempladas. Nubosidad variable.

Un sofá beige y aposentada en él mi madre. Agotadas las ganas de luchar. Polvo en los muebles. El frigorífico limpio, sin nada. La universidad, un reto ante un panorama semejante. Ahora soy yo quien presta ayuda. No funciona. Su temperamento se ha agriado. De su boca solo surgen reproches. Me responsabiliza. Ahoga sus sentimientos encontrando un culpable. Me asfixio en sufrimiento.

Tres hondas inspiraciones me permiten romper con esos recuerdos no cicatrizados. Enciendo un cigarrillo y como el humo, intento que se diluyan en el aire.

Después percibo de nuevo su aroma. Ya no es fresco de cítricos. Ahora es el picante olor a alcohol el que la rodea.  El salón a oscuras. Su cuerpo inerte en el sofá. En el suelo la botella. No es la primera vez. La situación se repite con frecuencia. Avanza por un camino sin vuelta atrás.

Aguanto todo lo que puedo posponiendo el momento que por fin llega. No hay forma de soslayarlo. Pena y culpabilidad cuando abandono la casa. Ella se recuesta en el alcohol insensibilizada. Desde la distancia continúo a su lado. Llamadas telefónicas que convierte en un dialogo de desconocidas. Visitas frecuentes para comprobar que todo continúa igual. Y con cada una, otra nueva herida en las entrañas.

La mañana transcurre pausada. El cristal de la ventana permite que una explosión de claridad inunde la sala. Sin embargo, mi corazón permanece apagado. Tomo el móvil. Presiono el buzón de mensajes antiguos. Retorna la congoja cuando su voz surge del interior del aparato. He escuchado el mensaje mil veces, pero me resisto a borrarlo. Ahora es lo único que me queda de ella. Una voz ronca y pastosa me habla.

―Estás muy mona en la foto que me enviaste, pero por lo menos podías lavarte el cabello más a menudo.

El mensaje se corta entre sonidos guturales.

Mi respiración se acelera. Las palabras con que comencé el día resuenan nuevamente:

―Su madre ha muerto.

Me resisto. ¡No!, mamá falleció hace ya mucho tiempo.

Juan A. Maganto

17/03/22


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