PARQUE, Autor: Stefano Fracassi

Llamémoslo parque, aunque vaya tela.

Estamos hablando de un espacio de cuarenta metros cuadrados de cemento, rodeados por cuatro árboles y apretujado por cuatro edificios.

Hay niños en Pozuelo cuya habitación es más amplia y luminosa que este Edén del suroeste de Madrid, en el que, todos los días, se encuentran tres mozas y tres mozos. 

Espero que con esta presentación estéis colocando el nivel del glamurómetro muy abajo, porque, este tipo de lugar y contexto, ofrecen a sus ocupantes muy pocas distracciones, entre estas, cuatro bancos de madera.

Por cierto, estamos en Aluche, distrito de Carabanchel.

En este “parque”, los seis amigos pasan las tardes haciendo lo que más les place: fumar porros y beber litronas. Los vecinos pasan del tema, visto que la pandilla no molesta y además, como sabios miembros de la working class internacional, saben que la vida no es solo pringar.

En el banquillo están sentados los siguientes miembros del equipo: Lola, Miguel y Niki, la última liando un canuto. De pie, Sara y Víctor, calientan sus gaznates con unas Mahous frías.

Solo falta Aitor, que debería estar a punto de llegar.

Tres chicas, tres chicos, tres parejas: Lola es novia de Miguel, Niki de Diego y Sara de Aitor. Seis camaradas de barrio, compinches desde niños, que a sus diecinueve o veinte años, forman un compacto grupo de colegas.

Si su aspecto fuera una canción, sería If the kids are united. Todos apasionados del rocanrol, tan pasado de moda y que nunca pierde adeptos, incluso en 2001.

Sara piensa simultáneamente en distintas cosas: una recopilación de los conceptos más importantes estudiados por la tarde, la proporción inversa entre el gran tamaño de corazón y las escasas ambiciones de sus amigos aquí presentes y, como último, las pocas ganas que tiene de ir a trabajar mañana.

Está en una carrera de educación primaria, quiere ser maestra, el trabajo más ilustre que ha podido conocer en su vida, como su mamá y como la de Aitor.

Lo que pasa es que estudiar no paga un salario. Vale con que sus padres le dejen algo, pero para adquirir y gozar de los vicios, hay que trabajar y por eso, cada sábado y domingo, coge su Marbella para ir a currar de dependienta en un Mango de un pijísimo centro comercial. No gana lo suficiente por el aguante descomunal que tiene que emplear con cada cliente y el encargado de la tienda, que le tira los trastos todo el puto día. El guaperas, es la antípoda de Aitor, que justo en este instante, hace su entrada triunfal en el “parque”.

Los labios de cada miembro de la banda se estiran formando una sonrisa que significa: “el cabrón se ha tirado una hora pa’ ponerse como un pincel”.

Rapado diario de rubio pelo y largas patillas a cero coma cinco centímetros, una argolla de plata brillante en cada oreja, harrington granate recién estrenado y abierto, para mostrar una Fred Perry negra con detalles blancos, unos vaqueros pitillo y unas Adidas Samba, también negras y también nuevas.

Así de estupendo le gusta ir a Aitor, da igual que sea un día entre semana y que esté con los colegas de toda la vida. Además, lo necesita, se tiene que quitar el olor a trabajo, a ajo, cebolla, apio, comino, cilantro, a todo lo que le toca cortar minuciosamente en la cocina del hotel The Westin Palace de Plaza de las Cortes. Ahí curra desde hace un año, de lunes a sábado, de las 06:30 a las 16:00, como pinche del chef Patxi Arostegui, amigo de su madre desde la adolescencia en Portugalete. A Patxi le gusta Aitor, lo hace todo bien y rápido. No habla mucho y aguanta las resacas como un campeón. A Aitor también le gusta Patxi, a veces piensa que tuvo algún rollito con su madre cuando eran chavales.

¡Inflammable material, planted in my head

It’s a suspect device that’s left two thousand dead!1

Canta Miguel, levantado el culo del banco y el índice en dirección de Aitor.

Asumida la bienvenida, Aitor choca el puño a cada socio del club y estampa un beso a Sara, que aprueba con una mueca de amor que podría hacer explotar un centenar de corazones de jóvenes punk rocker. Hoy lleva un vestido corto y unos zapatos creepers, ambos negros. El largo pelo azabache está recogido, el flequillo, impecable, le llega por encima de los ojos.

Salido del encantamiento, Aitor se dirige hacia el platanero más cercano y esconde la mercancía en un agujero que alberga en su tronco. 

—¿Has hecho mucho salmorejo? —a Miguel le gusta picar a Aitor con preguntas sobre el menú del día.

—De fresas —contesta sarcástico Aitor—. Oye, ¿sabes quién ha venido hoy a comer?

—¿Quién?

—Tu puta madre.

Lo que gusta una gilipollez, no se puede medir. Se descojonan a gusto, hay cambios de petas por cervezas, resúmenes del día, quejas contra José María Álvarez del Manzano y, obvio, se habla de música.

—¿Habéis oído el Mondo cretino de los Airbag? —pregunta Niki.

—Ya sabes lo que me gusta criticar las bandas españolas, pero con estos no puedo, estoy todo el jodido día tarareando El flotador —confiesa Lola.

—¿A ti te gustan? —pregunta Diego a Aitor.

Aitor, se lo piensa. No tiene una opinión clara, él es más de clasicazos británicos: Cock Sparrer, Vibrators, Buzzcocks, …

Llegan dos conocidos del barrio, saludan al grupo y miran a Aitor, que, aliviado por no tener que dictaminar, les contesta ofreciendo un choque de puños, su marca registrada.

Se dirige hacia el árbol caja fuerte y saca un huevo de hachís.

El trueque se produce de forma rápida y satisfactoria para ambas partes, así que sin más ceremonias cada cual continúa con su vida.

—¿Qué?

—¿Qué, qué? —replica Aitor a Diego.

—¿Te gustan o no?

—¿Quién?

—Joooder… ¿Así de empanados estamos? Los Airbag, tronco.

Aitor mira a Sara que le devuelve una expresión cómplice y expectante.

—Sí.

—¿Sí? Ah, pues, vale. Gracias por tu extensa evaluación, querido Lester Bangs de mis cojones, no esperábamos mejor respuesta de nuestro hermético cocinero —replica Miguel abrazándolo.

Llega otro chaval, va más destartalado de lo normal, nadie lo conoce pero todos intuyen a lo que ha venido. Pregunta:

—¿Tenéis algo?

A nadie le molesta que Aitor pase algún temilla. La filosofía es la siguiente: si te gusta consumir alguien tiene que vender y si a vender es tu colega, mejor que mejor.

A Sara no le crea el menor problema, Aitor es un currante y puede hacer lo que le da la gana, además, es muy precavido, no es el tipo de persona al que se le irá de las manos, conoce los riesgos. No se trata de hacer dinero, se saca poco margen, es más bien para cubrir tus necesidades y las de tus camaradas.

—No —contesta Diego.

El grupo estudia su reacción, el chaval no sabe a dónde mirar.

Satisfechos por haberle hecho pasar vergüenza, Lola sigue con el espectáculo:

—Algo ¿qué?

—Costo.

Aitor decide terminar con el sufrimiento ajeno. Le hace un sí con la cabeza y se levanta del banco, como siempre, resuelto y elegante. Se encamina hacia el árbol, inserta y saca la mano del depósito especial.

Mientras recorre los tres metros que lo separan de su nuevo cliente, su alarma interior suena cada vez más fuerte.

—No lo tires. —dice el ya ex comprador, sabiendo por los ojos de Aitor, que se ha enterado del percal.

En un santiamén se acercan dos hombres, meten la mano en el agujero del árbol y, con cara de decepción, sacan un solo huevo de hachís. Se dirigen al que llegó primero, que a su vez, mira la mano cerrada de Aitor.

La mano se abre, está vacía.

—¿Lo has tirado?

—No.

—¿Me tomas el pelo?

En estado de alerta, fracaso y cabreo, todos se escrutan.

Los tres descubren sus cartas y se identifican como policías. Los últimos en llegar piden los DNI, mientras el primer secreta se concentra con Aitor.

—Ahora mismo coges lo que has tirado al suelo.

—No he tirado nada.

—¿A ti qué te pasa?, ¿eres idiota o qué?

Aitor se queda callado y aparentemente tranquilo. Todos están pendientes de la escena, a Sara se le sale el corazón por la boca.

—Llamo a los perros y vamos derechitos a tu casa. Ah, no, a la de tus padres quería decir, ¿te parece?

Aitor no abre la boca, no pestañea, mira sin pretensiones, ni desafío, al enfurruñado madero.

Pasan unos segundos más pesados que un disco de los Pink Floyd, hasta que el agente más mayor se pronuncia:

—Venga, no te pongas farruco.

Una vez asumido que el comentario iba dirigido a él, el polizonte inquisidor, se pone morado. Poco puede hacer con unos míseros cinco gramos, solo multarlo por posesión personal. Si llamará la unidad canina por eso, se convertiría en el hazmerreír de la comisaría, objetivo que ya tiene logrado.

Todos esperan una pacífica resolución, pero el madero ha perdido la cara para irse sin más.

—Al coche —dice a Aitor, que con toda tranquilidad se encamina detrás de él.

Los otros dos agentes, resoplan y siguen desganados a su joven y severo compañero. Se perderán la cena, pero tendrán a quien tomar el pelo durante un tiempo.

Antes de desaparecer de la visión de sus colegas, Aitor sonríe a una orgullosísima Sara.

Stefano Fracassi

1 Letra de Suspect devices, de los Stiff Little Fingers.


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