JUNTOS, PERO NO REVUELTOS; Autor: Ismael Contreras

 

Cuando el niño gritó tortilla supe que mi muerte estaba cerca.

Habíamos llegado el lunes y llevábamos tres días. Yo estaba en la tercera balda que tenía espacio para diez de nosotros. Tenía una posición privilegiada, desde allí lo podía ver todo. Veía a los tomates cómo discutían acerca de la pureza de la raza en el cajón de abajo y cómo las zanahorias se intentaban colocar unas encima de otras para ser las primeras en ser elegidas. La triste berenjena que estaba en el estante de abajo se sentía muy sola y poco a poco se estaba consumiendo, aunque tenía la esperanza de acabar en el horno y morir con honor. La cantidad de botes de refrescos se miraban entre sí sin decir nada, conteniendo todo su gas para cuando fuesen abiertos. Los yogures discutían si era mejor convivir con un sabor o ser totalmente natural.

Desde mi balda lograba ver cómo la mayonesa y el Ketchup se miraban desde sus botes de plástico y soñaban con unirse en una salsa rosa en el plato principal, creo que eran los inquilinos más antiguos de nuestra nevera. Al final del segundo estante había una tableta de chocolate que hacía mucho tiempo que nadie quería, ya no hablaba con nadie. Había, también, un bote de cristal con un líquido que nadie era capaz de identificar, la botella de agua nos dijo que era un líquido extranjero y que no hablaba nuestro idioma. Nunca le oímos decir nada. La mantequilla se pasaba el día apostando por ver en qué balda iba a ser colocada después del desayuno, en tres días no había repetido balda.

Todos los días la puerta se abría y todos empezábamos a temblar. Ese día la madre movió su mano por la nevera buscando algo que no encontraba, removió un par de estantes y cogió la leche, nunca volvimos a ver ese brick.

Mis hermanos tenían unos números marcados en el costado, no lográbamos entender lo que significaban hasta que un viejo tarro de mermelada que estaba en el estante de abajo nos lo dijo. Teníamos fecha de caducidad.

Esa tarde escuché los gritos del niño que se acercaba a la cocina gritando tortilla y me entró mucho miedo. Me dio tiempo a despedirme de todos y hasta pude echar una mirada furtiva a una manzana con la que realmente había conectado aunque siempre supe que nuestra relación no tenía ningún futuro.

Yo no quería ser una tortilla. Yo quería formar parte de una tarta de chocolate, un soufflé, algo que durase en la mente de la familia para siempre, pasar a la historia de la gastronomía y no ser la tortilla de los miércoles. Pero ese día fui elegido junto a tres de mis hermanos.

Mientras nos colocaba en la encimera pude ver el exterior, todo lo que la mayonesa nos había contado, una cocina grande donde el color azul predominaba por encima del blanco. Unos muebles nuevos y una ventana desde la que se podía ver la calle y la luz. Durante unos minutos estuve mirando los árboles, el cielo y a un par de pájaros que estaban cerca de la ventana. No me di cuenta de que mis hermanos estaban siendo masacrados a escasos centímetros de mí. De repente, ocurrió algo inesperado. El niño volvió a entrar en la cocina gritando, esta vez no quería tortilla. Lo que había ocurrido era que mientras jugaba se había clavado el pico de la ventana en la cabeza y estaba sangrando, todo su pelo estaba ensangrentado. La madre dejó todo lo que estaba haciendo y se lo llevó corriendo de la casa, por la ventana vi como entraban en el coche y salían a toda velocidad. Me quedé solo.

Llamé a mi hermanos pero no me contestaron, ya estaban batidos. Estaba empezando a asustarme. Tenía miedo, nunca había estado solo. Entonces fue cuando en silencio empecé a observar todo lo que me rodeaba. Me fijé en la nevera por fuera, el contenedor de nuestras vidas. Era blanco y grande, tenía un congelador en la parte de abajo del que nunca habíamos oído hablar. ¿Viviría alguien allí también? La puerta de la nevera tenía una pizarra en la que estaba escrita la lista de la compra. No podía moverme pero desde mi posición logré ver un salón y un par de puertas. El mundo crecía por momentos. El tiempo pasaba y yo seguía quieto encima del trapo en el que me habían colocado mirando por la ventana cómo se hacía de noche, fue una experiencia con la que nunca había soñado.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché cómo llegaban a casa el niño y la madre. Parecía que todo iba bien, el niño tenía la cabeza vendada y mezclaba sonrisas con gestos de dolor. De repente, sentí un miedo horrible, la tortilla. Había pasado unas horas solo, viendo el mundo exterior y ahora tenía miedo de acabar batido. La madre se acercó a la cocina y tiró a mis hermanos a la basura me cogió a mí y me devolvió a la nevera.

Cuando me colocó en la balda noté cierta seguridad y en cuanto cerró la puerta me puse a contarles a todos lo que había visto y vivido. Estaba muy excitado y lo contaba todo muy rápido y a borbotones, muchos de los que estaban en la nevera ya habían visto el exterior pero para mí había sido especial, ellos saben que entran y salen de la nevera hasta que hayan sido totalmente consumidos sin embargo un huevo cuando sale ya no vuelve a entrar. Así que estaba emocionadísimo contando mis aventuras cuando el tarro de mermelada me dijo:

“Aprovecha y disfruta que aquí todos tenemos los días contados”.

 

 

(Pintura de cabecera, Autor: Tom Wesselmann)

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