Hay lectores que buscan localizaciones, hay lectores que rastrean huellas literarias; vamos, que viajan tras los pasos de los escritores. Puedan ser éstos, los pasos, los perdidos de Carpentier por Venezuela, los alcohólicos de Lowry por Cuernavaca o los inefables de Joyce por Dublín.
Koldo me hace la observación de que en Los detectives salvajes, Bolaño globaliza la flânerie lanzando a Ulises Lima y a Arturo Belano por buena parte del mundo. Con ellos el viaje avanza, creativamente, por su mismo desplazamiento. A mi silencio, el filólogo echa mano del Manifiesto infrarrealista:
La experiencia disparada, estructuras que se van devorando a sí mismas, contradicciones locas.
A mi mutismo pertinaz, mi amigo dice: Venga, a rastrear pasos literarios.
Es Koldo quien elige una localización de Los detectives salvajes. El filólogo se arroga tal potestad porque financia el viaje. Además, él no viene porque ha de atender el Hondicaño, dice, aunque me da que pretende atender a Tara Deluz. El lugar está en Lugo, por la zona de Castroverde, concello donde se ambienta el capítulo 20 de Los detectives salvajes. Castroverde es un topónimo acertadísimo, por lo que no me detendré en descripciones, al camping de las afueras le otorgaré tres estrellas bajo mi criterio subjetivo.
Un joven de nombre bíblico que frisa en la treintena y que, según me dice, se instala en el camping una vez al año por sentimentalismo, me guía a lo que Bolaño llama pozo, o sima o grieta, e incluso cueva, a un paraje que los lugareños llaman Boca del Diablo.
El descenso ha sido laborioso pero no complicado. Elifaz se ha desenvuelto con soltura durante los veinticinco metros aproximados que hemos hecho de rappel angosto. Me parece que le he transmitido cierta emoción, quizás espeleológica, quizás montañera, restos del naufragio de mi primera juventud.
Cuando Elifaz se quita el arnés, caigo en la coincidencia de su nombre. Ahora comprendo su sentimentalismo. No le comento nada, es hora de acomodarse. A la luz de la lámpara de gas, el sitio es una sorpresa, una oquedad amplia, poco imaginable tras la bajada estrecha. Despliego una esterilla sobre el musgo y pongo a calentar las lentejas que Elifaz lleva en una tartera y que decidimos compartir. Mejor sus lentejas que mi fabada de bote con todos esos aditivos y conservantes.
Por los ruidos provenientes de las alturas, algún animal debe de acercase al olor de las legumbres, le comento a Elifaz, quien aventura que puede tratarse de un gato montaraz al punto en que unos jadeos se intensifican. ¿Un perro salvaje?, digo yo poniéndome en guardia. ¡Un perro romántico!, exclama un hombre que aparece y lanza una maldición supongo que por el descenso torpe, poco ortodoxo, con una soga de esparto. Deshace el nudo de su cintura y se limpia la cabeza de hojarasca. El pelo le reluce como aluminio trefilado, ¡lumpen metalúrgico en plena naturaleza!, pero no nos dispersemos. ¿Me estás siguiendo?, me pregunta a mí. ¿Por qué iba a hacerlo?, respondo. Porque soy Arturo Belano, dice. Entonces sí, digo, por todo el trasmundo seguiría tus pasos. Tampoco te emociones, dice y pasa a saludar a Elifaz. Se reconocen a pesar del tiempo transcurrido; la efusividad de su abrazo connota sendas aventuras vitales, convergentes antaño en un suceso imborrable: el del capítulo 20 de Los detectives salvajes.
Arturo Belano se sienta en el musgo y comenta que necesita descansar de su flanear por México, por África, por Cataluña… Ya sabes, dice, flanear, elaborar flanes. Y me guiña un ojo y de repente se me enciende la bombilla. ¿No serás tú, en realidad, quien me sigue a mí?, le pregunto. Responde que será el mecanismo de la infraficción si así queremos pensarlo yo y mi amigo el filólogo, buzos sumergidos en la obra bolañesca. Todos los buzos son astronautas inversos, dice Elifaz. Eh, digo, eres un poeta. Por eso lo rescaté, dice Arturo Belano, para informarle de él a Roberto Bolaño, para que lo incluyera en Los detectives salvajes.
Una vez –entre los tres– devoradas las lentejas, cuya morcilla brilló con luz propia, eso de autoluminiscencia, monto una vía y comenzamos a escalar.
Luis Vinuesa García
(Pintura de cabecera: Buenos días, señor Courbet, Gustave Courbet)