Lo que el hombre es, si algo es, a los ojos y en la voz asoma; tanto, que pueden ganar a quien los mira o los escucha. Hasta al cuerpo hermoso, por hermoso que sea, le hace falta algo más: una chispa de luz, un eco de música. ¡Perderse en una voz, quemarse en unos ojos! ¿Quién no lo ha deseado una vez?
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Muchos años viviste entre gente de ojos apagados y de voz inexpresiva. Y no es que algunas dejaran de estar bien; pero sus ojos, cuando más, eran aguas estancadas, y cuando menos, tragaluces. ¿Había algo dentro? Si lo había, que no pocas veces dudaste, estaba muerto.
Y sus voces, o rencorosas o desdeñosas; entre ambos extremos, ruido, ruido, ruido. Temblor ninguno. Voces incultas eran aquellas (cultura: patrimonio de voces desinteresadas), sin modulación, sin caricia; voces para el negocio o la necesidad, y nada más.
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Pocas o ninguna voces son aquí incultas; por humilde que sea quien habla, es en lenguaje delicado. Un habla precisa, una lengua clásica, sin modismos vulgares ni entonaciones plebeyas. Y cómo suenan estas voces, claras, sedosas, con el rumor frío y airoso de la seda.
Estos ojos morenos, de mirar prolongado, que toca y penetra; ojos a los que asoma el alma, que son ellos mismos el alma. Al pasar, inesperadamente, se abren y caen sobre uno como un poniente quemado, dejando en quien los ha visto un gozo inconcluso, y con el deseo de verles abrirse otra vez mañana.
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Hay quienes se pierden por codicia y quienes se pierden por vanidad; quienes se pierden por ambición y quienes se pierden por no querer perderse; hay quienes se pierden por una criatura, y tú te perderías por unos ojos y por una voz. Podrías seguirlos hasta el infierno (si no estás ya en camino), por una palabra, por una mirada, y aún te parecería poco el precio.
Luis Cernuda
(Variaciones sobre Tema Mexicano, 1952)