Yo tenía nueve años y el caballo no sé si moría.
Cantábamos su canción en los viajes largos. Mi padre como el mismo José Alfredo, mis hermanos y yo con todo el sentimiento y mi madre, que conocía la letra, y solo por eso, cantaba también “este es el corrido del caballo blanco”. Ella entonaba una melodía distinta, disidente, ni siquiera paralela. No conozco a nadie capaz de cantar como mi madre. Es una hechicera lanzando conjuros de notas increíbles.
Yo tenía quince años y aún me preguntaba si el caballo moriría al final de la canción.
Llegó cojeando y con sangre en el hocico. Llegó y aún así siguió un poco más porque no quería morir sin verla.
Ensenada tiene un lago y cuatro lagunas.
Doce arroyos y ningún río.
Montaña y volcán.
Acostarse. Tumbarse y descansar.
Algo empieza cuando llegas a Ella.
Su cauce rodea el cráter. Sus aguas se mezclan con las cuatro balsas y el lago pierde su forma. Los doce arroyos estallan uno a uno. Y sientes la tierra caliente. Tierra mexicana.
Muchos años después sé que el caballo blanco de este corrido no murió.
Tampoco regresó a Guadalajara.
Lo veo cada mañana en el Valle del Yaqui. Al atardecer, en el río.
Y de noche yace en la Tierra Caliente de su Memoria: en sus Cuatro Lagunas Cardinales.
Mónica García