—Joder —exclama a escasos centímetros de la puerta de salida del vagón.
Se le ha caído la mochila y la caja ha salido disparada. La caja de chocolatinas. La antigua, la que está forrada con una foto del Gran Lebowski, la que está llena de White Widow. Una marihuana que es tan evidentemente marihuana, que solo se puede confundir con kryptonita.
Lucas se agacha con la dificultad de quien antes de comprar, ha tenido que catar. Está de rodillas recogiendo el patatrac, los pasajeros lo esquivan (algunos) y sobre todo observan, guardándose el chascarrillo para su vuelta a casa y tener así un argumento que removerá recuerdos o fermento reaccionario.
La decepción en la cara de Lucas, es tremenda.
El cogollo, perdón, El Gran Cogollo, el mejor, el más grande, se ha caído a las vías.
Un rayo de inteligencia le golpea sugiriendo que es el caso de dejarlo donde está.
Mientras marcha en dirección de la salida y sube las escaleras levantando las rodillas más de lo necesario, se abstrae de su cuerpo. Se ve en el sofá construyendo un joint a “L”, bajo la aprobadora mirada de sus compañeros de piso. Abre una cerveza, enciende el porro y el árbitro da comienzo al partido de Champion. Qué miércoles.
Desata con dificultad el cable de los auriculares y los enchufa con decisión a los oídos. Los Jawbreaker le dan el empujón necesario para ser persona y empezar el desplazamiento hacia casa.
Enfoca la glorieta de Embajadores. Las pandillas de yonquis, que deambulan desordenadas, organizan las kundas integrándose sin molestias en el vaivén de peatones no adictos al caballo. Enfila la Calle Bernardino Obregón, en el reflejo del escaparate de un banco, distingue la encorvada silueta de un encapuchado caminando detrás de él. Se da la vuelta y aunque no le vea la cara, sus andares y su ropa andrajosa no mienten, es un drogata.
Los yonquis, según como los ve, no tienen interés en liarla, robar o molestar. Como único resultado obtendrían un control policial más estricto o incluso vendrían echados de su punto de encuentro, como ocurrió antaño en Tirso de Molina. Una vez, al lado de la Casa Encendida, se encontró en un cajero interior una desaliñada pareja agachada sobre un humeante papel albal.
—Hola.
—Hola.
Sacamiento de dinero.
—Hasta luego.
—Adióoos.
“Sin molestias, la convivencia es fundamental”, piensa Lucas.
Todas estas consideraciones, que le han creado un halo de tranquilidad, se disipan al coger la Calle Elcano. La silueta tuerce a la izquierda para colocarse en la acera opuesta a la de Lucas e insinuando interés en recorrer el mismo camino.
“¿Y si es un secreta? Igual me ha visto recoger el desastre en el andén y me está persiguiendo”.
Asustado y reticente, decide entrar en una cafetería. No le gusta ir a bares que no están en su listado honorífico, sin embargo, la paranoia provocada por la hipotética persecución le empuja a cambiar de costumbres.
—Un solo, por favor.
“Coño, no, un café, no, luego no duermo ¿Por qué cojones no he pedido una caña?”
—Perdone, mejor una cañita.
—Ya he echado el café —contesta la encargada apretando el portafiltro a la máquina.
“Su puta madre, la camarera más rápida de Embajadores. Por eso no hay que ir a bares desconocidos, fíjate tú qué maneras. Llevará toda la tarde sola, entra alguien y se pone más simpática que un empujón en una escalera”.
Levanta la mirada. La encargada sorbe de una tacita. Con un ligero asentimiento de la cabeza indica la barra donde descansa una caña tirada con perfección madrileña.
Lucas levanta el vaso escenificando un brindis hacia la encargada que ni se inmuta.
“Gracias hosca hija del viento, siempre que alguien me esté siguiendo y necesite que se me eche una caña a mil por hora, aquí estaré”, declara para sus adentros.
Se acerca a la cristalera, mira en frente, a la izquierda y a la derecha.
“Menuda pajaza mental me he hecho”, piensa apurando la cerveza.
Paga, se enchufa de nuevo los auriculares, saluda con discreción y sube el volumen a nivel apocalipsis. “Anda que asustarse por un trapo humano, ¿qué me iba a hacer?, si con una patada le chuto hasta Atocha”.
Del bar a la casa de Lucas hay unos doscientos metros. Recorre este último tramo saboreando satisfecho un futuro inmediato protagonizado por sus tres compañeros de piso, porros, comida basura, litronas y un Chelsea vs Bayern. Mientras busca las llaves y se pregunta si los tres mosqueteros habrán comprado los ingredientes necesarios para el disfrute completo, en el cristal del portal se refleja a su espalda un rostro semicubierto por una capucha.
Unos brazos le rodean fuerte impidiéndole cualquier movimiento, las llaves caen, los cascos se desenchufan en el forcejeo, una carcajada llena el vacío repentino dejado por las guitarras de Blake Schwarzenbach.
*
Cuatro plantas más arriba del portal en cuestión, dos de sus compañeros de piso trastean en la cocina. Mientras Porthos está agachado con la cabeza metida en un cajón de congelador, Athos, le enfila un monedita de céntimo en la rabadilla.
—¡Eres gilipollas o qué!
—¿O qué? —contesta Athos doblado por las risas.
—¿Quieres ver cómo te meto un cachopo por el culo?
—¿Estás sacando los cachopos de tu madre?
—¿Hay o no hay Champion?
—Hombre, hay Champion, pero qué mogollón ¿Y qué te ha comprado tu amigote que te gusta tanto tanto?
—¿IPA del Lidl?
—Ay mi guaje, ¿quién te cuida mejor que yo?
Porthos mira complacido el interior de la nevera, acaricia las latas de cincuenta centilitros de color azul brillante e ilustradas con un bardudo old school.
—Preciosas.
—¿Tenemos sartén para los dos monstruos empanados?
—Las voy a freír en la paella. Por cierto, Lucas está tardando.
—¿Qué crees? Venga Montalbano, reconstruye los hechos.
—Ha ido a comprar al club de fumadores y antes de salir se ha chupado un canuto que lo ha dejado fino filipino.
—¿Y?
—Y no se mueve precisamente como un tigre de bengala y por eso tarda la de Dios.
—Eres un talento desperdiciado.
—Ya, pero no —declara Porthos abriendo una lata—. Está tardando demasiado, le he escrito un wasap hace media hora y no contesta.
—La verdad que es raro.
—¿Le habrá pasado algo?
—¿Qué?
—Yo que sé, que estamos en Madrid.
—¿Y qué pasa con Madrid? ¿Que te raptan y te despiertas en una bañera sin un riñón? Venga ya, estará empanado escuchando música y yendo en dirección contraria en el metro. Y quítate el céntimo del culo que luego lo encuentras cuando menos te lo esperas y te crees que cagas dinero.
*
—Joder, macho, me duelen los riñones.
—Que no soy Hulk Hogan.
—No, eres subnormal.
Lucas y Alberto toman una caña, esta vez, en su bar favorito.
—Ha faltado un segundo para que te mearas encima.
—No vuelvas a hacerme una burrada así.
—Y como lo he preparado, has tardado un huevo. Te he esperado en la glorieta media hora, pero he aprovechado para meterme en el papel, un colegui de la kunda me ha preguntado si tenía coche. Soy un crack.
—¿Pero tú crees que estamos para aguantar tus payasadas de actor?
—Venga ya, te he regalado un pedazo de anécdota ¿Y cuando te has metido en el bar? ¿Sabes dónde me he escondido?
—¿En el coño de la Bernarda?
—En el portal de al lado. Cuando estaba en la glorieta era Nacho, un yonki de Valladolid huido a Madrid por una deuda que tiene con la mafia gitana. Cuando he empezado a seguirte, me he transformado en Gorka, etarra con misión de eliminar al hijo de un empresario enemigo de Euskal Herria.
—Estás como una puta cabra, chaval.
—… y debajo de la capucha me fijaba en tu nuca y pensaba: “ahora mismo me cargo a esta escoria fascista”.
—Imagino que para finiquitar la interpretación era necesario aparecer de repente y agredirme.
—Ha sido un abrazote, no es para tanto.
—Coño, si ya casi empieza el partido. Santi y Miguel me han mandado doscientos mensajes, dicen si me ha pasado algo —contesta Lucas mirando el móvil.
—Es que en una gran ciudad puede pasar de todo.
—Como que me secuestre un gilipollas. Venga, presoak, pagas tu por idiota, qué estos lo que tienen es un monazo a marihuana que le estará dando un telele.
—The Champiooon, dandandandaaan.
Stefano Fracassi
Estupendo relato. Es un crack el Stefano este
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