Sobre los tacones. Hay días que necesita subirse en ellos para no sentir que el mundo la mira desde arriba; para no percibir que se asfixia bajo sus escombros. Hoy se alza sobre ellos, nota la presión en el metatarso mientras ajusta la hebilla al tobillo, se yergue y la tensión de los gemelos hace que sienta sus piernas poderosas. ¡Si esa pujanza se alojara en su conciencia! Mas es volátil, etérea como la falda que se acorta mientras se levanta, que flota sobre los muslos depilados. Se mira al espejo mientras gira y siente el revoloteo bajo la brisa que provoca.
Baja las escaleras siendo consciente del eco de sus pisadas. Tap, tap, tap, tap. El sonido que produce la cadencia de sus pasos en la calle aumenta su seguridad. Evita una baldosa alzada sin cambiar el ritmo. Tap, tap, tap, tap. Hace un pequeño círculo hacia atrás con un hombro, después con el otro y, al ajustar la posición de su espalda siente sus, habitualmente disimulados pezones, realzados. El semáforo en rojo se interpone en su camino. Un semáforo cerrado sin apenas coches. Aún es temprano.
Los sábados no hay casi nadie por la calle y menos a esas horas, a esas en las que la lavadora está revolucionada con el centrifugado y ella, ya desayunada. Desayunada, en zapatillas y camisón. Cuando una se hace mayor duerme cada vez menos, ya lo decía su madre y la madre de su madre.
Hay días que le basta el acompañamiento de la soledad de su casa, no más. Salir, ¿para qué? No saldría por nada ni por nadie. Mas la basura es algo más que eso. Hay que bajarla y mejor temprano porque en los fines de semana el tiempo se relaja. Abre el armario, echa una ojeada a las pelotillas de la bata mientras se la cruza. No va a salir en camisón por mucho calor que haga. Ajusta el nudo del cinturón, descorre el cerrojo, retira las llaves de la cerradura y las deposita en el bolsillo. Apenas se escucha el chuig, chuig, chuig, chuig de las zapatillas arrastradas hasta que alcanza el ascensor. Los calcetines azul mar de verano se han deslizado hasta alcanzar sus tobillos varicosos y dejan ver unas flores diminutas y descoloridas en sus bordes.
Agradece la guata al abandonar el portal. Se está haciendo mayor ¡cómo cambia la temperatura! Avanza un poco por su acera. En la esquina, junto a la papelera, observa vasos y bolsas de plástico, latas y resto de comida abandonados. Justo enfrente, al otro lado de la estrecha calle, se pueden alcanzar los cubos. Imponentes. Marrón, naranja, amarillo. Nunca ha sido tan complicado sacar la basura. Debe de ser por eso. Se sitúa entre dos vehículos mientras mira antes de cruzar. Un coche se vislumbra a lo lejos y espera.
El taxi se detiene antes de llegar a la altura de los cubos. Invade la acera aprovechando una entrada de garaje. El taxista abre el maletero, coloca la rampa y, con su ayuda, la silla se desliza hacia atrás hasta alcanzar el asfalto. Una vez en la acera, la ocupante acopla el reposapiés y eleva primero una pierna, después la otra, sujetándolas por la rodilla e impulsando hacia arriba para colocar los pies adecuadamente. El hombre deposita sobre las piernas inanimadas una bolsa de deporte y se despide de la joven.
Reajusta la bolsa para que no estorbe, quita el freno, echa el tronco hacia delante, se propulsa con los aros. Zis, zis, zis, zis. Se desplaza por la acera. Le encanta competir, pero hay días que agradece y necesita regresar. Días que siente que no tiene que seguir demostrándose nada. Zis, zis, zis, zis. Es pronto y tiene todo el fin de semana para recuperarse. Nota cómo su cuerpo rechaza ya el cojín y clama por la horizontal. Se fija en la anciana que se esfuerza por arrojar la basura. La anciana pisa con fuerza el pedal, pero la tapadera apenas se levanta. La joven se dispone a salir en su ayuda cuando ve cómo con ambas manos ase la bolsa y la encaja por el agujero de la tapadera. Media sonrisa asoma en su cara camino de su apartamento.
De puntillas sobre la cama alcanza a ver la calle. Ve deslizarse unas pantuflas. Los barrotes blancos se tornan grises cada día. La red externa que los cubre no llega a impedir que se cuelen plumas y hojas que se arremolinan en la calle. Se estira y pasa el trapo con agua para limpiar el alféizar.
—Dame para secar.
Una mano pequeña le alcanza un trozo de papel desde el suelo. Con la otra acurruca una muñeca de trapo. Una muñeca blanda de rayas multicolor.
—Ahora el pañuelo.
Antes de colocarlo se asegura de que no esté mojada la superficie. Después lo extiende y arregla las puntas para que no se vuele. Se asusta cuando ve fugazmente unas ruedas grandes que le tapan la visión de la calle.
La calle. Cuando se asoman a ella solo pueden ver zapatos. Zapatos en todas sus variedades. Zapatos y basura. Basura que se arremolina y que quiere invadir su ventana a la altura del suelo. Barrotes por los que se cuela el ruido de las pisadas, el zureo de las palomas que pasean a ras. Barrotes que tiemblan cual cuerdas de arpa produciendo sonidos metálicos. Ninguna de las barreras impide que entre el aroma húmedo de la calle mojada ni los efluvios de los orines animales como invitados non gratos.
—Los platos.
La pequeña le pasa primero uno con comida en su interior, y a continuación, otro vacío. Los dispone con cuidado. Se gira y ofrece la mano a su hermana para que suba a la cama. Y esperan. Hombro con hombro, más bien, hombro con codo.
La calle ahora parece desierta. Un rítmico tap, tap, tap, tap llega del fondo. La hermana mayor estira el cuello. La pequeña se va hasta los pies de la cama para ver si alcanza a distinguir algo y vuelve saltando hacia su hermana.
Cuando el taconeo se encuentra a su altura, la mayor se lanza:
—Psst, psst, señora.
Silencio. Los tacones se paran auscultando el aire.
—Psst, aquí, aquí, señora.
Cuando baja su mirada, observa un par de cabezas a la altura de sus zapatos. Una pertenece a una niña como de unos nueve años, con una deshecha coleta baja y aún en pijama. De la otra solo consigue ver unos ojos arropados por gruesas pestañas que la observan con curiosidad mientras oculta el resto de su cuerpo detrás de la hermana.
—¿Quiere unas empanadillas? Las vendemos a un euro.
La niña retira el plato y de él surgen unas obleas rellenas. Sin cocinar. Blancas como deberían ser los barrotes. Blancos como los dientes que apenas se asoman por la boca de la interpelada.
—¿Quiere probar una?
Una mano se extiende por encima de la red ofreciendo la mercancía. Unas piernas se flexionan, con las rodillas muy juntas y las manos sobre ellas y una cara maquillada no puede dejar de mostrar su asombro por lo que está viviendo. Sin perder el equilibrio y la sonrisa, busca en el pequeño bolso el monedero, saca el dinero y se lo entrega con una mano mientras que, con la otra, recoge lo vendido.
La pequeña comienza a tirar de la ropa de la hermana. La obliga a girarse y a agacharse para escuchar lo que quiere comentarle.
—¿Qué dice tu hermana?
—Tonterías.
—¿Sí? No creo. ¿Por qué crees que dice tonterías?
—Porque dice que le ha visto los calzoncillos.
Se levanta precipitadamente. Se aleja deprisa. Sobre los tacones. Tap, tap, tap, zuig, tap, tap, zuig, zuig, tap, zuig, zuig, zuig, zuig.
Raquel Arqued
06-10-2020
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