Es ya mediodía. Adolfo y Nicolás caminan calle abajo. Se dirigen hacia la media era. Es solo la mitad de lo que fue porque construyeron una casona con un amplio jardín. Total, para lo que se usa -piensa Adolfo- bien podían haberla ocupado toda. Claro que entonces no tendríamos donde ir. A la finca la comenzaron a denominar la de los madrileños y así se quedó. Ahora está vacía y no se usa ni la casa ni la era.
Alcanzan la vivienda, traspasan su frontal y doblan siguiendo el muro que circunda el jardín. A escasos metros, el banco. Un oscurecido tronco apoyado sobre dos piedras. Se aposentan para desmenuzar el tiempo durante un par de horas en las que recogen los rayos tibios del sol de marzo al resguardo de los vientos del norte que todavía vienen fríos. Antes, bajaba Conrado. Ya no.
Nicolás saca su petaca y se dispone a liar un cigarrillo con gestos pausados, sin prisa. Sus callosos dedos elaboran un cigarro gordo y achatado en las puntas. Es un tabaco aromático y flojo que nada tiene que ver con aquellos tan recios que ya han desaparecido. Todas las mañanas lanza la misma protesta a la que su amigo asiente con los pensamientos puestos en otros años y en otros cigarrillos. Unos humos antiguos que sus pulmones ya no pueden aguantar.
Mientras recuerda, Adolfo dibuja con la garrota algo indefinible en el suelo como si desarrollase cada una de sus ideas al compás de las líneas en la arena. A su compañero se le ha introducido el humo en los ojos por eso los tiene entornados y con lágrimas.
Tras algunos minutos cada uno en lo suyo, dirigen ambos la mirada hacia la lejanía casi al mismo tiempo, como compenetrados. El camino blanquecino destaca entre los campos verdes de mies. Algo más lejos perfila una circunferencia para rodear las tres hileras de almendros. Unos árboles que ya estaban ahí antes de que ellos fueran jóvenes. Cada año falta alguno. Los rigores del verano se los llevan.
Luego, la vereda desaparece tras las ondulaciones del terreno y surge de nuevo casi al llegar a las primeras casas de La Torre. Son unas viviendas con los tejados rojo desteñido que parecen esparcidas sin orden ni concierto sobre una pequeña loma.
Con la vista puesta en la distancia de los recuerdos, permanecen callados. Tras tantos años quizás no tengan nada que decirse. Pero en sus rostros no se refleja incomodidad. Para unas personas cuya vida activa comenzó casi con los primeros pasos y se extendió todo lo posible mientras las fuerzas aguantaron, permanecer mudos con el sol calentando sus huesos y sin nada que hacer, no supone ningún problema. Es un placer que saborean con fruición.
Una señora de mediana edad camina por la calle que desemboca en la plaza. El sonido de sus pisadas rebota en el silencio y como si eso fuera la señal, un perro ladra y las cuatro o cinco gallinas que picotean por el callejón huyen despavoridas.
La mente de Nicolás ahora deambula por otros derroteros. Mi chica al final no se casó. Demasiado brava para que nadie la aguante. Dice que le gusta estar sola. Que el buey suelto bien se lame. Claro que ella no es un buey.
En el cielo un avión deja dos regueros blancos muy finos. A medida que se aleja se van dilatando como desmigándose hasta que se difuminan totalmente. Hoy hace buena temperatura. Cuando las inclemencias del tiempo no lo permiten, permanecen amarrados a la chimenea. Es mucho más aburrido. Antes se consolaban con aquella telenovela que seguían ávidos y que parecía que no iba a finalizar nunca. Lo hizo, como todo. Ahora los programas de debate que echan les parecen insoportables.
La televisión. El otro día aparecieron unos reporteros grabando un programa. Algo del canal autonómico sobre los pueblos y sus gentes. Unas jóvenes muy arriscadas les entrevistaron. Lo pondremos el jueves próximo, dijeron. Adolfo piensa que no es verdad, que siempre dicen eso, pero al final no lo dan. A quién le importan los comentarios de los viejos.
Nicolás se levanta, da dos o tres pasos y observa algo que le llamó la atención. Se trata de una lagartija que, como ellos, se calienta al sol. Retorna a su lugar bajo la mirada indiferente de su amigo. Comienza a liar otro pitillo, pero un aire repentino que ha sorteado la protección del muro, hace volar el tabaco por los aires. Lanza una exclamación.
Adolfo vuelve la vista y la deja resbalar por las casas del pueblo. Una aldea que como ellos se limita a estar allí y desgranar los años. Mudo y baldío. Por sus calles nadie transita. Solo cuatro gatos y la palabra soledad, como dice la canción. El resto partió. Unos hacia un lado y otros hacia el otro. Unos voluntariamente y otros forzados. Nadie vuelve. Solo los fines de semana se escuchan algunas voces nuevas. Son los madrileños que se desplazan en busca del sosiego del que carecen en la ciudad y que allí tanto sobra.
Antes venían cazadores que, con sus perros removían la tranquilidad y llenaban el aire de voces y ladridos. Ya no aparecen. Solo alguno y porque es el hijo que se fue a la ciudad de algún vecino. Claro que como cada vez la caza es menor… Está esquilmada. Van a tener razón los eruditos esos del cambio climático- piensa, en silencio, Adolfo. Aunque yo creo que los que tenemos verdaderamente la culpa somos nosotros. Una caza desordenada que redujo la población y luego esa costumbre de abandonar o cegar los manantiales para ganar cuatro metros más al pedazo. Cuando arábamos a tiro de mula bien que nos servían con su agua fresca en los rigores del campo. Luego con los tractores con aire acondicionado dejaron de tener utilidad. Sin ellos a los animales se les hace difícil la subsistencia. Ahora no nos quejemos-concluye.
Cada uno continúa dentro de sí mismo. Aunque juntos, permanecen tan solitarios como el mismo pueblo. La hora del almuerzo se acerca. Ya es tiempo de retornar. Con gesto cansino se levantan, enfilan hacia la cuesta y dejan atrás el letrero que anuncia la entrada al pueblo en el que se lee tras su nombre la frase “remanso de paz”.
Juan A. Maganto