Koldo me pide que le cuente, en segunda persona, mi reciente aventura, la que me sucedió de camino a la estafeta donde me planifican la jornada laboral como repartidor de Correos. El Bukowski madrileño, me llama Koldo con sorna desde que me he colocado en este trabajo en ocasiones infrahumano, pero que me otorga independencia económica respecto a él, mi extravagante bienhechor. Es para sumergirse de lleno en la peripecia, dice el filólogo, lo de la segunda persona, y se da crédito citando una frase del Manifiesto infrarrealista:
La verdadera imaginación es aquella que dinamita, elucida, inyecta microbios esmeraldas en otras imaginaciones.
No lo soportas, le digo, pues, a Koldo, pero debes ir uniformado. La indumentaria oficial: el puto traje de repartidor de Correos, tan «cantoso» con su logo amarillo entre la grisura del metro. Al fondo del andén observas a un hombre que asoma la cabeza al túnel. Realiza gestos compulsivos, no sé, como si el convoy que se espera fuera un niño con quien jugar al cu-cu, tras- tras, o algo así. Hace mucho que no te relacionas con críos menores de dos años, son más mayores los que envían cartas a los Reyes Magos.
Cuando llegas a la altura del tipo asomado a la negrura del túnel, percibes con claridad que está potando. Justo se da la vuelta, gesto al que respondes con una mueca de asco, le cuelga vómito como gruesa baba del diablo.
¡No me mires así!, exclama y al punto te saca una navaja cuyo acero tu instinto, sobresaltado, bautiza como el «tercer raíl».
¿Te encuentras bien?, aciertas a preguntarle, ¿quieres que llame a una ambulancia?
Estoy así, así, dice, si en vez de los sanitarios, hubieras propuesto a la Policía, te asesto un navajazo.
Lo importante es la salud, hombre, ¿qué te pasa?
Padezco auctoritafobia, aversión a la autoridad, tu uniforme de Correos trasmite cierto mando y por eso te he sacado el arma, pero te ha salvado el preocuparte por mi estado.
Pareces un personaje del 2666, le dices recordando el caso del Penitente Endemoniado.
Pero ¿tú has leído el 2666?, te pregunta.
¡Pues, claro!, contestas y luego piensas: En un andén de metro, medio lleno, es más que probable hallar a un lector de Bolaño.
¡Chócala!, exclama él, el 2666 es mi libro de cabecera.
Y le chocas su mano libre ya del arma blanca y de resto de vómito tras limpiársela en el jersey.
Qué fervor, piensas. Luego el tipo pasa a explicarte el origen su mal, el desencadenante de la auctoritafobia. Él pululaba en tren, de una población serrana a otra, portando un par de carros de la compra hasta arriba de champiñones silvestres. Para entretener los trayectos releía el 2666. Recorría las páginas que hablan del Penitente Endemoniado, el sujeto que padece sacrofobia, aversión a los objetos sagrados, y que va asaltando iglesias. En una de esas apareció el revisor, que ni se inmutó cuando, tras picarle el billete, el recolector le ofrecía un kilo de champiñones a precio ventajoso. Al rato el tiquetero volvió con dos picoletos que iban a confiscarle la mercancía por venta ambulante sin licencia. De poco le sirvió apelar a la compasión: No venderé nada, agentes, almacenaré los champis en tarros cerrados al baño maría y así podré alimentarme unas semanas.
Vaya a un comedor social, dijo, inmisericorde, uno de los picolos.
Ahí les tenías que haber rajado al menos los uniformes para que se llevaran un buen susto, le dijo después por la noche Juan de Dios Martínez, el judicial de 2666 a quien había sido confiado el caso del Penitente Endemoniado. Recuerda, temeroso recolector de champis, dice Juan de Dios, recuerda al delincuente al que busco y cuya historia ibas leyendo en el tren. ¡Acuérdate, pecador!, insiste Juan de Dios, rememora a ese enfermo que se introduce en las iglesias consciente de su mal, la sacrofobia, por ver si puede superarla. Pero su intento es en vano, y es ahí es cuando se orina a manguera suelta. Y llora, llora el Penitente Endemoniado por su sacrilegio, un llanto que en realidad es una petición de consuelo a los sacerdotes, pero de ellos solo recibe indiferencia. Y te digo que trata de comprender, y en verdad te digo que no consigue tolerar lo incomprensible: la falta de compasión de los curas y sacristanes. Y es entonces cuando la angustia se vuelve ira, se los carga y el Penitente ya es dominado por la sacrofobia: rompe imágenes y esculturas y hasta termina por defecar en el altar.
¿Todo eso te dijo Juan de Dios Martínez?, le preguntas al recolector de champis.
Sí, responde él, el judicial se me apareció en un sueño tan campante cual Yahvé, los lectores de Bolaño debemos estar peor que los de la Biblia, pues desde entonces ya no ha dejado de visitarme, y siempre con el mismo sermón.
Venga, le dices, salgamos de lo onírico, y ahora ¿por qué estabas vomitando, aquí, sobre los raíles?
He visto, dice, a dos guardias jurados impedirle a un estudiante el acceso al andén sin pagar billete. El joven había olvidado el abono transporte y si volvía a casa a por él, llegaría tarde a un examen vital. El universitario suplicaba y los jurados como si nada. Al final le he dado yo el dinero al pobre, cuyos ruegos lastimeros daba mucha pena, la verdad, y me he venido aquí a potar, tanto es el asco que me produce la autoridad impía.
Podías dejar la navaja en casa, le dices, no vaya a darte un arrebato.
Ya, ¿y cómo pego el tajo a los champis?, son mi medio de supervivencia en otoño.
¡Oiga!, escuchas a tu espalda, ¿por qué ha vomitado ahí, guarro?
Te giras: unos guardias con pinta de mala hostia se aproximan. Les comunicas que tu amigo no está devolviendo.
Lo hemos visto por las cámaras, responden.
¿Y llorar, no lo oyen llorar?, les preguntas y te apartas: el brillo de un metro anuncia su puesta en escena.
Luis Vinuesa García
(Fresco de cabecera: Moderna migración del espíritu, Orozco)
Qué maravilla.
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Gracias, Juanma, supongo que te refieres al cuadro. Pintado en 1966, está en el Museum Ludwig, Colonia, fuera de Facebook.
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