Gladstone Bag, 1910-1920. Autor: Juanma Cuerda

La fotografía es la de un hombre al que le ha llegado su hora después de ¿veinte, treinta, cuarenta años? Tantos como permitiera la esperanza de vida de la época. Alguien se jubila y su regalo es una despedida por todo lo alto, que incluye fotógrafo y solo de trompeta.

La composición es centrada y simétrica y nos empuja hacia el protagonista de la jornada como haría Rafael con una Madonna renacentista. Nuestro hombre aparece enmarcado, primero por el portalón de entrada y luego por las figuras de los compañeros que han sido invitados a participar para darle poso y volumen a la despedida. 

El homenajeado asume su papel con la naturalidad y serena satisfacción del trabajo terminado en tiempo y forma. No rehúye el fogonazo de la cámara fotográfica —por algo se ha calzado los zapatos de los domingos— y sonríe bajo el bigote mientras piensa que el día menos pensado la misma ceremonia que le despide a él vendrá a buscar a todos los demás. 

La fotografía puede que esté tomada frente a una factoría o un almacén, pero para nosotros es un taller, uno de mecanizado, de los que fabrican piezas de motores aeronáuticos, como sería una maestranza aérea de una pequeña localidad de provincias. ¿Podría nuestro taller ser, en realidad, una fábrica de calzado? Podría. ¿Podría ser una factoría de piezas construcción? Sin ninguna duda. Y lo mismo una imprenta, una fábrica de telas o una prensa, pero nosotros lo llamaremos taller, que aquí no hemos venido de inspección ni vamos a controlar los horarios.

Pongamos, por tanto, que el hombre ha posado delante de un taller. Rodeado de compañeros, jefes y subalternos. Unos le flanquean mientras otros le cubren las espaldas y sabemos que la de hoy es una jubilación especial porque parece que ha venido el dueño de la compañía con un gran bolso a modo de regalo de despedida. 

Es lógico asumir que, antes de tomar la fotografía, ha habido un acto y el dueño ha dirigido a sus empleados unas pocas palabras. Después, algún compañero ha tomado el relevo y ha dado un emotivo discurso compuesto casi exclusivamente de bromas pesadas a cuenta de nuestro hombre, como atestiguan algunas expresiones socarronas. 

A su alrededor, el variopinto comité de despedida participa con distinto grado de  entusiasmo en la celebración. En un primer plano tan cercano que parece más parte del marco que del motivo, un compañero mira hacia el suelo con sonrisa vergonzosa. Uno no sabe si ha acabado en ese lugar de honor por una especial relación con el hombre del bigote o porque, quizá, su trabajo a cargo de la maroma que asoma a su espalda o de la jaula que se adivina bajo sus posaderas hace imprescindible que este hombre se tenga que encontrar allí y no en ningún otro sitio como espectador de lujo absolutamente fuera de lugar. 

Tras él, de izquierda a derecha, seguimos el juego de miradas de los protagonistas secundarios de la fotografía. El segundo de a bordo —pelo cano, corbata oscura y camisa remangada—observa a su patrón con actitud tensa porque sabe que cuando empiezan las risotadas, lo más sensato es pensar en retirarse. La tensión se masca en sus manos y en su cara, buscando la mínima expresión en el rostro del señor dueño que dé a entender que es hora de salir de allí y que todo el mundo a sus puestos, que hay que ver cómo me tienen ustedes el local.

A su espalda, el maestro de taller marca territorio. En su taller, diga lo que diga la escritura de propiedad, a la hora de jugársela con la maquinaria pesada, el que manda más es que todavía conserva las manos. Así que sonríe apoyado en el dintel ante lo inusual de la situación, compadreando con los jefes que se han dignado a pasar por allí, sin llegar a entrar del todo, no sea que se manchen las ropas de cerrar tratos, y que han traído con ellos un fotógrafo que deje constancia de que son una gran familia. De regalo, y por tratarse de quien se trata, han añadido un trompetista para tocar algo militar, nada de música de negros, que dé empaque a la ceremonia. 

Nuestro hombre sostiene un objeto en la mano. Un paquete de cigarrillos o la pequeña caja de joyería que guarda el tradicional reloj de jubilación. Lo sostiene por compromiso mientras se aferra a lo que de verdad protagoniza la fotografía: el gran bolso Gladstone, la marca reina de los viajeros, cien por cien cuero rígido de vaca y forrado en tela de elegantes tonos crema. Enorme, si lo pensamos como símbolo de todo aquello que todavía queda por tomar de la vida y pelín decepcionante, si lo interpretamos como el resumen de una vida entre aquellos muros de ladrillo. 

Al otro lado de la mirada del mando intermedio, el propietario se resiste a soltar el bolso. Puede que esta sea la verdadera razón de la mirada tensa de su subordinado. Puede que el bolso no sea un regalo sino, que el gran hombre, en un error de cálculo mayúsculo, se esté asegurando de que el ya ex empleado no se lleva ninguna llave grifa de más para montárselo por su cuenta —vacíese los bolsillos a la salida, si es tan amable— y, por tanto, puede que estemos asistiendo al inicio de una pequeña trifulca por la nuda propiedad del impoluto bolso. Puede que el segundo de a bordo sepa lo que bolsa significa para los empleados, que es una segunda piel para ellos y que nadie, por muy padre de la patria que sea los domingos en el club, está legitimado a arrebatársela.

Seguramente haya habido una fotografía verdaderamente oficial de la despedida, que no es la que nosotros vemos, en la que han sentado a nuestro bigotudo hombre en una silla con ruedines, bajada expresamente de la oficina de administración y han puesto al señor propietario y a su segundo al mando a sus flancos, quedando tras ellos el resto de sus compañeros, todos circunspectos y ajenos al hecho de que apenas se les distinguirá por la contrastada oscuridad del interior del taller. 

La silla detrás del protagonista seguramente se ha utilizado para esa primera fotografía oficial, pero no descartemos, dado el impecable corte de mostacho que luce, que hayamos llegado un poco tarde a un espectáculo de realización del sueño americano. En esa silla se sentó un sudoroso viejo peón, de uñas negras y limaduras de hierro en los bolsillos y de ahí se ha levantado un honorable pensionista, después de haberlo vestido, para regocijo de los presentes, con un buen traje, unos zapatos relucientes y el reloj y cinturón de la empresa, a juego con su nuevo estatus. 

En todo caso, nosotros nos detendremos aquí, un momento después de las formalidades y un rato antes de las faltas de respeto, cuando el trompetista se ha lanzado a improvisar y el fotógrafo ha gritado que una más, que aún tiene un par de lámparas que gastar y que a todo el mundo le gusta ver a la gente cuando está relajada. 

 

Juanma Cuerda, febrero de 2021.

@juattman

 

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2 Comentarios

  1. Escucho al tiempo Basin Street Blues con Andrea Motis y Juan Chamorro y es el no va más. Aunque el trompetista de la foto prefiera la marcha militar. Mejor este otro fondo. Un gustazo leerte.

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    1. Qué gozada, gracias por compartir ese fondo sonoro. Seguramente, quién sabe, en cuanto el señor de la pajarita se marche, el trompetista podrá desmelenarse.

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