El adjetivo que mejor lo definía era “pizpireto”, pero él lo odiaba profundamente por considerarlo femenino. Hay quien lo criticaría por juzgar el lenguaje desde la heteronormatividad, pero eso no impedía que él pensara que el calificativo encajaba más con una chica. Y a pesar de esta reticencia, la palabra se ajustaba perfectamente a su anatomía menuda y su rostro alegre y delicado. Parecía que el tiempo se había detenido sobre sus enormes ojos azules, quitándole más de doce años de encima.
Aunque sus compañeras de la escuela de teatro observaban esa característica física con envidia, siempre sometidas al cruel paso del tiempo sobre la belleza juvenil, Elías la cambiaría con gusto por unas canas y más vello facial. Sentía el rechazo cada vez que se presentaba a una audición para un papel de hombre adulto, situación agudizada por su desastrosa capacidad de seducción al género opuesto. Las mujeres a las que se acercaba lo trataban con simpatía, ternura y cercanía, pero ni asomo de deseo.
Si no vivía en la amargura era precisamente porque su apariencia de duende se combinaba con una mente inquieta y juguetona que le había permitido obtener un puesto de trabajo bien pagado en el que podía dar rienda suelta a su pasión por las historias. El papel de Oberón quedaba fuera de su alcance, pero entre jueves y domingo se convertía en un Puck astuto y cautivador. Sus aventuras, muchas de cosecha propia, hacían las delicias de un público entregado y siempre sorprendido por sus giros trepidantes.
La parte de maquillar caras con ceras blandas y purpurina intentaba delegarla en su ayudante Marina, dotada con un talento especial para la pintura. Éste se plasmaba en el encanto de niñas y niños cuando se miraban en el espejo tras pasar por sus manos. En definitiva, los dos formaban un buen tándem durante su horario laboral, aunque a Elías le encantaría perpetuarlo fuera de ese contexto. Sin embargo, nunca se había atrevido a proponer una cita a la muchacha, acostumbrado como estaba a ser eterno amigo y paño de lágrimas de dramas erótico-festivos que no protagonizaba.
Ese sábado se habían despedido al terminar el último evento nupcial del que se había hecho cargo el hotel donde trabajaban. Marina se había marchado apresurada, intentando llegar puntual al lugar donde había quedado con sus amigos, y dejando a Elías encargado de recolectar las propinas que casi siempre le dejaban al encargado después de una actuación. De las muchas ventajas que tenía trabajar en un hotel de cinco estrellas en el centro de la capital, las propinas que dejaban los clientes adinerados era sin duda la que más apreciaba el dúo artístico.
El actor se dirigió al mostrador de la recepción con paso ligero y ufano, encantado por la posibilidad de meterse otros cien euros al bolsillo. La recepcionista principal de aquel turno era Begoña, cincuentona que combinaba la eficiencia y cortesía de sus muchos años trabajando de cara al público con un cuidado excelente de su imagen personal, desde la manicura perfecta al maquillaje suave y rejuvenecedor que lucía invariablemente. A Elías le encantaba flirtear de manera inocente con ella; Begoña siempre respondía de manera aguda y coqueta, y él intuía que se sentía halagada por recibir el cortejo de un hombre mucho más joven que ella.
─Buenas noches, noble dama ─la saludó haciendo una sutil reverencia─. Venía buscando a Ricardo, pero al ver tal despliegue de belleza y virtud creo que ya no podré moverme de este mostrador mientras me ilumine su rostro.
La recepcionista esbozó una sonrisa complacida, pero no dio pie al juego. Las bodas daban más trabajo del que parecía, y el hotel seguía teniendo sus huéspedes; algunos habituales, otros circunstanciales, y siempre distinguidos, lo cual se traducía en un nivel de exigencia a los servicios que rallaba la tiranía.
─Buenas noches, Elías. Ricardo ha bajado a la bodega para comprobar cómo andan los suministros. Parece ser que los invitados del banquete han bebido más de lo que el sumiller había estimado y el jefe quiere asegurarse de que hay suficientes botellas para la cena. Puedes bajar a que te dé las propinas o esperarlo en los sofás de la entrada.
Al ver que Begoña volvía a pegar los ojos a la pantalla del ordenador captó la indirecta y decidió bajar al sótano en busca del encargado. Estaba convencido de que éste lo miraría con gesto agrio, siempre agobiado por el estrés del cargo y un complejo de superioridad mal llevado, pero Elías también tenía planes con su círculo de la escuela y prefería salir del hotel cuanto antes.
Comprobó con desagrado que el ascensor no funcionaba, por lo que comenzó a bajar por las escaleras hacia el almacén. No le extrañó encontrar las escaleras vacías; los huéspedes preferían acceder al parking a través del ascensor, y al almacén sólo bajaban los encargados y los empleados de la sección gastronómica. Tampoco le extrañó encontrar la puerta del almacén cerrada, pero sí que la manija no permitiera su paso al interior. Si Ricardo se encontraba en la bodega, no tenía sentido que hubiera echado la llave por dentro, aunque su celo profesional a veces fuera excesivo. Volvió a empujar el picaporte, con la esperanza de que se hubiera atascado, cuando escuchó voces que provenían del interior.
La intuición paralizó la mano de Elías sobre el abridor, y la curiosidad morbosa hizo el resto; sigilosamente, pegó la oreja a la puerta de metal, intentando distinguir la conversación. Aunque el sonido llegaba amortiguado a sus oídos, pudo diferenciar claramente dos voces: el tono cortante y nasal de Ricardo, y otro grave, más rudo, sin duda extranjero. A éste último pudo captarle una frase pronunciada en un volumen más alto:
─No está todo lo que acorrdamos con el dirrector.
Elías sólo pudo apreciar la entonación tensa y tajante en la respuesta del encargado; el contenido de la misma se perdió entre las capas de metal que lo separaban de los dos hombres.
─Me parrece que eres tú el no ha entendido que para recibir nuestra mercansía tenéis que abonar el importe completo.
Pausa y nueva réplica de Ricardo, que continuó siendo ininteligible para Elías. De repente, ruidos de forcejeo y de lucha, una caja que cae al suelo, un golpe en la cara de alguien. En ese momento Elías se apartó de la puerta con un respingo electrizado y dio dos pasos hacia atrás, intentando distanciarse de la escena que sucedía al otro lado de la puerta. Dudó durante diez segundos dilatados en el tiempo lo que debía hacer: intervenir o alejarse lo más rápidamente posible. Se decidió por la segunda opción, dispuesto a llamar a los agentes de seguridad del edificio tan pronto como llegara a la planta baja.
Había dado cuatro pasos hacia las escaleras cuando sonaron dos disparos. Las detonaciones se clavaron en sus tímpanos, estimulando su carrera hacia abajo, en dirección al aparcamiento del edificio. Ya avisaría a los seguratas, lo primordial era salir de allí echando leches. Al llegar al parking corrió agachado entre los coches, mirando a su espalda y rezando a todos los santos de su abuela que no le permitieran morir acribillado a tiros entre dos Mercedes.
Un chirrido de ruedas acompañado de un estridente pitido lo sacó de su rosario particular.
─¿¡Pero qué haces ahí, gilipollas!? ─ladró el conductor─. ¿Tú qué quieres, abollarme el coche? ¡Mira que hay subnormales sueltos! ─le comentó a la enjoyada señorita del asiento del copiloto, que le dio la razón con una sonrisa vacua─. ¿Pero te quieres quitar, anormal? ¡Que me bloqueas la salida!
Elías por fin percibió que se encontraba en medio de la rampa de acceso al aparcamiento, obedeciendo ciegamente a su instinto de huida. Se apartó con una reverencia burlona y ascendió a toda pastilla hacia la noche madrileña. Una vez en la calle aprovechó las mareas humanas que bañan el centro de la ciudad para fundirse con ellas y desparecer. Mentiría si dijera que había parado de correr antes de alcanzar la seguridad de su piso en la zona de Embajadores.
Una vez en su apartamento aprovechó la soledad de la que raramente disfrutaba para tranquilizarse y valorar racionalmente la situación. Se llevó una mano al pecho y otra al diafragma, controlando la respiración y bajando su ritmo cardiaco, más alterado por el episodio vivido en el sótano del hotel que por la carrera. Una vez había conseguido dominar sus nervios se sentó en el sofá y reflexionó a oscuras sobre lo que había escuchado y las hipótesis que comenzaban a tomar forma a una velocidad vertiginosa en su mente.
«¡Coño! ¿Pero qué ha pasado? ¿Estaban vendiéndole droga a Ricardo? Mira que siempre he pensado que es un hijo puta pero… No estaban vendiendo, el rumano loco le estaba pidiendo los beneficios, así que el alijo ya habrá desparecido. ¡Joder, que venden droga en el hotel! ¿Lo sabrá Begoña? No, es buena gente, no creo que… Pero el mamón de Ricardo… como si no tuviera suficiente con su sueldo, que debe ser un cojón de dinero. ¿Y qué hago? ¿Me habrán visto? No, no han llegado a abrir la puerta antes de que llegara al parking… ¿Pero y si…? ¿Habrá avisado alguien a la policía? ¿Y si han matado a Ricardo? ¡Joooooder, que como abra la boca soy el siguiente!».
Ignoraba cuanto tiempo llevaba sumido en sus divagaciones, probablemente había caído en un letargo al cabo del rato, cuando la luz del salón se encendió y alguien dio un grito que lo devolvió a la realidad.
─¡Rediós, Elías! ¿¡Qué cojones haces aquí a oscuras!? ─exclamó su compañera de piso.
─Me encuentro mal, debo de haber comido algo raro en la boda. Ya sabes que la cocina fusión no es lo mío. Me voy a dormir, no te molesto más ─concluyó él pasando a su habitación.
Hubiera dado su reino por haber conseguido conquistar el sueño, pero la noche pasó en blanco, entre su preocupación por ser liquidado por la mafia antes de convertirse en soplón y su sentimiento de culpa por no haber avisado a las fuerzas del orden. Cuando sonó el despertador Elías llevaba dos horas mirando al techo fijamente sin saber todavía cómo actuar. Su agitación empeoraba porque por la tarde tenía que volver al hotel a hacerse cargo de otro evento. Al final se levantó e hibernó por todo el piso hasta que decidió coger el toro por los cuernos y dirigirse al hotel.
Una vez allí, cruzó el majestuoso arco de la entrada con pasos trémulos, temiendo cruzarse con un gorila tatuado en cualquier momento, pero sus temores no se cumplieron. La gente con la que se cruzó respondía perfectamente al estereotipo de cliente adinerado, que solían ser mucho más finos y elegantes a la hora de cometer sus delitos. Se acercó a recepción, dispuesto a contar el incidente de la tarde anterior, pero se cruzó con Ricardo, que lo miró de arriba abajo con su característica mueca despreciativa.
─¿Tú no llegas un poco pronto, Elías? La recepción no es hasta las ocho ─el encargado se paró expectante ante el gesto espantado del cuentacuentos─. ¿Te pasa algo o es que vienes otra vez de empalmada?
Elías hizo uso de su talento para la improvisación y obligó a sus músculos faciales a componer una sonrisa confiada.
─No me encuentro muy bien desde ayer. Y como no pude encontrarte para recoger las propinas, me marché preguntándome si te había pasado algo.
─¿Y qué me iba a pasar? ─inquirió Ricardo, impasible─. Estaría ocupado, el hotel no se lleva solo, ¿sabes?
─No, no, tienes razón ─admitió Elías intentando adoptar su tono más conciliador─. Me voy a preparar la función con tiempo mientras me tomo un café.
El joven giró sobre sus talones y se encaminó al cuarto de personal.
─Elías.
El reclamo tuvo el poder de dejarlo paralizado en el sitio. Se dio la vuelta lentamente, temiendo lo que iba a encontrar. Ricardo salió de detrás del mostrador de recepción con el brazo extendido, gesto que disparó las pulsaciones de Elías.
─Te olvidas de las propinas ─informó el encargado mientras le tendía un pequeño fajo de billetes de cinco y diez euros─. Al césar lo que es del césar.
─Gracias… ─la voz de Elías salió estrangulada y se perdió en un suspiro.
«¡Joder, menudo lío! Ricardo tan fresco… ¡Disparó él! ¿¡Pero cómo!? ¿Lo sabrá el director? Seguro, esto es un mamoneo de los gordos. ¿Pero qué coño pintan los rusos aquí? ¿O eran rumanos? ¿O ucranianos? Vale que hay algunos clientes turbios pero… Bueno, yo mejor me hago el loco, que lo de ser un héroe nunca ha sido lo mío».
Sin embargo, su cuerpo y su intención no obedeció a sus pensamientos y lo llevaron derecho al almacén, en busca no sabía muy bien de qué. Lo primero que comprobó era que la puerta ya se encontraba abierta, como había sido habitual. A continuación, entró en la despensa donde la noche anterior se había producido el enfrentamiento. Las estanterías reposaban ordenadas con una precisión milimétrica. Elías había esperado encontrarse algún rastro de sangre, o muestras de un forcejeo, pero el suelo estaba tan impoluto como de costumbre.
Se agachó para examinarlo más de cerca, sin ningún resultado. Después miró a un lado y a otro con el rostro pegado a la baldosa, escudriñando debajo de las estanterías. Bajo la balda situada a su izquierda encontró una pequeña bolsita de plástico que sacó con una mano temblorosa, temiendo lo peor. Abrió el cierre de la bolsa y metió un dedo que luego se llevó a la boca. Por segunda vez en el día su corazón se le subió a la boca. Había exprimido la vida nocturna lo suficiente como para reconocer la cocaína buena cuando la probaba. A todo correr, metió el alijo en la bolsa donde guardaba los globos y los elementos que utilizaba en sus relatos y salió del almacén como una exhalación. No quería convertirse en cómplice del suceso, pero se veía mucho menos como testigo.
Pasó las siguientes dos horas forzando su capacidad para el disimulo hasta el ridículo. Y durante la actuación, ni siquiera pudo apreciar los leggins ajustados que Marina llevaba bajo el disfraz. Perdió tantas veces el hilo de su propia historia que los críos comenzaron a aburrirse y no le quedó más remedio que comenzar a inflar globos y retorcerlos en formas variopintas; lo odiaba, pero siempre daba resultado. Estaba montando un delfín cuando uno de los niños de la boda le estiró de la casaca verde, reclamando su atención.
─¿Esto qué es? ─preguntó el crío mientras levantaba una bolsa transparente del suelo.
Elías se giró despreocupado, pero se le escapó un jadeo al identificar el objeto que sujetaba el chiquillo. Se lo arrebató de un manotazo mientras sus neuronas trabajaban a toda máquina para exclamar una excusa apropiada a su papel:
─¡Polvo de hadas!
Los ojos del pequeño se agrandaron, llenos de asombro maravillado.
─¡Hala! ¿Me das un poco?
─¡NO! ─gritó el joven, consciente al segundo de que su excitación le había jugado una mala pasada─. Esto es sólo para mayores. Toma esta piruleta de duende, está mucho más buena que el polvo de hadas.
Al menos el caramelo tuvo la virtud de apaciguar al niño y desviar su atención, momento que aprovechó Elías para guardar el polvo mágico en el bolsillo de su pantalón. Se esforzó por pasar el resto de la velada sin despertar demasiadas suspicacias en Marina, que lo miraba extrañada a cada rato, más preocupada por su palidez que recelosa por su comportamiento, aunque él ya estaba dispuesto a meter a todo el mundo en la confabulación narcotraficante que parecía esconderse a la sombra del hotel.
«Tengo que deshacerme de esto. En cuanto acabe la función lo quemo en el cuarto de baño del hotel y tiro las cenizas por el retrete».
Estaba ya recogiendo el material de su actuación a solas cuando un cuarentón impecablemente vestido y evidentemente ebrio se le acercó con una sonrisa cómplice y furtiva.
─¡Eh, chaval! ─le pidió que se acercara con un gesto─. Me ha dicho mi hijo que tienes polvo de hadas ─murmura en tono confidencial─. ¿A cuánto espolvoreas el gramo, campanilla? ─el tipo sofocó una risita, celebrando su propio chiste.
─Eh… ─Elías se quedó sin respuesta.
En apenas un segundo se desencadenó una lucha sin cuartel entre la virtud y el pecado. La rectitud moral de no vender una droga que no es suya a un tipo que, además, está en una boda con su hijo. O la cobardía de deshacerse de las pruebas del delito tan rápido como pueda. Al final, hizo caso a su naturaleza.
─Cien euros.
Lo dicho. No era de los que hacen el viaje del héroe.
Elena Moreno Medina
(Fotografía de cabecera: Chema Madoz)