DOWNBEAT JAZZ CLUB, 1948. Autor, Juanma Cuerda

La fotografía es relativamente conocida. La toma William Gottlieb en el club Downbeat, uno de tantos sótanos de la calle 52 convertido en referencia de la edad de oro del jazz.

Nos llama la atención porque es el contraplano del resto de fotografías de la época, centradas en las poses de las grandes estrellas, poco espontáneas, como de cubierta promocional, en las que los Fitzgerald, Gillespie, Brown, Brunis, Jackson, Parker o Rosenkrantz, juntos o por separado, se agarran a los micrófonos y ponen ojitos, hinchan los mofletes o desencajan los ojos de las órbitas para el disfrute de todos.

El primer plano de la fotografía abarca la primera y segunda filas de la sala y lo conforman seis o siete figuras principales. Entre ellas, destacan los dos jóvenes de la izquierda:  visten la misma camisa, la misma chaqueta y, engañando un poco la vista, hasta el mismo pantalón y parecida corbata; a la moda o de uniforme, recién salidos de la agencia, ambos miran desde la misma sonrisa hacia el escenario y sujetan sus bebidas con el brazo flexionado en el mismo ángulo. Dos detalles destacan a uno de ellos y le hacen el centro de las miradas: el sombrero tirando a Fedora de ala corta, que le da un aire como de Bogart en Casablanca y la llamativa posición del anillo de compromiso en el dedo meñique, el lugar perfecto cuando se quiere llamar la atención.

La composición continúa en V y un tres en raya de jóvenes apuestos separa el vagón de primera de la segunda clase. El primero de este muro casual, con pajarita y habano, observa el escenario como quien acude a una subasta de ganado, reservándose las emociones para cuando haya conseguido la pieza; el segundo, un protorocker en la veintena, engominado y feliz, se nos ofrece con la boca abierta, a mitad de una palabra dirigida a sí mismo, con el único propósito de formar parte activa de la algarabía del local. Tras ellos, en un definitivo segundo plano, un tercer joven observa un punto más allá de los músicos con la apostura descuidada de un boxeador de las afueras. A la sombra de este último, como un edificio anexo o una caseta de obra, una figura más pequeña asoma tras el sombrero del empleado del mes: alguien llamado Darren o llamado Trevor ojea las chaquetas de los hombres que le rodean, memorizando calidades, patronaje y pespunteado, por si pudiera, algún día no muy lejano, opinar sobre lo que se hace o se deja de hacer en la sastrería de su tío.

Las dos personas que completan el primer plano miran directamente a la cámara distraídos por la presencia del fotógrafo o demasiado lejos de la acción principal como para concentrarse en el escenario. La chaqueta barata del primero, su pelo engrasado, el bigotillo años 30, el diente de oro que sustituye un canino, la excesiva delgadez, el pañuelo arrugado y la vena asomando en la frente alertan, al que tenga ojos para ver, que ya es tarde y que se ha hecho de noche y que, de pronto, nos encontramos muy lejos de las calles más transitadas. Detrás de él, un negro afroamericano con estudios en la mirada, probablemente el único universitario de la sala, observa con expresión cambiante al fotógrafo: de lejos, malhumorado por la intromisión en su intimidad; de cerca, burlón y confiado, conteniendo en la sonrisa una broma privada y advirtiendo que, cuando los músicos comiencen a tocar, él transitará terreno conocido.

La necesaria representación de las minorías la completan dos mujeres que destacan entre tanta cabeza masculina. La primera no es, para nosotros, más que una cabellera en escorzo. La segunda, con pelo recogido, sonríe como una estrella de cine al hombre que tiene enfrente y que, por su parte y con toda razón, ignora a músicos, cantantes, fotógrafos, mafiosos de mucha o poca monta y estudiantes de todos los colores porque dedica toda su atención a la frente despejada, las mejillas brillantes y los ojos entornados de la mujer que, por fin, en ese instante, tras semanas de intentos fallidos, ha reído con uno de sus comentarios y se dice a sí mismo que ojalá, costara lo que costara, hubiera un modo de conservar esa sonrisa para siempre.

Respecto al atrezzo, hay tres vasos en la imagen y la forma en que son sujetados —ángulo recto, mano completa en agarre firme— revela la convención de la época y la compostura de los espectadores frente a los músicos, sin encontronazos o empujones previstos que puedan derramar sus bebidas pues, de lo contrario, deslizarían sus meñiques hacia la base del vaso, como refuerzo horizontal contra eventuales resbalones.

Aceptamos, así, que el ambiente en el club es tranquilo o que probablemente los músicos no han comenzado a tocar y queremos pensar que el Downbeat Jazz Club termina donde nuestra mirada, pero un cartel al fondo de la sala advierte que el aforo no debe ser sobrepasado, no sólo por el consiguiente riesgo para la seguridad, sino por ser contrario a la ley.

Como el cartel propone una cifra, el espectador cuenta y no le salen más que una treintena de personas en la sala por lo que deducimos que más de la mitad del local no queda reflejado en la fotografía o que, en caso de estar a la vista todo el espacio disponible, un exceso de aforo sería verdaderamente peligroso, además de ilegal.

La solución la ofrecen las espaldas que se arrinconan en torno a una mesa, frente al espejo. Ajenas al bullicio de la zona de baile, sugieren un recinto escondido al encuadre, alejado del previsible escenario en el que se hacinará una veintena de músicos, pero con suficiente espacio para los desaparecidos camareros que corretearán entre las mesas para acabar cuanto antes el servicio, tratando de que la noche, detenida para siempre por Gottileb, rompa por fin a bailar.

Juanma Cuerda,  octubre de 2018.

 

 

Fotografía: Gottlieb, William P., 1917-, photographer. [Downbeat, New York, N.Y., ca. 1948]

http://hdl.loc.gov/loc.music/gottlieb.02811

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